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marzo 11, 2010

¡Pobres Carteros! (I)... (+ Miguel Baquero)

(Publicado el 11 de enero de 2010 por Miguel Baquero en su blog A esto llevan los excesos. PAQUITA) miguel-baquero.blogspot.com/

En estos días de frío polar y ventiscas de nieve, cada mañana, cuando me levantó y me asomó a ver qué día hace, y me abro un hueco en el vaho y al otro lado veo los carámbanos de hielo y el parque todo blanco, no puedo evitar lanzar, invariablemente, la misma expresión: “¡Pobres carteros!”.

Creo que ya lo he contado alguna vez aquí: yo fui cartero durante casi diez años. En lo más esplendoroso de mi juventud, con 25 años, y después de un periodo de suplencias por diferentes barrios (ver Remembering Pitis), acabaron asignándome definitivamente al Barrio del Pilar. Mi ruta comenzaba allá por Ponferrada (la calle, entiéndase) y después de bordear toda la Vaguada repartiendo cartas y paquetes, terminaba entregando la correspondencia dirigida a la comisaría del barrio. En aquellos años comenzaba yo a escribir, y a un tipo que se interesó por publicarme algo le sugerí este eslogan publicitario: “Miguel Baquero: el único escritor que acaba todos los días en comisaría”. “Bueno, todos los días laborables”, habría que puntualizar.

—¿Qué me dice? ¿Verdad que es impactante? ¿A que suena a tipo duro y curtido?

Pero el hombre no captó la gracia de aquello y al final dejó correr el asunto. Realmente, no acabo de entender por qué se echó para atrás.

De vez en cuando, mientras recorría las calles, me acordaba de las palabras de mi padre cuando yo era chaval. “Hijo mío —me solía decir—, como no estudies acabarás tirando de un carro”. Y mira que yo había estudiado y mira que me costó aprenderme todas las capitales del mundo y mira que podía recitar de carrerilla los emperadores romanos (Octavio, Tiberio, Calígula...); sin embargo, al final de todo, allí estaba arrastrando el carro amarillo. ¿Era o no era para compungirse?

Yo simulaba estar compungido, en efecto, pero en realidad… ¿cómo describiría esos días —sobre todo los primeros de la primavera—? Esos días en que todo está lleno de colores y uno va zigzagueando entre el tráfico, entre los repartidores de mercancías, entre las amas de casa… Esos días del bullicio a la puerta de los mercados, en el recreo de los colegios, en los talleres mecánicos… Esos días en que la música que suena en los bares se escurre hasta la calle y uno saluda a los porteros, a los vecinos de su zona con los que se encuentra por la calle, alguien le invita a tomar un café o a fumar un cigarrillo. Le cuentan chismes, se entera de anécdotas, suceden imprevistos…

Cuando acababa de repartir en aquellos días, atajaba hacia el distrito por un pequeño parque en el que, si uno aspiraba fuerte, podía oler una fragancia esplendorosa. Otras veces, por encargo de los compañeros, me desviaba hasta el polideportivo cercano a reservar una pista de fútbol sala para echar un partido por la tarde.

Aquellos días de marzo, abril, mayo, junio, julio… Agosto no, porque me iba de vacaciones.

Lo malo era el invierno, los días como estos de lluvia y nieve. Nunca olvidaré aquella mañana en que recogía el correo del buzón verde mientras caían copos de nieve gruesos como puños y azotaba la calle un viento gélido. Muerto de frío y empapado hasta los huesos, sentí de repente unas ganas tremendas de echarme a llorar. Tan tremendas como que, de hecho, rompí a llorar de forma incontenible, como un niño que ha perdido de vista a su madre. Ya sé que llorar no es cosa de hombres, tampoco de carteros, y mucho menos de carteros del Barrio del Pilar, una de las zonas postales más duras de repartir del mundo. Primero estaba, por entonces, la famosa Avenida de los Francotiradores de Sarajevo, y luego el Barrio del Pilar de Madrid. Pues bien, yo pese a todo lloraba; y lloraba tanto, allí en medio de la calle, que una vecina que me vio, compadecida, me invitó a un café para que volviese en mí.

—Gracias… snif…. señora… —balbucí— …muchas gracias. Ah, por cierto, le traigo un certificado.


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