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junio 15, 2019

Los atascos han llegado a la cima del mundo

Filas interminables de escaladores que quieren coronar El Everest, la montaña más alta del planeta Tierra, situada en la cordillera del Himalaya, entre la República Popular China y Nepal. Son 8.848 metros de altitud. Una proeza para deportistas muy entrenados que ahora se ha masificado. Allí vemos cordadas de hasta 200 personas queriendo cumplir ese sueño. Es tal la aglomeración, que 11 personas han muerto en el intento, según los últimos balances que se actualizan cada poco. Está siendo uno de los nuevos símbolos de la sociedad en la que vivimos.
Los expertos relatan que llegar a lo más alto del Everest exige una adaptación paulatina a los límites de oxígeno en altura. Lleva como mínimo dos o tres meses ir aclimatándose en diversos campamentos. El Everest a su alcance, masticado. La comercialización del fenómeno ha propiciado atajos. De un lado tenemos el deseo de una serie de humanos de conseguir metas poco accesibles, la simplificación de los procedimientos, no informarse bien de en quién se confía, no prever las consecuencias y, del otro lado, hacer negocio con un buen trabajo… o con un mal trabajo.
La foto la tomó, alarmado, el alpinista nepalí Nirmal Purja. Se vio literalmente atropellado por la marabunta tal como relató a El País. Han llegado a poner bombonas de oxígeno a los clientes, en lugar de aguardar su acomodación progresiva a las circunstancias ambientales. Las marchas de varias cordadas juntas, al ritmo del más lento, terminan en ocasiones agotando el aire embotellado. Añadan atasco puro y duro que obliga a esperar hasta dos horas para llegar a la cumbre.  La mayor parte de las víctimas han sido por insuficiencia respiratoria. Se relatan espectáculos puramente dantescos.
(...)  Somos víctimas de este siglo peculiar en el que la población mundial ha alcanzado los 7.700 millones de personas. Asia cuenta con 4.600 millones en un crecimiento espectacular. Europa con 800 y un ritmo mucho más lento (...)
(...)  De ahí, llegar al Everest. De ahí, organizar atascos mortales. De ahí, tener que cerrar el Museo del Louvre en París por las protestas del servicio de seguridad que se siente incapaz de contener las avalanchas de visitantes, como acaba de ocurrir esta semana. O el haber convertido en una fila tras otra la contemplación de muchos monumentos de enorme valor estético. La Alhambra de Granada se ve así, en fila, en masa. Aquella en la que, hasta hace no muchos años, nos paseábamos para sentarnos un rato en el alfeizar de alguna ventana contemplando el exterior, como lo hicieran sus primitivos inquilinos.
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