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julio 12, 2017

EL MILAGRO TRAICIONADO, de Emma Goldman

Agustín Villalba Quejigo  Texto del libro 'Emma Goldman, anarquista de ambos mundos'. José Peirats.
Emma Goldman falleció el 14 de mayo de 1940.

EL MILAGRO TRAICIONADO.
Cantando alegremente, una tropa de niños abría el paso. Otro grupo daba escolta a un operador de cine. Fue una empresa que, aunque exhaustiva, por nada del mundo se hubiera perdido. En la misma cima los excursionistas fueron saludados por un cartelón con estas palabras escritas en catalán: «Mon nou» (mundo nuevo). El contexto no podía ser más expresivo: «Los niños son un nuevo mundo. Todos los soñadores son niños. Lo son aquellos a quienes mueve la delicadeza y la bondad; aquellos en cuyo pecho palpita el amor por la libertad y la cultura; los que gozan con la felicidad del próximo; los que sienten latir sus corazones; quienes se sienten capaces para mitigar el sufrimiento; los que asisten a los desvalidos (...). Esos son también niños. No lo son quienes han perdido la fe en la bondad del hombre y no ven en cada criatura un hermano; aquellos a quienes aqueja la suficiencia y la arrogancia. Si la ingratitud forma parte de tu corazón, no entres. No eres niño».
Aquel era realmente un mundo nuevo, aunque de vida primitiva y algo dura. Un nuevo mundo emergiendo de las ruinas de la guerra. Una mujer asistía a aquel parto: la profesora Roca, compañera de Puig Elias, subsecretario del ministro de Instrucción Pública. No sólo era maestra, sino madre y amiga. Bajo sus alas se cobijaban como polluelos unos 30 niños. En términos de antaño, aquella masía le pertenecía en propiedad. La había heredado de sus padres, de origen campesino, y ahora la había convertido en santuario de la infancia. Aunque el Gobierno contribuía con algunas raciones, aquélla era empresa propia. La ayudaba su hijo Floreal, de 12 años. Otros niños, de ambos sexos, se ofrecían para las tareas domésticas. Un campesino y su burro acarreaban los abastecimientos desde el fondo del valle. El aire y el sol, mejor que la buena alimentación, se veían resplandecer en cada rostro. Algunos de aquellos tiernos seres habían llegado en un estado lamentable. Aunque las necesidades estaban lejos de hallarse cubiertas, especialmente en dulces, calorías y ropa de invierno, el olvido de los bombardeos les había recuperado pronto. Emma se deleitaba contemplando aquella maqueta de mundo nuevo, el hervir de carne sonrosada en la piscina y el chispear después de los cuerpecitos mojados bajo el sol. Hubo inclusive una fiesta en honor de la visita. Se puntearon sardanas y otras danzas clásicas de la región. Se entonaron canciones, y algunos actores en agraz hicieron sus habilidades en las tablas, recitando versos e interpretando algunas secuencias de teatro. Emma premió a todos con algunas chucherías antes de iniciar el descenso, que fue siempre entre canciones de los niños, que se empeñaron en darle escolta de honor en lo más abrupto del camino.
«El tránsito del Mon Nou al viejo y trágico mundo fue gran choque para mí.» Barcelona acababa de ser bombardeada con el consiguiente saldo de muertos, heridos y destrucciones. «Creo que no hubiese permanecido un momento más sin el estimulante estoicismo del pueblo español». Cuando las sirenas, al volver a sonar, daban la señal del cese de peligro, la actividad, incluso la risa, se contagiaba fácilmente. Tanto era el contagio que ella misma olvidábase de su propia seguridad. Las escenas escalofriantes dentro de los refugios antiaéreos, en los que mayormente mezclábanse mujeres, ancianos y niños, eran demasiado fuertes para ella. «Además –subrayaba en su memoria–soy fatalista y no creo que se pueda escapar a lo inexorable» (218). La verdad, confiesa, es que también temía quedar sola en su habitación de hotel mientras desgarraban las sirenas los ámbitos con sus lúgubres estridencias. «El porqué de este terror no lo sé yo misma; pero las sirenas me hacían saltar los nervios, tanto como el ruido de pasos descendiendo en tropel las escaleras». Pasado el peligro, todos sus pensamientos eran por las víctimas sacrificadas en holocausto del fascismo. Los compañeros «se interesaban más por mi seguridad de lo que hacía yo misma». Algunos se indignaban de que hubiese sido alojada en una de las esquinas de la Plaza de Cataluña, en el centro de la ciudad, punto de referencia del tiro enemigo. «Yo replicaba (...) que me sentía más segura en mi hotel que en medio de los secuaces de Estalin». Los corresponsales de prensa extranjera, entre los cuales espumajeaban los agentes del comunismo internacional, habían sido alojados en elegantes barrios residenciales.
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OTRO ASUNTO. Hoy en Perroflautas del Mundo: Jacques Rancière: "La denuncia del populismo quiere consagrar la idea de que no hay alternativa"


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