PAUL KRUGMAN 24 MAR 2013 Paul Krugman es profesor de Economía de Princeton y premio Nobel de 2008
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Hace un par de años, el periodista Nicholas Shaxson publicó un libro fascinante y descorazonador titulado Treasure Islands (islas del tesoro), en el que explicaba la manera en que los paraísos fiscales internacionales —que también son, como el autor señalaba, “jurisdicciones con secreto bancario” en las que muchas reglas no se aplican— debilitan las economías en todo el mundo. No solo escamotean los ingresos a unos Gobiernos escasos de dinero y facilitan la corrupción, sino que distorsionan el movimiento de capital, lo que contribuye a alimentar crisis financieras cada vez más grandes.
Sin embargo, una cuestión en la que Shaxson no profundiza demasiado es qué pasa cuando una jurisdicción con secreto bancario entra en quiebra. Esa es la historia de Chipre en estos momentos. Independientemente de cuál sea el desenlace para el propio Chipre (pista: seguramente no va a ser feliz), el lío de Chipre muestra hasta qué punto sigue sin reformarse el sistema bancario mundial, casi cinco años después de que comenzara la crisis financiera mundial.
En cuanto a Chipre: puede que se pregunten por qué le importa a alguien un pequeño país con una economía no mucho mayor que la del Scranton metropolitano, en Pensilvania. Sin embargo, Chipre es un miembro de la eurozona, de modo que los acontecimientos que tienen lugar ahí pueden provocar el contagio (por ejemplo, pánicos bancarios) en países más grandes. Y hay otra cosa más: aunque la economía chipriota sea diminuta, Chipre es un actor financiero sorprendentemente importante, con un sector bancario cuatro o cinco veces más grande de lo que se podría esperar si se tiene en cuenta el tamaño de su economía.
¿Por qué son los bancos chipriotas tan grandes? Porque el país es un paraíso fiscal en el que las corporaciones y los extranjeros acaudalados ponen su dinero a buen recaudo. Oficialmente, el 37% de los depósitos en los bancos chipriotas proceden de no residentes; la cifra verdadera, una vez que se contabiliza a los expatriados ricos y a las personas que son residentes en Chipre solo de nombre, seguramente es mucho más elevada. Básicamente, Chipre es un lugar en el que la gente —sobre todo, pero no solo, los rusos— oculta su riqueza tanto a los recaudadores de impuestos como a los reguladores. Independientemente del lustre que queramos darle, es básicamente una cuestión de blanqueo de dinero.
Y lo cierto es que gran parte de la riqueza nunca se movió; solo se volvió invisible. Sobre el papel, por ejemplo, Chipre se convirtió en un enorme inversor en Rusia, mucho mayor que Alemania, cuya economía es cientos de veces mayor. Naturalmente, esto no era en realidad más que “viajes de ida y vuelta” para los rusos que utilizaban la isla como refugio fiscal.
Desgraciadamente para los chipriotas, entró suficiente dinero de verdad para financiar algunas inversiones realmente malas, ya que sus bancos adquirieron deuda griega y concedieron préstamos para una inmensa burbuja inmobiliaria. Antes o después, las cosas estaban abocadas a salir mal. Y así ha sido.
¿Y ahora qué? Hay un fuerte paralelismo entre la situación en Chipre en estos momentos y la de Islandia (una economía de tamaño similar) hace unos años. Al igual que Chipre ahora, Islandia tenía un sector bancario enorme, inflado por los depósitos extranjeros, que era sencillamente demasiado grande para ser rescatado. La respuesta de Islandia fue básicamente dejar que quebraran los bancos y aniquilar a esos inversores extranjeros, a la vez que se protegía a los depositantes nacionales; y los resultados no fueron demasiado malos. De hecho, Islandia, con una tasa de desempleo bastante inferior a la de la mayor parte de Europa, ha capeado la crisis sorprendentemente bien.
Desdichadamente, la respuesta de Chipre a su crisis ha sido un absoluto desastre. Esto refleja, en parte, el hecho de que ya no tiene su propia divisa, lo que le hace depender de los responsables de tomar las decisiones en Bruselas y en Berlín, los cuales no han estado dispuestos a dejar que los bancos quiebren abiertamente.
Pero también refleja las pocas ganas del propio Chipre para aceptar el final de su negocio de blanqueo de dinero; sus líderes todavía están tratando de limitar las pérdidas para los depositantes extranjeros con la vana esperanza de que pueda reanudarse la normalidad, y estaban tan ansiosos por proteger a las grandes fortunas que han intentado limitar las pérdidas de los extranjeros expropiando a los pequeños depositantes nacionales. Al final, sin embargo, los chipriotas de a pie han manifestado su indignación, el plan ha sido rechazado y, a estas alturas, nadie sabe qué pasará.
Yo supongo que, al final, Chipre adoptará una solución parecida a la islandesa, pero a menos que acabe viéndose obligado a abandonar el euro en los próximos días —una posibilidad real— es posible que primero pierda mucho tiempo y dinero en medias tintas para evitar enfrentarse a la realidad al tiempo que incurre en deudas enormes con países más ricos. Ya veremos.
Pero detengámonos un minuto para pensar en el increíble hecho de que los refugios fiscales como Chipre, las islas Caimán y muchos más sigan funcionando más o menos igual que antes de la crisis financiera mundial. Todo el mundo ha visto el daño que los banqueros fuera de control pueden infligir, pero así y todo, gran parte del negocio financiero mundial sigue canalizándose a través de jurisdicciones que permiten a los banqueros esquivar hasta las normativas más suaves que hemos establecido. Todo el mundo se lamenta por los déficits presupuestarios, pero a pesar de ello, las sociedades anónimas y los ricos siguen utilizando libremente los paraísos fiscales para evitar pagar impuestos como la gente de a pie.
Así que no lloren por Chipre; lloren por todos nosotros, que vivimos en un mundo cuyos líderes parecen decididos a no aprender de los desastres.