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diciembre 10, 2021

La gran oreja del mundo (Svetlana Alexiévich)

 

CONVERSACIONSOBREHISTORIA.INFO   
Miguel Casado
Las mujeres en la IIª Guerra Mundial

Durante la Segunda Guerra Mundial formaron parte del ejército inglés 225.000 mujeres, del ejército de los Estados Unidos entre 400 y 500.000, hubo también 500.000 en el ejército alemán, y en el soviético un millón. De esta realidad y del silencio en torno a ella surgió La guerra no tiene rostro de mujer, de Svetlana Alexiévich, quien aclara que ocupaban una amplia gama de cometidos militares: «instructora sanitaria, francotiradora, tiradora de ametralladora, comandante de cañón antiaéreo, zapadora, piloto de avión…» Ese fue su primer libro y atribuye su origen a una contradicción vivida: esta guerra –que en el territorio soviético todos llamaron Gran Guerra Patria, por su resistencia contra la invasión alemana– ha sido relatada siempre por una “voz masculina”, mientras que para los niños de la posguerra ocurría lo contrario: «La aldea de mi infancia era femenina. De mujeres. No recuerdo voces masculinas. Lo tengo muy presente. La guerra la relataban las mujeres». Buscando así esta voz silenciada, nos la entrega en el que quizá sea su libro más cargado de emoción y vitalidad. Y, a la vez, da con un nuevo género literario lleno de fuerza y posibilidades: el relato documental coral, mosaico de múltiples teselas, la voz real y colectiva que se descubre capaz de contar la vida desde la vida.

A ese planteamiento responden sus sucesivos libros, en los que sencillamente va entrevistando a testigos del acontecimiento que cada vez se investiga; y luego dispone, selecciona, reorganiza sus palabras; apenas se dice nada que se pueda atribuir a la autora. Y la médula de este género se hace de una relación entre el hablar y el callar, que tan central parece también en la realidad evocada, la de la contienda misma. Como se lee en Últimos testigos (memoria de quienes eran niños durante la Gran Guerra Patria): «El primer día ya teníamos la guerra encima. No hubo tiempo para recapacitar. Los mayores apenas hablaban: caminaban en silencio. Eso daba miedo. La gente caminaba, mucha gente, y nadie hablaba». El enmudecimiento, ahí, como atmósfera de la evacuación. O la potente carga de sentido que el silencio va adquiriendo en La guerra no tiene rostro de mujer: «Los heridos estaban tirados en el suelo, en las camillas. Lo único que preguntamos al llegar era a qué heridos debíamos atender primero, se nos dijo: ‘A los que estén callados’». En los hospitales de campaña, las salas de los heridos más graves se reconocían, en efecto, por la densidad de su silencio. Y hasta una gata, hasta las gallinas –se anota– aprendieron a callar. Un silencio lleno de sentidos nutre esta escritura, que es ciertamente una escritura que no habla, que escucha (...)

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