DIEGO DELGADO
Querida comunidad contextataria,
Me vais a permitir que en esta ocasión os hable de mi gente, de esas personas que conforman mi red de apoyo y con las que en los últimos días he mantenido una serie de conversaciones que, sin estar relacionadas entre sí, comparten ciertos elementos sobre los que, creo, debemos reflexionar.
Dani (nombre ficticio) y Bea son dos de las personas más inteligentes que conozco, sin ningún tipo de duda; ni ella ni él alcanzan la treintena, pero ambas muestran una claridad que solo aporta la madurez a la hora de saber hacia dónde les gustaría enfocar sus vidas. Sin embargo, en sus discursos observo algo que identifico con nitidez, tanto por haberlo percibido en otras muchas ocasiones como por reconocerme a mí mismo en sus palabras: hablo del desencanto y de la frustración.
Ambos sentimientos forman parte del desarrollo normal de las personas, con una presencia especialmente relevante en los años que significan la entrada en la vida adulta, repletos de decepciones y desengaños que merecerían otro artículo aparte. Sin embargo, lo que me interesa en este momento son un desencanto y una frustración de diferente naturaleza. No pinchan con la agudeza de un dolor puntual, intenso pero localizado, consecuencia de haber descubierto algo que genera desazón. No. Sobrevuelan los pensamientos y oscurecen las palabras como un mal siempre presente, crónico, y que requiere de una suerte de asunción como propio que permita seguir adelante con la vida sin tropezar continuamente con él.
Bea es una artista de los pies a la cabeza. Lo más evidente es su habilidad para dibujar, pero lo verdaderamente sorprendente –y lo que diferencia a una persona que dibuja muy bien de una artista– es la omnipresencia del arte y la creatividad en su mirada. Además, a Bea le apasiona expresarse a través de sus dibujos. El problema es que tiene que trabajar para sostener su vida, y a pesar de tener formación especializada y ser brillante en aquello que le gusta, su empleo es uno de esos que se aceptan por pura necesidad. También uno de esos en los que no hay mes en el que la empresa no intente estafar –aún más, porque con los salarios ridículos no es suficiente– a sus empleadas.
Bea está intentando cambiar de trabajo. Por el sueldo insultante, por el desgaste emocional fruto de dedicarse a algo que aborrece, porque está harta de generar beneficios para una compañía que pisotea sus derechos. Pero las necesidades básicas apremian, y construir una carrera como ilustradora –o cualquier otra aspiración más o menos creativa– requiere de tiempo, así que Bea se ve forzada a postularse para otros empleos que tampoco le gustan en absoluto.
En nuestras conversaciones sobre el tema –habituales, cotidianas, parte del día a día; porque cuando la precariedad te muerde los talones es difícil hablar de cualquier otra cosa; “generación de cristal”, lo llaman quienes se han resignado a sobrevivir con los talones devorados–, Bea y yo damos vueltas sobre la idea de vivir en un sistema que obliga a elegir entre dedicarle tiempo a lo que a una le satisface o poder comer y tener un techo digno. No desde el enfoque trabajocentrista, no pretendemos que todo el mundo disfrute con su empleo, sino como queja ante un modelo en el que la única forma para alcanzar cierta estabilidad es entregar toda tu vida al capital. Desencanto y frustración.
Los libros tienen esa cosa mágica de ofrecer respuestas, explicaciones o, al menos, hilos de los que tirar, que aparecen justo en el momento adecuado para ayudarnos a pensar y/o entender el mundo que nos rodea. A mí me ocurrió hace unos días, leyendo Jane Eyre, de Charlotte Brontë, cuando me topé con el siguiente párrafo: “‘Una nueva servidumbre’, pensé. Es verdad que esa palabra no tiene un sonido tan dulce como las de sensación, felicidad, alegría y libertad. Sin embargo, esos vocablos, aunque placenteros, no son para mí más que eso: solo vocablos, y quizá muy difíciles de transformar en realidades. Pero una nueva servidumbre es algo factible. Siempre se puede servir”. Y me acordé de tantísimas personas a mi alrededor. Jane Eyre fue publicada en 1847. Dos siglos de desencanto y frustración.
Dani tiene una trayectoria académica excelente, y desde el continente americano, donde enfrenta la recta final de su doctorado, me cuenta que, aunque le duela, España no puede estar entre sus destinos a medio plazo. Si por él fuese, regresar para desarrollar su carrera profesional cerca de su familia y sus amistades sería una opción más que atractiva, pero hacerlo supondría tirar a la basura una década de formación de alto nivel, con la inversión de tiempo y energía que ha significado en su vida. De hecho, la decisión de no dar su nombre real responde a una intención sincera de volver en cuanto sea factible.
El día antes de saber que esta semana me tocaba dirigirme a vosotras en esta carta, estuvimos charlando precisamente sobre ello. Me contaba que su caso no es, ni mucho menos, único; es común que investigadores e investigadoras salgan de España y hagan su vida fuera, porque “volver significa dar veinte pasos atrás en tu carrera”. Y es una pena, comentábamos, porque hemos nacido en un país con muchas cosas muy positivas. Pero aquí, hoy, la única forma de sobrevivir pasa por aceptar un trabajo esclavizante y un salario vergonzoso.
Dani también es una persona interesada en cuestiones políticas. En un momento dado, la conversación se desvió hacia la participación de Israel en Eurovisión y la mezcla de hastío y repulsión que nos invade a ambos cuando observamos la pasividad ante el genocidio en Gaza.
Ahí estaban otra vez, tan pegajosos como siempre, el desencanto y la frustración. Pero no podemos resignarnos. Esa es la reflexión que me asaltó entonces y me gustaría compartir hoy. Las cosas están así y llevan estándolo mucho tiempo. Pero entre están y son hay una diferencia fundamental en la que se encuentra la posibilidad del cambio. Una posibilidad siempre latente, y tangible en muchos lugares si una se para y observa.
Hay ejemplos pequeños, discretos. La reforma que mejora las condiciones del subsidio de desempleo en España se ha pactado entre el Gobierno y los sindicatos, dejando fuera a una patronal tiránica acostumbrada a dibujar a su antojo una estructura legislativa concebida a la medida de los intereses empresariales –siempre opuestos a los sociales–. Se ha hecho, además, demostrando que, a pesar de la desastrosa situación de Podemos, sigue siendo posible tirar hacia la izquierda del tándem PSOE-Sumar, acostumbrado a pecar de extrema tibieza.
Los hay, también, enormes, escandalosos. Las revueltas universitarias contra el genocidio en el corazón del imperio están empezando a tener su eco en muchos otros puntos de la cómplice geografía occidental. ¿Por qué no pensar que se ha prendido la mecha de un internacionalismo progresista y anticolonialista?
Esta carta termina, claro, hablando sobre otra conversación con amigos. Ocurre a menudo que tengo que explicar cómo funciona CTXT. La última vez, en una cena el pasado fin de semana. Una de las personas que me escuchaban preguntó, sorprendida, si había entendido bien cuando le dije que nos manteníamos fundamentalmente gracias a la aportación de nuestras suscriptoras. Es la reacción más común, y siempre trato de explicar que el objetivo de esa osadía –a la gente suele parecerle el “antinegocio”, quizá lo sea– es alejarnos de intereses económicos o partidistas y hacer un periodismo que solo responda ante las exigencias de calidad de nuestras lectoras.
Déjame decirte, querida suscriptora, que al entender lo que esto significa las caras suelen ser de admirada incredulidad. En un mundo en el que todo es negocio, CTXT es la excepción que debería recordarnos cada mañana, todos los días, que las cosas están así, pero serán como nosotras decidamos que sean. Por Bea, por Dani y por todas las que no os resignáis.
Diego Delgado
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