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noviembre 09, 2017

La historia es un cuento de horror, de Daniel Molina

La foto es de 1904. En ella se ve a un hombre pobre (sabemos que se llamaba Nsala) sentado en la puerta de su precaria vivienda. Ese hombre está mirando algo que al principio no sabemos qué es (en la imagen, además, hay otros dos hombres que lo miran a él). Al fijar nuestra mirada en esos pequeños objetos que Nsala está observando descubrimos que son un pie y una mano. Pertenecían a Balii, la pequeña hija de Nsala (tenía apenas cinco años cuando fue martirizada). Luego de la amputación ella fue asesinada junto a su madre. Shakespeare, que no vio jamás escenas como la que registra esta foto, escribió que “la vida es cuento narrado por un idiota, lleno de ruido y de furia, y no tiene ningún sentido”.
Sin embargo esta foto, en la que Nsala mira alelado lo único que quedó de su pequeña hija, sí tiene un sentido. Es un recordatorio de cuán brutal fue el proceso de acumulación de capital para financiar el desarrollo de la Europa moderna: el hombre fue “castigado” por no haber cumplido con la cuota de caucho que se esperaba que entregara luego de una jornada agotadora que, fácilmente, se extendía por 18 horas. El horror padecido por Nsala y sus seres queridos no fue una excepción: Alice Seeley Harris, la mujer que tomó esa imagen, registró cientos de casos similares. Alice Seeley Harris era una misionera británica que había llegado al Congo belga a fines del siglo XIX para realizar ayuda humanitaria, centrada especialmente en los niños.
Cuando llegó al Congo, Seeley Harris decidió documentar lo que vio porque al principio no podía creer lo que veían sus ojos: cientos, miles de personas mutiladas. A toda hora se producían asesinatos, que eran llevados a cabo con total impunidad por los guardias de la empresa del emperador Leopold de Bélgica (primo de la reina Victoria). Aun hoy no se sabe cuántas personas fueron masacradas en el Congo mientras tuvo el estatuto de Congo Libre (es decir, que no era una colonia de algún país, sino una empresa privada cuya única propiedad correspondía al emperador; eso sucedió entre 1885 y 1908). La cifra más conservadora habla de cinco millones de muertos, pero las más recientes estimaciones dicen que fueron al menos diez millones.
Seeley Harris volvió a Europa y viajó por los Estados Unidos dando charlas sobre las atrocidades que presenció en África. Solía mostrar sus fotos convertidas en transparencias y las proyectaba contra una pantalla para llegar a un público más amplio. Hoy se la considera una de las fundadoras de la lucha por los derechos humanos. Vivió 100 años exactos. Murió en 1970, poco después de cumplir un siglo, y su voz fue registrada en una entrevista de la BBC.
El trabajo de Seeley Harris fue inaugural, pero las brutalidades que denunció no eran una excepción. Así se trataba a todos los trabajadores esclavos y semiesclavos en todas partes.

Y no sólo sucedía en los lugares más aislados de África, en la próspera Australia de comienzos del siglo XX los aborígenes no tenían estatuto humano: figuraban en el Acta de Flora y Fauna, junto a los demás animales no humanos. Recién en los 60, luego de una larga lucha por los derechos civiles, el gobierno de Australia reconoció a los aborígenes como personas de pleno derecho, aunque en la práctica llevó décadas hasta que eso se hizo efectivo.
Todos estos casos no sucedieron mientras Keops construía su pirámide en el Egipto de hace milenios: se refieren a pleno siglo XX. Hoy la mayoría de nosotros se horroriza ante casos como el padecido por Nsala y su pequeña Balii. Nos parece increíble que sólo una persona (Alice Seeley Harris) se conmoviera ante lo que allí sucedía. No podemos creer que todos los europeos que estaban en las colonias considerasen completamente normal mutilar gente o, directamente, matarla. Pero lo consideraban absolutamente normal. Y eso era posible porque para los europeos en las colonias los no europeos no eran humanos o, por lo menos, no eran “tan” humanos como ellos.
Muy poca gente conoce estas historias que muestran con qué crueldad se fundó el mundo moderno. Y cuando se las conoce lo primero que se piensa es una forma de autoexculparse: “Ahora ya no somos así; ese horror es de otra época”. Es cierto. Hemos avanzado mucho en el respeto, aunque sea jurídico, del otro. Es fácil ver que si hoy hay abusos no son de la magnitud de los que sufrían millones en la época del Congo Libre. Creemos que hemos aprendido la lección. Pero, ¿la hemos aprendido?
¿A cuántos de los que se horrorizan al ver la foto de Nsala les molestó realmente en estas últimas semanas la forma discriminatoria en que muchos medios nacionales trataron a las comunidades originarias a partir del caso, aún irresuelto, de la desaparición de Santiago Maldonado?
Mientras no se reconozca que cualquier otro humano es igual a nosotros, siempre estará el peligro de que se considere “normal” su exterminio.

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