— ¿Quiere usted una… taza de café, o… alguna hierba, antes de empezar, joven? Le sentará bien… ¿O desea que… pasemos directamente a la… entrevista?
— S-si no le importa, prefiero u-un vaso de agua, y, s-si usted quiere, empezamos ya— respondió el periodista.
Salí de la sala, decidida y risueña; el joven, un poco incómodo en el sillón de cuero, sacó la grabadora, comprobó que funcionaba, miró el estado de las pilas y estudió la mesa baja, el sitio donde iba a poner el aparato, cerca de donde, mientras, mis manos sarmentosas acabaron por poner una bandeja de plata con agua, y un vaso… No sé cómo lo cité a una hora tan incómoda… Me senté frente a él, en mi butaca de respaldo rígido, me arrellané y observé su azoramiento. Él se inclinó y tomó un sorbo. Luego me miró a los ojos, creo que lo hizo, y dijo:
— Cuando quiera, señora: puede usted empezar…
Fruncí los labios en una sonrisa aprobatoria; me agrada el trato respetuoso: no comparto el desmedido tuteo que se arroga hoy la juventud. Si mi Alex viviera… Me rebullí en mi butaca, cerré los ojos para abstraerme del ahora, y vino a mi mente el pasado lejano…
* * *
“Era… es el verano del 47… Alejandro había tenido éxito en sus primeras novelas: consiguió publicarlas, y se vendieron muy bien. El editor le acucia para que escriba: a la vista de su cuenta de resultados, quiere sacar a la calle una nueva novela suya antes de Navidades. Yo le animo. Pero Alex parece cansado, vacío de ideas. Tiene un guión sobre lo que le pide el editor. Ha trabajado en él desde Semana Santa, pero no arranca. Creo que teme defraudar, después del éxito inicial.
Unos amigos comunes han heredado una casa de campo en una provincia de esas que no existen. Está, dicen, a varias jornadas del pueblo más próximo, y ese pueblo apenas tiene medio centenar de habitantes. A mí me hace gracia esa forma de despreciar la herencia, rodeándola además de un halo de misterio inconcreto: dejan en el aire, un poco en broma, un poco con preocupación, la existencia de algún hecho en el pasado; como si algo extraño guardara la casa celosamente…
Un día de confidencias nos la ofrecen para Alex: si es tranquilidad lo que quiere, allí sobra. Y aceptamos. No sé si les sorprende la rapidez de nuestra respuesta, pero lo cierto es que habíamos hablado de ello, aunque sin especial interés, Alex y yo: un comentario banal; de modo que, en cuanto los niños terminen la escuela, decidimos salir camino de la casa.
Nos costó encontrarla. Es una finca rodeada de lindes de piedra, con un camino borroso de grama y barro, muy romántico durante el día, pero aquella noche no pudimos apreciar el exterior. Alguien del pueblo, avisado, adecentó y ventiló un par de habitaciones, y aseó algo más de la antigua mansión, pero el olor a cerrado trasciende. Dos veces por semana vendrá esa persona para traer el avituallamiento que le encarguemos.
Amanecemos, y nos dedicamos a curiosear por la casa: es preciosa, repito ante cada sala, de altos techos, con cuadros de personajes antiguos y tapices en las paredes, los elegantes adornos de las ventanas, las airosas escalinatas… El silencio, roto por el trino de los pájaros en la arboleda del jardín, confiere un hálito de lejanía y misterio que acentúa el vivo contraste con la ciudad.
Hay una biblioteca muy bien dotada de libros y legajos, junto a una especie de despacho, separados por un arco de madera tallado en flores y figurillas humanas. El despacho tiene una mesa sólida y oscura, con silla de brazos y dos butacones tapizados en terciopelo color burdeos: un entorno ideal para Alex. Sobre la mesa veo pluma, tintero y papel; una caja de cigarros cerrada, y un cenicero de plata vieja ocupan la derecha; y en el suelo, cerca del asiento, un escupidor de cerámica que no encaja en nada con la decoración. Es increíble cómo se graban en el recuerdo algunos detalles…
Tuve que controlar la fantasía de los niños, que todo lo quieren tocar, de modo que salimos al exterior, muy descuidado: árboles sin podar, enredaderas secas, macizos de flores perdidos por la solana… Una fuente corre entre la grama reseca, verdeando allí donde encuentra matojos salvajes: su cauce original está cegado, y los chorros, obstruidos de lodo, hacen que el agua busque su propio desahogo hacia el campo. Fuera de la finca, el reguerillo cruza la estrecha carretera y se desliza al curso de un arroyo. El campo verdea, y un poco más allá del arroyo se yergue un frondoso soto poblado de árboles veteranos, quizá anteriores a la casa.
Enseguida establece Alex su plan de trabajo, que consiste en aislarse para desarrollar el esquema que trae preparado desde Semana Santa.
Yo doy largos paseos con los niños después de hacer lo mínimo en la casa: la comida y poco más. Al otro día, por la tarde, cuando me dispongo a salir con los chiquillos, Alex deja su despacho y se asoma con gesto agotado al quicio de la puerta. No he avanzado nada, dice: mi pluma está en dique seco. Es su expresión cuando no le convence lo que de ella sale. Pero no por eso se desanima. En esta ocasión decide que se va a caminar solo, para pensar y relajarse. Cuando se aleja en sentido contrario al nuestro, no lo veo abatido: parece, más bien, feliz.
Esta tarde voy más allá del soto. Y, mientras los niños corretean entre los arbustos, yo sigo una vereda natural que parece abierta para mí; antes no la había visto. Me adentro por el intrincado paraje sin reparar en las consecuencias que pudieran sobrevenir, atraída por un afán de ver a dónde me lleva, y aparezco en un claro donde se remansa el arroyo, espejeando el entorno de una belleza extraña; el agua deja ver los guijarros como si fueran perlas sobrevoladas por pececillos en bandadas de colores; mariposas amarillas y rojas de ojos oscuros y furiosos pululan de flor en flor, trinan pájaros que antes no había visto ni oído, y hasta los niños están absortos contemplando tanta maravilla. No sé porqué convine con ellos que ese sería nuestro secreto.
Es otro día, por la mañana, y volvemos mientras Alex intenta ordenar sus ideas. Hay algo inquietante en el lugar. El niño mayor trae en la mano una carpeta de dibujo; a él le gusta mucho pintar, y se demora pintando el entorno.
Repito el paseo por la tarde, pero esta vez me detengo más tiempo, e incluso avanzo hasta donde pensaba que terminaba el vergel: una gran variedad de árboles sombrea la linde: chopos enanos, castaños, sauces espaciosos, robles, y una hilera de abetos. Más allá descubro cipreses, me asalta un temor irracional, y me doy la vuelta.
Pero hoy, después de comer, decido que debo llegar hasta el final. Entro resuelta en la vereda sin hacer caso de los niños, que siguen mi estela a su aire; bordeo la balsa transparente y penetro el bosquecillo saltándome el corazón. No me engañé. Es eso. Protegen el descanso. Allí están los panteones de toda una dinastía familiar. Venzo mis temores. Balbuceo a los niños respeto hacia el lugar. Recorro las tumbas, una a una, intentando descifrar los caracteres grabados bajo el polvo de las lápidas. Están muy deteriorados, y son extraños, pero creo adivinar que se trata de un latín muy antiguo. Estoy a punto de abandonar la necrópolis, cuando algo llama mi atención: en una tumba polvorienta hay un ramo de flores. Y son frescas. Parece como si las hubieran dejado caer sobre la polvorienta piedra. No quiero admitirlo, pero salgo corriendo, aunque en mi descargo digo que la noche se viene encima, y no sé si habría sabido salir de allí sin luz.
No hablo de ello con Alex, risueño y con la pluma en dique seco; pero días después, por la tarde, le invito a que nos acompañe en nuestro paseo, y lo hace encantado: siente curiosidad por unos dibujos que le ha visto a nuestro hijo mayor. Me dice que, definitivamente, abandona. Por lo menos, si no siente la necesidad de escribir, no se obligará. En otras ocasiones había experimentado la imposibilidad de estar más de un tiempo inactivo, y quiere forzar a que aflore esa característica de su afición. Yo le dejo hablar. No quiero contarle mi secreto: en posteriores visitas no había visto el ramo, y he llegado a pensar si no fue una ilusión óptica. No sé por qué prurito de temor tampoco le hablé del cementerio, y siento ahora la necesidad de compartir todo aquello. Él está tan absorto con sus guiones, que tampoco ha advertido la ansiedad de los niños, achacable a cualquier otra cosa que a un descubrimiento extraño. Y como yo los previne de que no debían decir nada… Pero en la tarde anterior sí estaba… El polvo y la tierra cubre las tumbas entre matojos y grama, y sólo mis pasos hollan la vereda: nadie más camina por el bosque de cipreses. Y las flores no son de allí: yo tomé el ramo y lo examiné, y en los alrededores no las hay iguales. Luego las dejé en su sitio, temblando… No sé cómo Alex no se da cuenta de mi ansiedad.
Cuando aligera su alma le digo lo que pasa. Soporto sus mudos reproches, pues, aunque me escucha con interés, enseguida replica con interrogatorios y dudas. Su escepticismo me hace sentir incómoda, hasta que identifica los dibujos y se maravilla del pequeño lago, se extasía en el bosquecillo y alaba la esbeltez de los árboles y la armonía del paraje; pero mucho más le impresiona la necrópolis. Recorre cada tumba deteniéndose sobre las inscripciones; con unas ramitas fabrica un pincel, y limpia cuidadosamente cada letra retirando el polvo con devoción de arqueólogo. Yo no me atreví a tanto, porque lo consideré una profanación, pero su delicadeza le da valor a su trabajo. Así llega a la tumba donde vi el ramo de flores, que no está. Cepilla la zona de la inscripción, y aparece un nombre: ELISA, y una fecha. El niño dibuja en su cuaderno, y anota las inscripciones que desempolva su padre. No hay muchas tumbas con inscripción legible, y enseguida termina la faena. Luego empieza a releer las notas, y juntos comentamos las fechas y las particularidades en cuanto a época, orientación y forma de las lápidas…
Un murmullo de hojas nos sobresalta. Levantamos la vista de los dibujos y buscamos los pájaros que arman ese revuelo, porque no podía ser otra cosa; pero es otra cosa; no se oyen las aves, e incluso el paraje queda silencioso: únicamente una ráfaga de viendo parece juguetear entre las ramas, zarandeándolas en un sonido armónico que se convierte en remolino de polvo cada vez más denso, hasta desaparecer de golpe sobre la tumba que lleva el nombre de ELISA, y deja sobre ella… un ramo de flores recién cortadas.
Cuando me despierto, Alex ya no está. Se ha levantado antes del alba, me dice, porque no puede dormir. Le llevo el desayuno a la biblioteca. La sólida mesa se halla cubierta de libros abiertos, y él, en pie, lee de unos y de otros, y camina hasta las estanterías, y abre otros encima, como si buscara afanosamente algo. Yo no quiero interrumpirlo, pero le veo mucho más animado que en sus anteriores trabajos. Lo dejo en su ocupación, y salgo afuera. No me atrevo a alejarme demasiado. Casi al mediodía sale eufórico en mi busca con unos papeles en las manos, y un viejo cuaderno de pastas negras.
¡Mira, mira, al fin lo encontré…!
Viejos pergaminos polvorientos se sujetan a duras penas del temblor de su emoción, sobresaliendo del cuaderno negro. Es un diario, dice; tengo que estudiarlo, porque aquí está la clave de las flores y de… ELISA.
Uno de los pergaminos es la inscripción de la partida de nacimiento de la muchacha, y el otro la de su defunción. Entre una y otra median dieciocho años, y esa fecha era de hacía más de cien… Hay un billete escrito a pluma de ave y tinta gastada con un te quiero, y lo que parece una cita en un lugar común. Está doblado en cuatro, y dentro guarda un pétalo seco. Es igual al de las flores del ramo. Pero el diario no es de ella…
Alex entra y sale de la biblioteca. Nunca lo he visto tan excitado. Finalmente me toma de la mano y me arrastra tras él: cruzamos la carretera, nos internamos en la vereda y llegamos sudorosos al bosquecillo, al lago, al cementerio. Allí me suelta y se acerca cauteloso a la tumba de la muchacha; en pie, respetuoso, permanece con los ojos fijos en la piedra. No está el ramo. Emocionado, pone una rodilla en tierra, acerca sus labios a las letras, y hace ademán de acariciar el polvo que la cubre con la mano. Yo escucho claramente el susurro de su voz cuando dice:
— Gracias, musa.
Se incorpora, y echamos a andar sin volver la vista. Cuando llegamos a casa se encierra en la biblioteca y empieza a escribir sin descanso. Hasta el final del verano. Es la historia más bonita que ha escrito en su vida. Por ella obtuvo un gran reconocimiento, muchos galardones, y al fin el premio Cervantes. Ya sé que ese premio se concede por toda una trayectoria, pero para mí que el peso de aquella historia fue decisivo…”
* * *
— ¡S-señora! ¡¡S-SEÑORA!!
— Oh, perdóneme, joven… Me he quedado dormida… ¿Por… por dónde íbamos…?
— Decía usted que estábamos en el verano del 47… Pero… n-no tiene importancia. Permítame que vu-vuelva otro día…, y a otra hora. Hoy… se ha hecho tarde…
I like it very much!
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