Querida comunidad contextataria:
Hay gente a la que le sale un forúnculo, a otros un herpes traicionero y a algunos, sobre todo si tienen hijos en edad escolar, les pueden aparecer piojos. A mí hace unos días me salió una IA en el WhatsApp. Tampoco es que me sorprendiera. En las semanas previas me habían estado saliendo diversas IA en el asistente del teléfono, en el correo electrónico, en la nube de documentos que usamos para trabajar en esta santa casa, en los resultados de las búsquedas de Google, en varios macrocomercios electrónicos a los que no necesitamos hacer publicidad, en la aplicación de videollamadas, en la red social de Elon Musk, y qué sé yo qué más. A menos que vivan recluidos en una cueva, a ustedes también les habrán salido. Es una plaga universal. Sin embargo, lo del WhatsApp, no sé por qué, terminó de desquiciarme del todo.
No soy una tecnófoba. Siempre me alegro de poder encalomarle a una máquina tantas labores como me sea posible. Soy una firme partidaria de que todos los trabajos aburridos, cargantes, insalubres y peligrosos los hagan robots no sintientes. Sin excepción.
¿Cuál es entonces mi problema? Más allá de las consideraciones morales sobre el desastre medioambiental que suponen, así como el alarmante robo a artistas y escritores en el que se ha incurrido para poder entrenarlas, o incluso de si realmente se las puede considerar inteligencias artificiales (el nombre es puro marketing), lo que me está molestando de todas esas IA que se reproducen como los piojos en una clase de 2º de Primaria es que, al menos por el momento, son absurdamente inútiles. No hacen nada de lo que les pido, o lo hacen fatal. No entienden mis instrucciones, interpretan mal los datos o incluso se los inventan con todo descaro (en la jerga tech llaman «alucinar» a ese fenómeno), me hacen perder el tiempo y me vuelven loca. La entusiasta propaganda que hay a su alrededor no ayuda a calmar mi suspicacia, puesto que no paro de escuchar a auténticos charlatanes cantando las loas de esos bichos digitales.
Pero, sobre todo, he empezado a experimentar una nueva preocupación que no consigo sacarme del cerebro. Creo que, pese a su manifiesta inutilidad, pronto se van a usar estas pseudoherramientas como excusa para exigir nuevos aumentos desmedidos en nuestra productividad laboral. Ya saben, «esto la IA te lo hace en un periquete, quiero ese informe en mi mesa en un cuarto de hora, y ya que estamos que saques adelante tú sola las tareas de cinco compañeros», o cualquiera de las variantes que apliquen a sus respectivos trabajos.
También creo, y desearía mucho equivocarme en esto, que se avecina una nueva brecha social. La gente pobre ya no solo tendrá que convivir con la precariedad laboral, la falta de vivienda y todas las opresiones que ya conocemos. Ahora también tendrán que conformarse con ser diagnosticados por IA en lugar de médicos o psicólogos de verdad, leer literatura perpetrada por máquinas, recibir clases de profesores que no existen y hacerse retratos en los que no ha intervenido mano humana. Lejos de democratizar el acceso a la medicina, el arte, la cultura o las ciencias, todo esto no hará sino empeorar nuestras vidas y aumentar la desigualdad.
En el ensayo La sociedad del cansancio (2010), Byung-Chul Han afirmaba que «la sociedad de rendimiento, como sociedad activa, está convirtiéndose paulatinamente en una sociedad de dopaje. (...) El dopaje en cierto modo hace posible un rendimiento sin rendimiento. Mientras tanto, incluso científicos serios argumentan que es prácticamente una irresponsabilidad no hacer uso de tales sustancias».
Tengo la sensación de que la IA se va a convertir en el nuevo nootrópico de moda, en el dopaje de 2025. Está ocurriendo ya. Los gurús del fitness y las finanzas que antes aconsejaban suplementos, dietas y libros de desarrollo personal, ahora te espetan que desperdicias tu vida si no la pones en manos de una máquina para que la optimice.
Me agota un poco pensar en cómo vamos a bregar con todo esto durante los próximos lustros. En el mismo libro antes citado, el pensador surcoreano planteaba como antídoto recuperar la vida contemplativa en la medida de lo posible. Él es particularmente fan de la jardinería. A priori no sé si suena muy realista. No hay mucho margen de acción para transformarse en una rabiosa anacoreta cuando te ves forzada a formar parte del engranaje productivo para poder subsistir.
Pero sí que hay pequeñas acciones de rebeldía consciente que se pueden llevar a cabo. Siento que tenemos casi la obligación de hacerlo. Mientras le endosamos el trabajo duro y tedioso a las máquinas (permítanme que insista: ni la automatización es mala per se, ni lo digital es un invento diabólico), podemos retomar la costumbre de leer con calma, pasear sin rumbo, crear cosas y trabajar con las manos. No para buscar la excelencia en el resultado, sino disfrutando del proceso de cocinar, pintar, escribir, tocar música, hacer macramé, montar puzzles, plantar geranios, soñar despiertos o lo que demonios sea que les guste hacer. En esta época en la que las noticias llevan un ritmo cada vez más frenético y las series pasan de moda a los diez días de su estreno, tenemos que afanarnos por buscar momentos que no estén basados en el consumo: tampoco el de información o entretenimiento. Necesitamos pasar más tiempo en los parques y menos en los centros comerciales. Contarles nuestras penas y alegrías a los humanos y no a los softwares. Tejer relaciones vecinales. Yo qué sé. Seguro que se les ocurren muchas otras posibilidades de resistencia.
Me temo que vamos a tener que aprender a convivir con todas esas piojosas inteligencias artificiales. Imagino que acabaremos usándolas si les encontramos alguna utilidad, o si simplemente nos obligan a hacerlo. Es inevitable. Pero frente al dopaje y la hiperproductividad, es urgente reivindicar la calma y la contemplación. Y encontrarle un sentido a lo que hacemos.
Estoy segura de que todo esto ustedes ya lo sabían. Solo quería recordárselo y, de paso, recordármelo a mí misma.
Gracias por el apoyo económico que nos permite seguir aquí, escribiendo y editando tranquilas, –y sin la asistencia de ninguna IA, porque nos lo autoprohibimos en 2023–, sobre las cosas que ocurren a nuestro alrededor.
Pasen un feliz fin de semana y unas buenas vacaciones si las tienen. Un abrazo,
Adriana T.
.......................