(Copiado del Blog de Miguel Baquero de nombre A esto llevan los excesos que lo publicó el 28 de septiembre de 2009. Una maravilla... que me digo yo. Lo presenté el 9 pasado. PAQUITA)
miguel-baquero.blogspot.com/
Tengo un amigo, Mihail, de procedencia albano kosovar, con el que acostumbro a hablar de las cosas de la vida. Es un hombre de gran sensibilidad poética, un tipo tierno —demasiado, en mi opinión—, emotivo e impresionable… seguro, amigo bloguero, que ya te vas acordando de él.
Pues bien, el otro día llegó mi amigo Mihail y me dijo que ya estaba harto del género de vida que llevaba, tanto kalasnikov y fusil de asalto AZ27, sus compañeros parecía que no sabían hablar de otra cosa… Había decidido —me dijo— dejar atrás todo ese rollo y venirse a una existencia más tranquila y reposada, algo así como la mía. Estaba preparando un concurso oposición para auxiliar administrativo en el Ayuntamiento de Madrid y, aunque ganase menos que en la banda armada, por lo menos dormiría tranquilo y podría dedicar las tardes a la poesía.
—Tú no sabes lo que estás diciendo, Mihail —creí conveniente advertirle—. Mira bien lo que haces. Que allí en la banda tenías un nivel y una categoría reconocida, y de funcionario en el Ayuntamiento nunca se sabe lo que puede pasar.
—Nada, nada —me replicó—. Yo estar decidido.
—Tú sabrás.
Varios días después de esa conversación, me encontré con Mihail en el bar acostumbrado. Le vi mal. Muy, muy mal. El pelo se le había vuelto blanco, le temblaban las manos y un tic nervioso cada pocos segundos le torcía el labio.
—¿Ves? Por no hacerme caso —le dije.
Y luego, como le vi en tan penoso estado, me interesé más en concreto por lo que había ocurrido.
—Yo había hecho un curso de mecanografía —me contó—, y estaba confiado en mis cinco mil pulsaciones. “El mundo es mío”, me decía para mí, mientras sacaba humo a la Olivetti en la soledad de mi cuarto. Llegó entonces el día del examen y allá que me presenté, en el aula magna de la universidad señalada para la prueba, con mi máquina a cuestas. Había unos cuatro mil o cinco mil como yo, hombres y mujeres; todos estaban colocando, con mucho mimo, sus máquinas de escribir delante de sí, y algunos hasta les daban una última limpieza con una escobilla, para que no se atascaran en el momento crucial. OtrOs las hablaban al oído, como a los caballos antes de una competición. Yo estaba, como te digo, confiado en mis posibilidades.
Al cabo de un rato —siguió Mihail—, entraron los miembros del tribunal y dijeron: “siéntense, va a empezar la prueba”. Luego comenzaron a repartir, entre los que nos examinábamos, papeles con el texto que habíamos de transcribir, cada uno hasta donde pudiera y con los mínimos errores posibles. Mientras se efectuaba el reparto, había quienes hacían sonar sus nudillos, quienes giraban de un lado a otro el cuello, quienes cerraban los ojos y aspiraban aire por la nariz y lo expulsaban muy ruidosament por la boca, como si se estuvieran todos ellos preparando para un gran combate.
Repartidos los papeles, el jefe del tribunal se subió a la tarima con un cronómetro colgado al cuello, en medio de un profundo silencio. Con voz solemne, dijo:
—¡Pueden empezar!
—Y entonces —sollozaba Mihail—, entonces…
—No me digas más. Lo sé.
Yo no había querido decirle nada a mi amigo, por no desmoralizarle, pero sé lo que es el estruendo repentino de diez mil dedos cayendo a la misma vez sobre las teclas, todos con el deseo de acabar los primeros. Dicen que los ciudadanos de Atenas, cuando los romanos les reconocieron sus libertades, estallaron en un griterío tal que una bandada de pájaros que pasaban justo sobre sus cabezas cayeron muertos al suelo. Aquello fue sólo un susurro comparado con el inicio de una prueba de mecanografía. Yo he visto cristales de ventanas romperse en mil pedazos, por efecto de la onda expansiva; he visto el suelo temblar, tambalearse las paredes, he visto a las arañas salir corriendo de sus madrigueras, dispararse las alarmas de los coches cercanos… Bastante poco fue que a Mihail se le quedara el pelo blanco de la impresión; uno que conozco yo, y esto es verídico, perdió el habla del susto y no lo ha vuelto a recuperar.
—Esto de la carrera de funcionario no es para mí. Demasiadas emociones fuertes. Me vuelvo a mi kalasnikov, allí tranquilo, sin meterme con nadie. Vosotros, los españoles, tenéis que estar locos para aspirar a una plaza en la Administración.
—Locos, no. Es que somos tipos duros.
—Ya te digo —se despidió Mihail.
Siempre las armas en la mano, concretamente el Kalasnikov, que un día tuve ocasión de utilizar y con el que he disparado en ráfagas, dan una sensación de poder, de dominio sobre la vida de los demás, que acaba siendo insano...es un arma con el que se doblega al contrario...tu relato está lleno de una dura crítica a esta sociedad decadente que nos lleva camino de la nada más absoluta...enhorabuena, me ha gustado mucho tu relato...un beso desde Zuhaitz-Ondoan de azpeitia
ResponderEliminar