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mayo 08, 2013

El dictador en su celda, por Juan Diego Botto


Una persona cercana me decía anoche que cuando su compañero murió, lo hizo creyendo que estaban completamente derrotados. Cuando los militares lo llevaron a la Escuela Mecánica de la Armada (la ESMA) para torturarlo y posteriormente arrojarlo medio vivo al río de la Plata, él creía que su lucha había fracasado. Pensaba que los que no estaban exiliados lo estarían en breve y los que no, morirían. Estaba convencido de que no conquistarían ese mundo más justo, sin clases, sin esclavos, sin sometimientos, por el que habían luchado. Murió creyendo en la certeza de la derrota y en que quizá ni el tiempo les recordaría. 
Mi amiga se preguntaba cómo él pudo sacar fuerzas en esas condiciones para no delatar a nadie, o al menos hasta donde ella sabe, para no delatarla a ella. Ayer, al saber la noticia de la muerte del genocida Jorge Rafael Videla en el penal de Marcos Paz, se acordó de su compañero, se acordó de él porque le hubiera gustado verle al menos un minuto para poder decirle: 
“¿Viste como la derrota no fue tanta?”. ¿“Viste como al final murió en la cárcel, en la cárcel, juzgado y condenado por lo que hizo, por genocida?” 
Le hubiera gustado poder tranquilizarle, aunque fuera a posteriori, un posteriori de más de 30 años, diciéndole que no ganaron todas las batallas pero ganaron esta. 
La muerte de un hombre no es motivo de festejo. Celebrar la muerte con una sonrisa es el territorio de aquellos que comandaron la vida de los argentinos entre el 76 y el 83, aquellos que asesinaron a nuestros padres y los quisieron enterrar en el olvido, pero desde luego no es mi territorio, no es el nuestro. 
Nosotros reímos porque estamos vivos, y el mero hecho de estarlo es nuestra victoria. El mero hecho de vivir, de amar, de ser felices es nuestra victoria, es la conquista de la vida que pretendieron negarnos, es la posibilidad de recoger el testigo que heredamos de nuestros viejos y batallar nosotros mismos por un mundo más justo, más digno. Nuestro festejo fue la condena de ese hombre a cadena perpetua por delitos de genocidio. La celebración es el hecho de que Argentina sea un país donde los genocidas han sido y están siendo juzgados.
Videla murió en una celda y será enterrado sin honores militares ni de hombre de Estado. Sus familiares podrán llorarlo, podrán enterrarlo, y llevar flores a su tumba, un privilegio que se nos negó a sus víctimas, pero los libros de historia no transmitirán mensajes ambiguos, contradictorios o equidistantes. Será recordado como un genocida y así los jóvenes militares argentinos, los jóvenes estudiantes y futuras generaciones sabrán que quien toma violentamente el poder, quien secuestra, tortura, mata y hace desaparecer opositores, quien roba bebés para borrar su herencia, será enérgicamente condenado por las leyes y la sociedad. Porque esa es la función de la justicia, evitar la impunidad y convertir la condena en prevención.
Videla se fue sin pedir perdón, se fue sin decirnos dónde están, dónde arrojaron los cuerpos de nuestros padres y madres. Pero sea como fuere la foto se congeló, ya no hay camino de retorno, para siempre quedará la imagen de que el dictador murió en su celda. Es un hecho de gran relevancia no solo para Argentina sino para el resto del mundo. Frente al camino del olvido, la equidistancia y la desmemoria existe la alternativa de la justicia, la verdad, la reparación. 
No es una quimera pensar que los pueblos pueden someter a sus dictadores y hacerlos inclinarse ante la ley, no es una quimera pensar que los derrotados pueden cambiar el curso de la historia.

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