Ricardo Aguilera 28/08/2024
El Ayuntamiento ha decidido hacer buena una de sus promesas electorales: techar un pequeño tramo de la M30 entre Ventas y la Fuente del Berro. El capricho consistorial se va a llevar por delante 54 árboles de más de 70 años
Parque de Fuente del Berro (Madrid). / R. A.
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¿Para qué sirve un árbol? En el campo, todavía, pero en la ciudad… Un árbol urbano no es más que una fuente de gastos: hay que regarlo, podarlo, protegerlo de las plagas… A cambio, ¿qué rendimiento se le saca? Nada, sombra si acaso, un bien inmaterial y no contable. Sin embargo, si en una plaza cualquiera talamos los árboles, podemos hacer un parking, con el dineral que eso mueve. Si no hay árboles que estorben, queda espacio libre para terrazas, chiringuitos, casetas y demás negocios obligados a pagar tasa municipal. Además, nos ahorramos los gastos de mantenimiento: la factura del agua, los sueldos de los operarios, la gasolina de la furgoneta… Todo son ventajas.
Este razonamiento mostrenco es parte del argumentario oculto del homúnculo consistorial. Y puestos a talar, ¿por qué limitarse a los escasos árboles que echan sus tristes raíces en calles y plazas? Mejor ir donde abundan: los parques. Como los experimentos mejor con gaseosa, las huestes del arboricida liliputiense han elegido un lugar discreto, un parque pequeño, escondido y poco conocido: el de la Fuente del Berro. Echemos un vistazo.
Antes de entrar en materia, una confesión: mi infancia no son recuerdos de un patio de Sevilla. No tuve esa suerte: soy de Madrid. Pero mi infancia sí son recuerdos de un parque donde te recibía una fuente con peces de colores. Detrás, un cedro imponente albergaba aves multicolores que maullaban como gatos al caer la tarde: pavos reales. Había recodos oscurecidos de tanto verde, escalinatas y cascadas de rocalla, estanques con patos y cisnes, árboles gigantescos, un palomar atiborrado de pichones, guardas vestidos de pana, un palacete en ruinas, muchas cuestas y, abajo del todo, menguada ya la fronda, un arroyo miserable donde los niños jugábamos a la pelota o nos liábamos a dreas. La corriente marcaba una frontera. Al otro lado había chabolas, casas feas de protección oficial y calles sin asfaltar: la Elipa. Así era, o así lo recuerdo.
Máquina del tiempo. Allá por el siglo XVII, Felipe IV, el Rey Planeta, mandó a uno de sus asteroides para que comprase la Quinta de Miraflores, al este de Madrid: 32 hectáreas con casas, huertas, jardines, tierras de labor y viñas. 32.000 ducados. La finca pasó a llamarse Fuente del Berro, porque allí el agua era abundante y de buena calidad, manando directamente del Abroñigal, por entonces arroyo cristalino. Con el paso de los siglos, la titularidad de este oasis pasó de mano en mano cual falsa moneda: órdenes religiosas, aristócratas varios, ricachones de tronío… En 1948, revirtió en el Ayuntamiento de Madrid, previo pago de 6.700.000 pesetas, y se abrió al público. Había nacido el parque.
Como todos los jardines, el del Berro tiene su propia personalidad. La suya es el plano inclinado, dejarse caer por una cascada de árboles y regatos donde habitan olmos, ginkgos, cedros, pinos, secuoyas, tejos, alcornoques, tarays, cipreses, madroños… Había una impresionante haya roja que murió. Los forenses dictaminaron que se había envenenado con los nitritos de las aguas recicladas que lo regaban. Por lo visto hay más pacientes afectados. ¿Cómo hemos pasado de las aguas salutíferas del arroyo Abroñigal, que antaño eran llevadas en carretas al Palacio Real, a la ponzoña de ahora? La enfermedad tiene un nombre: M30. A principios de los 70 se empezó a construir el ramal este de la autovía de circunvalación. Un ejército de excavadoras embutió el arroyo en una tubería y asfaltaron por encima. De paso, le pegaron un buen bocado al parque, dejándolo en siete hectáreas. Como el ruido motorizado espantó a pájaros, vecinos y visitantes, pusieron unas pantallas acústicas. Doy fe de que no sirven para nada. Acabo de estar allí. En esa parte del parque hay que liarse a voces con el que tienes al lado. De escuchar el trino de los pajaritos ya ni hablamos. Diez años después, con la calle O’Donell aspirando a ser otra autopista, se construyó el Pirulí pegado al parque. Cercado por el zumbido del tráfico, los jardines ya solo son un remanso para cualquier sentido que no sea el oído. Además, pese a la espesura del follaje, el paisaje viene dominado por esa Torrespaña que emite los bulos de todas las emisoras de radio y televisión. Eso sí que se oye.
Pese a todo, la Fuente del Berro sigue siendo un parque bonito y agradable. Está cuidado, tiene recodos de encanto y poca gente montando bulla: para eso ya están los coches. El palacete aristocrático ha sido reconvertido en un centro cultural dedicado a Rafael Altamira, sabio de la Institución Libre de Enseñanza. Bien. Además hay estatuas dedicadas. Bécquer está inmortalizado en un bronce que no está mal, pero le han colocado un grupo escultórico de mal gusto, con personal petrificado a sus pies que no pinta nada. El maestro Enrique Iniesta tiene otro homenaje donde figura tocando el violín, aunque el músico aparece cortado a medio muslo, quién sabe por qué. Pushkin tiene otra inesperada cortesía escultórica, con el poeta ruso lánguidamente apoyado en una columna. En su momento hubo una iniciativa popular para que el parque acogiera un recuerdo de Aute, que era habitual de esos jardines porque vivía al lado, en la Colonia Fuente del Berro. No ha prosperado. Por cierto, esa es una de las colonias más bonitas de Madrid, con calles ajardinadas por donde se pasean pavos reales con el desparpajo de quien se sabe en zona civilizada. Lo malo es que no hay manera de comprarse una casa allí: los precios son prohibitivos y los pocos inmuebles que salen a la venta son inmediatamente colocados a familiares. Es el mercado, primo.
Ahora viene lo bueno. Abróchense los cinturones. El Ayuntamiento ha decidido hacer buena una de las promesas electorales del ínfimo regidor: techar un pequeño tramo de la M30 entre Ventas y la Fuente del Berro. El capricho consistorial se va a llevar por delante 54 árboles de más de 70 años y 20 metros de alto. La idea es colocar una “losa verde” que una el parque de la Fuente del Berro con lo que resta del pinar de La Elipa, que ya fue cercenado en su momento por la M30. Dicha losa anclará sus pilares en las respectivas zonas ajardinadas, y de ahí la imperiosa necesidad de deshacerse de los árboles próximos al campo de batalla. Las víctimas van a ser cedros, pinos, olmos y un ailanto, todos ellos en buen estado de salud, según un informe del Área de Miedo al Ambiente del Ayuntamiento. La empresa a la que le toque la pedrea de esta magnífica obra, tendría que reponer la tala con 1.761 árboles, según la legislación hasta ahora vigente, lo que le supondría un gasto estimado en 131.000 euros. Afortunadamente, Isabel Natividad ha estado al quite y ha cambiado la dichosa ley, de manera que ya se pueden talar árboles sin estar obligado a reponerlos en mayor cuantía: ahora con pagar al contado basta. No se sabe cuánto, pero seguro que menos que lo que costaría repoblar. En cualquier caso, y para tranquilidad y contento de los vecinos, el Ayuntamiento ha hecho pública una nota en la que explica lo siguiente: “Las plantaciones arbustivas y arbóreas se resolverán mediante el empleo de especies adecuadas al clima madrileño y el espesor de la tierra disponible sobre la losa de cubrición”. El espesor es de un metro y medio: adiós árboles. En la nota también se anuncia que entre el verdín que adornará la lápida que van a construir habrá un graderío al aire libre y dos quioscos. Billetes verdes. La licitación fue el pasado julio. En octubre o noviembre conoceremos la resolución del concurso de adjudicación de obra. El coste de este invento y su correspondiente masacre arbórea está estimado en 87.400.000 euros del erario público municipal. Enhorabuena a los agraciados.
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