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mayo 09, 2014

Madrid, ciudad Neoliberal I (así se hizo). Texto: David Losa

La capital abandera un modelo de gestión pública segregador, en el que una masa de ciudadanos sostiene con su trabajo e impuestos el ‘bienestar’ de una minoría privilegiada. Dos décadas de agresivas políticas conservadoras han diseñado un modelo de ciudad sin alma, en el que los grandes capitales se han comido el espacio de las personas. Números Rojos cuenta en tres entregas cómo se fraguó, cómo ha naufragrado y cómo resiste el gran laboratorio de políticas neoliberales en que se ha convertido la histórica villa.
Madrid, ciudad Neoliberal (así se hizo)
Siempre ha habido zonas pobres y ricas, pero la segmentación social de la geografía urbana madrileña se empezó a programar en el llamado “Plan Castro”, aprobado en 1860 y que supuso el punto y final a la ‘faja’ cortesana que imponía la Cerca de Felipe IV –un sistema anacrónico que aún ‘amurallaba’ la urbe en aspectos fiscales–. Esa medida triplicó el área urbanizable, e inició el desequilibrio social que conformaría la ciudad “moderna”. Baste advertir que ya en aquel primer gran ensanchamiento, firmado por el arquitecto Carlos María de Castro, una de las pretensiones era separar el territorio en función de los usos del suelo y de las clases sociales. Además, se decidió que el sistema de desarrollo de las infraestructuras en los nuevos barrios fuese autárquico, de forma que el alumbrado, el mobiliario urbano, etc. se financiaban exclusivamente con las tasas que se cargaban a las promotoras de las nuevas edificaciones. El hecho de que el criterio que fijaba la cantidad del pago fuera la calidad de las promociones y no el número de personas que iban a acoger terminó por desnivelar las condiciones de vida entre barrios (los que acogían mejores pisos fueron dotados de mejores infraestructuras). Así, el Paseo de la Castellana o el barrio de Salamanca se hicieron ricos para siempre, mientras que los barrios del sur y la nueva periferia del este fueron abocados a la humildad. Siglo y medio después, el Madrid actual es heredero de esa visión elitista del territorio.
Si durante los años 60 y 70 del siglo XX el desarrollo urbano de Madrid, sobre todo en las periferias, fue tan importante como, de nuevo, segregador, la llegada de los avances impulsados por el estado del bienestar en los años 80 y principios de los 90 equilibraron en cierta medida las fuerzas y permitieron vislumbrar un futuro más justo. Pero la crisis económica de los 90 y las reformas liberalizadoras impuestas por el gobierno popular de José María Aznar, como la Ley del suelo, gran impulsor de la burbuja inmobiliaria, o las Reformas Laborales de 1997 o 2001, generadoras de empleo precario, más la llegada masiva de inmigrantes, provocaron un escenario nuevo que terminó por fragmentar aún más la sociedad metropolitana.
La gran fiesta especulativa en Madrid llegó de la mano del Plan General de 1997, cuya filosofía era, según recoge textualmente un informe del Barómetro de Economía del Ayuntamiento de Madrid “plantear la máxima clasificación posible de suelo urbanizable, con independencia de su desarrollo temporal, para que esta abundancia o sobreoferta de suelo se tradujera en el deseado descenso de los precios del producto final: la vivienda”. El Plan dio vía libre “a la urbanización de todo el suelo vacante del municipio (con excepción del Monte del Pardo)”, rezaba el informe. En una fiebre constructora sin precedentes, se otorgaron, hasta 2007, licencias para construir casi 200.000 viviendas, unas 80.000 más de las previstas en ese periodo. Los distritos que absorbieron un mayor número de licencias fueron los propuestos por el PG de 1997: Villa de Vallecas, Hortaleza, Carabanchel, Vicálvaro, Sanchinarro… Y el gran modelo de edificación, los PAU (Programa de Actuación Urbanística). En palabras de la arquitecta Eva García, miembro del grupo de investigación Contested Cities: “se fomentaron enormes crecimientos en el extrarradio, ensanches en los que el sujeto ni siquiera es habitante, con grandes avenidas donde el desplazamiento es solo motorizado, sin tiendas de barrio, impersonales, con la única opción de comprar en grandes superficies multinacionales o en El Corte Inglés, y sin un tejido social que busque una vida en común entre sus habitantes. El espacio público se vaciaba de contenido”.
La fiebre por el ladrillo y la coyuntura económica provocaron movimientos de tierra sociales entre 2000 y 2007. Más de medio millón de inmigrantes arribaron en poco más de cinco años (2000-2005), y muchos de ellos, con salarios bajos o precarios, se asentaron en la periferia y en el sur y el este de Madrid. A su vez, numerosos habitantes de esos mismos barrios, sobre todo población joven con ciertas posibilidades en aquel momento, se trasladaron a los nuevos ensanches. Mientras, el transporte público (especialmente el metro) se desarrolló rápidamente hacia las nuevas zonas. Todo se realizó mediante un patrón de acuerdos público-privados entre el Ayuntamiento (o la Comunidad de Madrid) y las grandes promotoras (Sacyr, FCC…), con los bancos y cajas de ahorros como garantes. “Hemos superado los 200 kilómetros de metro en 16 años”, presumía como presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, en marzo de 2011, durante la inauguración del metro de Mirasierra. Desde entonces, el metro se ha encarecido un 21% para los usuarios, la plantilla se ha reducido en casi 600 trabajadores y, a finales de 2012, la empresa acumulaba una deuda de 80 millones de euros. Ese irresponsable crecimiento es el mismo que permitió soterrar la M-30 y construir el macroespacio de ocio Madrid Río (410 millones de euros; 10 millones de mantenimiento anual) o embarcarse en la fallida aventura olímpica (con unos 6.536 millones de euros de coste total, según Madridiario), el penúltimo alarido desesperado para justificar macroinversiones innecesarias. El último, Eurovegas, se estrelló a finales de 2013 por la falta de implicación de la banca española a las exigencias de financiación del magnate Sheldon Adelson.
“El gasto público ha estado subordinado en todos estos años a las subcontrataciones a grandes agentes. Hoy, las cinco o seis grandes constructoras gestionan servicios públicos como los residuos urbanos, las depuradoras, el cuidado de ancianos, los hospitales, las autopistas de peaje… Pero no se ha dedicado un solo euro a corregir las desigualdades sociales”, lamenta Emmanuel Rodríguez, doctor en Historia, sociólogo y miembro del Observatorio Metropolitano, colectivo que investiga las transformaciones de las ciudades a través del emblemático caso de Madrid.
El urbanismo neoliberal no solo afectó a los nuevos barrios, también al centro de la ciudad. “Es la reconversión de un tejido que ya está hecho. Se apuesta por un espacio volcado al turismo, a la generación de una marca donde las actividades comerciales tienen más que decir que los ciudadanos, pero no en el sentido de pequeñas economías productivas, sino de grandes superficies, franquicias o centros comerciales a cielo abierto como la calle Fuencarral”, explica Eva García.
Así, en zonas deterioradas como Malasaña o Lavapiés, se han llevado a cabo actuaciones especulativas para cambiar su fisonomía y su composición social, una estrategia política denominada gentrificación. Así describe el colectivo Lavapiés ingentrificable los cambios sufridos en los últimos años en Malasaña: “ahora es una zona poblada por gente con estilo y pantalones pitillo, rebosantes de interesantísima vida social y cultural, con tiendas monas, calles seguras, bares de diseño y muchos gin tonics. Eso sí, sin espacios de encuentro, centros de salud o tejido vecinal”. El objetivo es “un desplazamiento de los antiguos vecinos por otros nuevos de rentas más altas (…) ancianos, inmigrantes o trabajadores se ven expulsados por jóvenes de clase media, artistas o profesionales liberales (…) Promotores, constructores, entidades financieras, propietarios o el Ayuntamiento generan una ganancia especulativa obtenida a través del cambio sufrido en el valor de suelo…”.
Continuará…
Próxima entrega: Madrid, ciudad insostenible (así fracasa)

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