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junio 19, 2012

Apocalipsis III. El amigo, de Angel E. Lejarriaga

Publicado en 16/04/2012. Autoría de Angel E. Lejarriaga www.elviajerodeorion.blogspot.com.es/

Antaño, cuando era más joven y todavía creía que los cambios sociales eran posibles, una «huelga general» era todo un acontecimiento. La suma de las fuerzas ciudadanas organizadas se ponían en marcha para paralizar el país. De eso ha pasado mucho tiempo. Por mi edad podría decirse que todavía soy joven, tengo cuarenta años, sin embargo me siento viejo, como si hubiera vivido demasiado. El hastío y la duda tienen algo que ver con esta sensación. Se podría decir que mi edad flota en un río de odio y determinismo fatalista que me ahoga. Antes hubiera intentado resistirme a esa sensación pero hoy no puedo. Es como si me hubieran arrebatado la última gota de ilusión; mi capacidad de soñar se ha evaporado. Cuando cierro los ojos no veo nada, como si mi mente estuviera hueca, sin información. A veces llego a pensar si no estaré ya muerto y esto que vivo es una alucinación de mi cerebro, la última que me permite antes de apagarse definitivamente.
La noche es impenetrable, sin luna. El barrio permanece en un respetuoso silencio que destila miedo. Es hora de dormir pero seguramente pocos lo hacen. Las pupilas miran los techos descoloridos y viejos, mientras los puños se crispan impotentes debido a una acumulación de energía destructiva que exige un escape que no llega. La cobardía y la apatía estrangulan las conciencias absurdas de los que tienen poco que perder. Yo tampoco duermo, la enfermedad de la culpa me corroe las entrañas como ácido nítrico.
Hace unas horas, un antiguo amigo y compañero de luchas vino a verme y me pidió, como favor personal, que formara parte de su piquete de huelga. Confía en mi experiencia y en mi afinidad ideológica; en lo primero acierta, en lo segundo se equivoca, mi ideología se ha muerto o al menos no tiene la potencia creativa y utópica que en su momento compartimos. Mi amigo es un buen hombre, alguien en quien se puede confiar. Tiene unos cuantos años más que yo y desde que era un adolescente ha empeñado su vida en un combate sin cuartel contra la injusticia. Es admirable y ejemplar y juro que me gustaría estar a su lado pero mi exasperación interior me paraliza. Él dice que soy un solitario, un nihilista. También dice que odio a todo lo que existe. Yo no me veo así pero tal vez sea cierto. Me he perdido y no quiero encontrarme, como si de mi memoria hubiera desaparecido todo rastro de mis antiguas convicciones. Pienso que soy incapaz de sentir pero algo se debe cocer en mi interior cuando noto un malestar agobiante que crece en mi interior, por no haberle acompañado.
Todavía no es demasiado tarde. Antes de marcharse me mencionó el lugar de la cita y la hora. Ya que estoy despierto y no tengo nada mejor que hacer puedo acercarme por allí y ver qué hacen.
No hay ninguna duda de que vivo aislado. Yo antes no era así. Tenía compañeros de militancia y amigos. También una pareja con la que compartía mi vida. Todo eso se acabó. No era malo pero ahora no forma parte de mi presente.
No sé por qué me emociono al recordar el pasado. Nada de lo que fluye en mi memoria ha sobrevivido. La sociedad se ha descompuesto; mis antiguos compañeros, salvo excepciones, se convirtieron en enemigos irreconciliables y mi pareja se rompió sin estar preparado para ello, sin contención: ella estaba a mi lado y de pronto se había ido. Yo tuve mucho que ver en esa huída. Ahora no importa demasiado lo que sucediera entonces; espero que haya sido feliz. A mí desde luego no me ha ido bien; asumo mi responsabilidad. Cuando el castillo de naipes que era mi vida se derrumbó, una cólera infinita se apoderó de mí y todavía sigue. Esa furia se ha convertido en mi amante más fogosa y en mi mejor consejera. Llevo años dominado por el deseo de abrasar todo lo que conozco, incluyendo a mí mismo. Quizá sea el momento justo de dejar atrás el odio y abrirme a otros contactos humanos. Es una posibilidad que no debo despreciar.
Sí, voy a ir con ellos. Quizá no crea en la eficacia de la huelga ni en que merezca la pena luchar por nada ni por nadie, pero es posible que me sirva de bálsamo contra el dolor.
No sé si ir armado o no. Ellos son pacíficos o más bien prefieren no usar la violencia. Mi mente, sin embargo, bebe la violencia como un elixir reconfortante y amargo… Está bien; voy a acompañarles sin armas. Jugaré con sus reglas y me fundiré en el grupo.
Las calles están demasiado tranquilas como si la respiración de la ciudad estuviera contenida por la tensión y el espanto. No hay sirenas ni amenazas visibles, no obstante presiento que fuerzas invisibles me rodean. Ojos siniestros me miran desde las cámaras que cuelgan de las farolas. Siguen mis pasos, me estudian, me clasifican, a la espera de la orden de ejecución. Soy vulnerable ante esas pupilas incansables. No me dan miedo, sé cómo esconderme entre las sombras y pasar inadvertido, como un camaleón, camuflado en las grietas del pavimento.
Allí están, firmes y seguros; sus ideas les elevan a la categoría de héroes para sí mismos. Para la mayoría de sus congéneres no alcanzan más allá de la etiqueta de pobres ilusos… No son muchos. Se abrazan, chocan las manos, sonríen, se animan los unos a los otros. Quiero compartir con ellos ese entusiasmo de guardería.
Me detengo. Mi amigo me ha visto. Levanta un brazo y me saluda alegre; pero algo extraño sucede. Hay dos coches parados con las luces apagadas, y dentro hay gente. Con la mano señalo en la dirección de los vehículos y mi amigo se vuelve sin comprender; mira y es consciente de lo que he descubierto. Va a advertir a los demás pero no tiene tiempo, suena un disparo y luego otro y otro. Le veo caer al suelo, le han alcanzado. El resto corre como puede, buscando una escapatoria imposible. Los fogonazos de las armas surgen desde diferentes direcciones. No hay salida. Tirado en la acera me introduzco debajo de un coche aparcado, nadie me ha visto. Espero con una rabia creciente que inspira mi instinto asesino. Sé lo que está sucediendo. El hecho por tan repetido resulta trivial. Soy testigo de la acción criminal de un «escuadrón de la muerte». Son policías sin uniforme que amparados en el anonimato hacen la «guerra sucia» a aquellos que se resisten a la condición de esclavos modernos.
Todo ha terminado. Una docena de individuos con la cara tapada y fuertemente armados identifican los cadáveres de los sindicalistas. En unas horas otros policías hipócritamente, buscarán testimonios pero nadie habrá visto nada, yo tampoco. Sobre el asfalto no quedarán huellas de sangre. Solo una nota breve en las páginas interiores de los periódicos describirá un episodio violento más de bandas organizadas de delincuentes.
El silencio ha vuelto a la calle. Las sirenas se acercan. Los asesinos se retiran y yo tengo el tiempo justo para desaparecer del escenario del sacrifico. Mis manos están crispadas, convertidas en nudos ásperos y rudos. No reconozco mis piernas ni el temblor que las domina pero sí entiendo la determinación que las empuja.
En cuanto entro en mi casa, cojo mi rifle de caza con mira telescópica y comienzo a limpiarlo. Hoy podría haber sido un día idóneo para recuperar la ilusión pero no ha podido ser. Sin embargo la muerte de mi amigo y la de sus compañeros ha dotado de sentido a mi vida más allá de la pura supervivencia. En esta hora siniestra, mi horizonte vital se define con una palabra poderosa: venganza


MI COMENTARIO:
¡Qué comentado te veo! En cuanto al relato... me gusta. Un desilusionado que se rebela, un poco, cree poder ayudar y se encuentra con otra grave ¡gravíma! decepción.
Ahora... el rifle ¿contra quién? ¿tiene identificados quienes son los culpables?
Mejor el monte... PAQUITA


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