28/9/2024
Estimada gente gracias a la que podemos hacer esto:
Les voy a contar una película. No logro recordar el título, ya no digamos el director, ni tampoco la fecha aproximada, ni de cuándo se hizo ni de cuándo la vi. Se trataba de un ciudadano random (pasaba en los USA) que tenía un extraño poder. Lo que allí llaman un don y en realidad es una condena: cada vez que tenía un contacto físico con alguien, por breve que fuese, tenía un atisbo de su futuro (del del contacto, no del suyo propio). Un gran poder conlleva, ya saben, y en el planteamiento del filme, el protagonista (¿Jeff Goldblum?) se pasaba la vida avisando a la gente de que la iban a atropellar, etc. Y evitando las aglomeraciones, supongo (no era New York, no había metro). Llamémosle Goldblum era un entusiasta seguidor de un candidato presidencial joven y renovador (¿Martin Sheen?), el Kennedy de turno por el que el resto del mundo suspiraba en las últimas décadas del pasado siglo. Hasta que conseguía darle la mano en un acto electoral, y venía en el futuro a la teórica reencarnación de Kennedy, todo loco, apretando el botón rojo de la guerra nuclear.
Después de ese sorprendente giro de guion, el pobre Llamémosle Goldblum intentaba por todos los medios legales en una democracia occidental llamar la atención sobre la realidad oculta del prometedor candidato. Sin éxito. El desenlace es –disculpen el spoiler: si ya la han visto lo recordarán, si no, no creo que la encuentren– que el desesperado ciudadano se hace con un rifle –hasta ahí se mantiene dentro de la legalidad USA– y se va a un mitin. Cuando saca el arma y apunta al candidato, es abatido, pero la imagen de Llamémosle Sheen, con cara de pánico, utilizando como escudo al bebé que estaba besando inunda los medios de comunicación y su carrera se estrella. The End. El bien ha triunfado.
El argumento no sería creíble en el mundo actual. Podemos suspender la credibilidad al pagar la entrada o la cuota de la plataforma y aceptar que del roce, además del cariño, puede surgir la premonición, pero hoy en día nadie imagina que una carrera política se trunque por una niñería (nunca mejor dicho) como usar un bebé como escudo humano. Como dijo el actual candidato –real– a la presidencia, Donald Trump: «Podría disparar a alguien en la Quinta Avenida y no perdería votos» (si exceptuamos los de los tiroteados, es de suponer). En el país en el que presidentes que habían provocado guerras cayeron por mentir, quien ocupó la Casa Blanca entre 2017 y 2021 dijo 30.573 mentiras, que viene siendo una media de 21 diarias, y casi una por hora, según calculó al final de su mandato el Washington Post. Eso no le impidió presentarse de nuevo y hacerlo con grandes opciones de ganar. Haitianos comegatos aparte, la última novedad de la presente campaña es que Taylor Swift tuvo que decir explícitamente que apoyaba a Kamala Harris porque Trump se hartó de compartir en internet memes falsos generados por IA que sugerían que la cantante lo respaldaba a él.
Eso pasa en los USA, en cuyo ecosistema de comunicación mainstream coexisten cadenas de televisión anarosaquintanistas con la CNN, o en donde los periódicos de orden se pueden tragar fakes gubernamentales como que en Irak había armas de destrucción masiva, pero después reconocen sus errores, o llevan la cuenta de las mentiras presidenciales. En realidad, aunque no le faltaron muletas mediáticas, Trump construyó su imperio de bulos, falsedades y cuentos chinos desde abajo, con un discurso contra «el poder de la prensa», y tejió su «relato» mediante una sinergia de redes sociales hábilmente manejadas, sobradamente financiadas y apoyadas por asociaciones de chalados e illuminati con tanta necesidad de una figura paterna y de autoridad como los personajes infantiles de Dickens.
Aquí se está fraguando la tormenta perfecta. Una sociedad con hábitos democráticos por asentar, que asume que un candidato (siempre que no seas un moralista de izquierdas) haga lo que sea para llegar al poder y para mantenerse en él. Una élite social y económica que históricamente ha defendido sus privilegios recurriendo a los métodos más extremos y que sólo es capaz de sobrevivir si impone sus reglas de juego (y en ellas ni siquiera está la libre competencia). Y –a lo que vamos– un universo comunicacional con tanta biodiversidad como un eucaliptal, hasta el punto de que son algunos medios de derechas los que tienen que aparentar que son progresistas. Tenemos las mismas redes infectadas, las mismas publicaciones disparatadas sobrealimentadas y asociaciones públicas o semiclandestinas que persiguen objetivos que datan de los tiempos de los verdaderos illuminati, pero carecemos de ese equilibrio en la oferta de la información.
¿Qué podemos (y que debemos) hacer? Ustedes ya lo hacen apoyando a CTXT, pero quizá nosotros, siempre con su ayuda, deberíamos dar otro paso y luchar en otros frentes en los que acecha el odio y la mentira. Como dijo Aznar, el que pueda hacer, que haga. No aspiramos a tener tanto éxito como él, sobre todo en ámbitos judiciales y empresariales, pero sí creemos que hay una gran reserva de decencia y dignidad en nuestra sociedad, silenciada por el griterío cada vez más cuartelero de los sembradores de discordia. El mismo griterío que llevó a Taylor Swift (no todo va a ser Kapuściński) a la conclusión de que no valían las medias tintas: «Tengo que ser muy transparente sobre mis planes reales para esta elección como votante. La forma más sencilla de combatir la desinformación es con la verdad».
Un saludo cordial,
Xosé Manuel Pereiro
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