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febrero 22, 2014

MADRID, SÁBADO NOCHE: Un TESTIMONIO desde ULTRATUMBA (Relato y vídeo)

Pancho Fonseca / Canarias Semanal 10 de febrero de 2014

De repente se produjo una especie de flash back. Como si de una pesadilla se tratara me arrastraron hacia una suerte de profundo túnel del tiempo. Allí, en las mismas calles donde hace 40 años se reprimían con toda dureza las manifestaciones de descontento en contra de la dictadura de Franco, aparecieron de nuevo las siluetas siniestras de la brigada político social. No iban ya elegantemente trajeados como antaño. Ahora llevaban barbas contestatarias, pantalones vaqueros y largas bufandas. Como si hubieran sido arrancados de los mismos infiernos, hicieron  acto de presencia en aquel callejón semioscuro  las sombras de "Billy, el niño", del "capitán Muñecas" y de una ristra más de personajes que mi abuelo, en sus cuentos cebolletas, me había descrito una y otra vez. 

      Todos ellos tomaron forma corpórea  como si de una noche de de los muertos vivientes se tratara. Sin embargo, ahora las cosas no eran iguales. A diferencia de entonces, aquellos  agentes de paisano  se encontraban en el lugar defendiendo el fortín de la "democracia" del asalto de los 6 millones de parados, de centenares de miles de desahuciados, de los malolientes perroflautas, de una legión de vagos veinteañeros que nunca habían dado un palo al agua , de gentes de mal vivir, de los radicales de la extrema izquierda y antisistemas que se empeñaban en no respetar el orden establecido.

      Cuando hablábamos entre los colegas sobre la pasada dictadura, siempre acabábamos celebrando lo afortunados que habíamos sido al no tener que sufrir en nuestras carnes aquella pesadilla que debió haber sido el franquismo. El abuelo, en sus largos relatos, me había descrito  hasta el detalle qué era lo que ocurría en las manifestaciones de entonces, cómo le machacaban a uno hasta los sesos si tenías la mala suerte de ser atrapado por un gris. O las sofisticadas torturas que te infligían aquellos cuervos de la Brigada Político Social si lograban echarte mano. Aunque los cuentos del abuelo siempre me estremecieron, nunca logré sentir que aquello pudiera haber sucedido de verdad. Eran minuciosas narraciones que ayudaban a que el miedo se te metiera en los tuétanos pero que  en el fondo, las acogías con cierta incredulidad.

     Como hago otros fines de semana, la noche del pasado sábado había salido a tomarme unas birras con los colegas. Mientras parloteábamos acerca de no recuerdo qué temas, llamaron nuestra atención los gritos de un tumulto provenientes de la calle. Salimos del local para comprobar  qué era lo que estaba pasando. Al fondo del callejón pude ver como unos veinte o treinta antidisturbios, pertrechados  como robots, corrían tras un grupo de manifestantes. Una chica, en su desesperada huida hacia ninguna parte, dio un traspiés y cayó justo en el lugar donde yo me encontraba. Había dado con su rostro en el borde de la acera y tenia la frente  rota por una herida. Desconcertado me incliné y traté de ayudarla a que se levantase. Pero, de pronto, todo me empezó a dar vueltas.  No alucinaba en colores. Mi percepción de las cosas se hizo borrosa.  Solo  veía los flashes centelleantes de estrellas y más estrellas. Y en mi boca podía sentir el intenso sabor salado de mi propia sangre. Tenia la sensacion de haberme quedado constreñido entre unas poderosas parihuelas cuya naturaleza todavia no habia conseguido descubrir.

      El tipo que me tenía agarrotado el cuello y me impedía respirar era tan joven como yo. Podía haber sido un compañero de mi misma clase. Posiblemente hasta tuviera mi edad y, a lo mejor, hasta mis mismas aficiones . Por eso ignoro por qué razón sus palabras destilaban tanto odio contra mí. "Como sigas resistiéndote, cabrón, - me aullaba con rabia al oído -  te estallo la cabeza contra el suelo". En realidad,  no me estaba resistiendo. Dos tíos fuertes como robles, que no supe siquiera de dónde habían salido, me arrastraron hasta una esquina y allí me tiraron al suelo y empezaron a sacudirme. La única resistencia que opuse fue la del peso de mi propio cuerpo.  Pero el que me tenía agarrado por el cuello y otro que compartía tareas con él,  me daban con furia puñetazos cortos en el hígado con tanta fruición  que parecía que con ello les fuera su propia vida. La escena la recuerdo de una duración infinita. Pero cuando ahora calculo el tiempo que debió de haber durado, no creo que transcurrieran  más de unos pocos minutos.

       Cuando la imposibilidad de respirar empezó a provocarme arcadas de angustia, creí sentir que un grupo de manifestantes nos rodeaban  gritando. "¡Suéltenlo, hijos de puta!", "¡Suéltenlo, hijos de puta!". Aquellos gritos perentorios, incisivos, contundentes, me retumbaban en los oídos como si estuvieran siendo emitidos por una enorme coral de ecos que se repetían sonoramente una y otra vez . No supe en esos instantes si debía alegrarme por la presencia  del anónimo grupo solidario o desear que  se retiraran para que mis agresores me permitieran dar un respiro. La sensacion de ahogo desesperado hizo que se desparramaran sobre mi memoria los recuerdos más insignificantes. Pero en casi todos ellos aparecia el contorno de la figura firme de mi abuelo Juan.

       Los dos hombres que parecían roperos, asustados sin duda por la fuerza  del número de personas que nos rodeaban, empezaron a aflojar.  Súbitamente, me sentí libre. Con ambos hombros descoyuntados y con el cuerpo quebrado por el dolor, eché a correr y a correr, decidido a no parar sucediera lo que sucediera. No se hasta qué lugar  pude llegar, pero cuando me di cuenta  estaba sentado al pie de una escalera, atrapado por un llanto histérico que no lograba interrumpir.

       Cuando, por fin, logré calmarme desfilaron por mi memoria en una secuencia vertiginosa, los relatos de mi abuelo. "Los que solo iban de curiosos a  ver las manifestaciones eran siempre los que se llevaban los palos"- me había advertido  frecuentemente el viejo metalúrgico, curtido en mil batallas. "A las manifestaciones hay que ir a correrlas, no a mirarlas".

       A partir de hoy, seguiré los consejos de mi desaparecido abuelo. Ya nunca permaneceré en ellas como espectador. Después de esta didáctica lección acudiré preparado para resistir, y a correrlas, si se tercia.


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