Víctor Sombra 16/07/2024
‘La tercera vía de la vida’, de Olivier Hamant, nos convoca a una reflexión y movilización ciudadanas
Paisaje natural. / Fabio Reyes
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La vida es circular, colectiva y vigorosa, y a este vigor de la vida está dedicado La tercera vía de la vida, libro del investigador francés Olivier Hamant. Se trata de un libro intrigante, transversal, que, partiendo de la biología, proyecta rasgos del vigor vital en los modos de organización social y nos convoca a una reflexión y movilización ciudadana. El vigor es lo contrario de la eficacia y la optimización, convertidos en mantras y emblemas de nuestra sociedad. Ambas se nos proponen de forma puntual y en un corto plazo del que no sabrán luego salir, donde nos dejarán confinados, infelices, enfrentados a nuestros congéneres y abocados a la destrucción del entorno.
El vigor, la durabilidad, la sostenibilidad, tienen en cambio que ver con la contradicción, la redundancia, la lentitud, la fluctuación, la aleatoriedad, las dudas, el error, el derroche, la imprecisión y la torpeza. En su libro Olivier Hamant da muchos ejemplos de cómo estas características, como otras tantas virtudes paradójicas, operan en los organismos y a nivel celular y molecular. La redundancia, por ejemplo, enemiga mortal del culto de la eficiencia, domina nuestra organización social y apenas se tolera como excepción en casos de extrema necesidad, como en los equipos electrógenos que suplen los cortes de electricidad en los hospitales. Sin embargo, la redundancia está presente en los seres vivos a todos los niveles. Hay dos ejemplares de cada cromosoma, pero también en cada uno de los cromosomas se dan varias copias de cada gen, con pequeñas variaciones en sus secuencias de ADN. Esto permite que si falla un gen en un cromosoma lo encontremos en otro o que genes parecidos cumplan funciones similares. La redundancia y el solapamiento permiten la adaptación a las variaciones genéticas y del medio.
Lo mismo sucede con el crecimiento heterogéneo de los organismos: los conflictos mecánicos entre células vecinas no se resuelven en un compromiso que conduzca a la homogeneidad, sino que se amplifican de forma activa. La heterogeneidad supondrá un crecimiento deficitario, pero las distintas células del organismo, a través de los conflictos mecánicos, obtendrán información del estado, la posición y la evolución del tejido en que se insertan. El conflicto, que lastra el crecimiento, genera una propiocepción que será clave en la adaptabilidad del organismo y la adopción de su forma final.
La vida no tiene nada del museo de máquinas perfectas que propone el creacionismo para negar la evolución. Es más bien un muestrario maravilloso y a veces desopilante de errores, torpezas, repeticiones, tartamudeos e incoherencias que el libro de Hamant presenta de forma accesible y amena. Uno empieza a sospechar por qué un payaso es más creíble que un ejecutivo, y qué hace a Cantinflas, Charlot o el Gran Lebowsky más verdaderos que el presidente de los Estados Unidos, Putin o James Bond. Son, sin duda, más naturales.
El tránsito de la célula madre, pluripotente, al tejido del hueso o la piel tiene mucho más que ver con un día de oficina de Bartleby el escribiente, el personaje de Herman Melville, que con la ejecución eficaz de un programa óptimo. Cuando una célula madre recibe una señal de un factor de crecimiento bioquímico que orienta la diferenciación hacia la identidad músculo se dispone a sintetizar las proteínas que la convertirán en una célula muscular. Entretanto recibe la instrucción de diferenciarse en hueso. La célula madre recicla las proteínas ya sintetizadas y comienza una síntesis diferente que la encamina a convertirse en una célula ósea. Y así una y otra vez. Su identidad de célula madre depende de ese tiempo de duda. Preferiría no hacerlo. No aún. Su competencia se asienta en la lentitud. La reticencia es un factor fundamental de la vida.
Nada más lejano de la actualidad inmediata e inequívoca de los productos en el mercado, ni de los procesos fulgurantes y eficientes de una optimización planetaria en la que no hay lugar para el titubeo. En las cadenas de valor globales no hay derroche ni pérdida de tiempo, pero solo de puertas adentro, claro está. Si miramos alrededor de estos procesos eficientes todo cambia: su impacto ambiental nos coloca en una cuenta atrás existencial. El tiempo ganado era para perder la vida, y la supresión del derroche para lograr un desgaste aún mayor de los recursos naturales.
Hamant define así la imperfección de la vida: “Los organismos vivos son localmente sub-óptimos. Utilizan reacciones, enzimas y procesos de manera imperfecta, principalmente porque estos agentes son a menudo redundantes, relativamente ineficientes, heterogéneos, aleatorios o incoherentes. Y, sin embargo, la integración del conjunto de estos defectos, al menos desde el punto de vista del ser humano del siglo XXI, construye sistemas adaptables. Dicho de otra forma: la vida se construye sobre la imperfección local”.
(...) El Antropoceno nos confronta de forma ineludible a los límites de nuestro modelo de relación con la Naturaleza. Es nuestra propia supervivencia como especie la que impone un cambio de paradigma en el que los seres vivos no ofrezcan un mero escenario para el despliegue de la voluntad humana, ni un instrumento para su satisfacción. Es necesario que la humanidad transforme su papel parasitario para establecer una relación simbiótica con otros seres vivos. En esta coyuntura buscamos referencias de sostenibilidad. Los pueblos indígenas ofrecen ejemplos de otras formas de convivencia, avaladas por la preservación de los entornos naturales en los que habitan libremente. Muchos menos ejemplos de los que tendríamos si no hubiéramos acabado con casi todos ellos, junto con la vida que los rodeaba en forma de animales, ríos y bosques.
(...) El mayor acierto del libro es, a mi juicio, el gesto de alzar la vista y reconocer, en la Naturaleza de la que formamos parte, señales que llaman a un cambio de paradigma que logre su preservación a través de una profunda transformación social. Es un libro sobre darse cuenta.
En Pequeñas heridas mortales, Belén Gopegui utiliza la expresión “darse cuenta” como un paso más allá del saber. Vendría a ser un saber movilizador, dinámico, que nos permite cambiar de dirección. Se distingue de lo que “ignoramos que sabemos”, lo que en el fondo conocemos pero preferimos obviar mirando hacia otro lado. Se opondría también al saber frío y desmovilizador que anega, más que ilumina, a quien ha perdido la confianza en que las cosas pueden cambiar. Lo que sabemos demasiado bien.
Gopegui dice que saber solo no sirve. “Cuando además de saber, se dan cuenta, entonces ya pueden rectificar. La cuestión es que, a menudo, la rectificación está fuera, está ahí donde el rótulo ilumina una puerta posible. No siempre, pero casi siempre, sucede que no rectificas porque te hayas dado cuenta, sino que te das cuenta cuando puedes rectificar”.
Si las señales de la Naturaleza que identifica Hamant, como otros tantos “rótulos”, muestran direcciones en sintonía con la Naturaleza, sus propuestas, mal que bien, tratan de generar esas posibilidades de rectificar, abren otras tantas “puertas” comunitarias para cambiar de rumbo.
Darse cuenta sería tomar la medida de un conocimiento en nuestras coordenadas vitales. Es un saber que pasamos del Tratado de los conocimientos abstractos, universales, al Manual del día a día, en el que solo inscribimos el saber situado, aplicado, que cuestiona nuestro contexto y afecta a nuestra vida. Sería hacer cuenta de los daños e ilusiones, de la compañía y el desprecio, del peligro. Y sobre ese saldo de confianza dar un paso más o menos grande.
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