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diciembre 20, 2013

El asco, de Martín Caparrós

Autor:   Publicado en 20NOV 2013
http://sociedad.elpais.com/sociedad/2013/11/20/actualidad/1384947061_331462.html
Conocemos el hambre, estamos acostumbrados
al hambre: sentimos hambre dos, tres veces al día.
No hay nada más frecuente, más constante, más
presente en nuestras vidas que el hambre –y, al
mismo tiempo, para la mayoría de nosotros, nada
más lejos que el hambre verdadero.
Conocemos el hambre, estamos acostumbrados
al hambre: sentimos hambre dos, tres veces al día.
Pero entre ese hambre repetido, cotidiano, repetida
y cotidianamente saciado que vivimos, y el hambre
desesperante de quienes no pueden con él, hay
un mundo de diferencias y desigualdades.
El hambre ha sido, desde siempre, la razón de
cambios sociales, progresos técnicos,
revoluciones, contrarrevoluciones.
Nada ha influido más en la historia de la humanidad.
Ninguna enfermedad, ninguna guerra ha matado
más gente. Ninguna plaga sigue siendo tan letal y,
al mismo tiempo, tan evitable como el hambre.
* * *
Llevo más de dos años trabajando en un libro
sobre el hambre: viajando por África, Asia,
América para contar el menos importante, el
menos cacareado de los grandes problemas
del planeta: que hay casi novecientos millones
de personas que no comen suficiente.
Para contar sus logros, sus problemas, sus
horizontes cortos, su desesperación: sus vidas.
Para escucharlos y pensar. Lo bueno es que no le
importa a casi nadie. Aprendemos a vivir con ese
peso, practicamos, practicamos; nos sale cada vez
mejor. Desidia sin esfuerzo, ombligos relucientes.
Hace unos años, Ban Ki Moon, secretario general
de las Naciones Unidas, puso en circulación una
cifra que quedó repetida y arrumbada: cada menos
de cuatro segundos una persona se muere de
hambre, desnutrición y sus enfermedades.
Diecisiete cada minuto, cada día 25.000, más de
nueve millones cada año: un Holocausto y medio
cada año.
¿Entonces qué? ¿Apagar todo e irnos? ¿Sumirnos
en esa oscuridad, declarar guerras? ¿Declarar
culpables a los que comen más que una ración
razonable, a los que tiran lo que tantos necesitan?
¿Declararnos culpables? ¿Entregarnos? Suena
hasta lógico. ¿Y después?
* * *
Cuando deben enunciar las causas del hambre,
los gobiernos y los grandes expertos y los
organismos internacionales y las fundaciones
millonarias suelen repetir cinco o seis mantras:
Que hay desastres naturales –inundaciones,
tormentas, plagas. Y sobre todo la sequía: “La
sequía es la mayor causa individual de falta de
alimentos”, dice un folleto del Programa Mundial
de Alimentos.
Que el medio ambiente está sobreexplotado
por prácticas agrarias abusivas, exceso de
cosechas y de fertilización, deforestación,
erosión, salinización y desertificación.
Que el cambio climático está “exacerbando
condiciones naturales que ya eran adversas” y va
a empeorar los problemas en las próximas décadas.
Que los conflictos de origen humano –guerras,
grandes desplazamientos– se han duplicado en
los últimos veinte años y que provocan crisis
alimentarias graves, por la imposibilidad de cultivar
y pastorear en ese contexto o, más directamente,
porque alguno de los bandos usa la destrucción
de cultivos, rebaños y mercados como un arma.
Que la infraestrucura agraria no alcanza: que faltan
máquinas, semillas, riego, almacenes, carreteras.
Y que muchos gobiernos prefieren ocuparse de las
ciudades porque es donde hay poder, dinero, votos.
(Los más osados hablan incluso de la especulación
financiera que disparó los precios de los alimentos y
de la ineficiencia y corrupción de los gobiernos
de esos pobres países pobres.)
Y después hay algo que llaman “trampa de la pobreza”.
Textos del PMA la describen someros: “En los países
en vías de desarrollo, con frecuencia los
campesinos no pueden comprar las semillas
para plantar lo que daría de comer a sus familias.
Los artesanos no pueden pagar las herramientas
que necesitan para sus oficios.
Otros no tienen tierra o agua o educación para
sentar las bases de un futuro seguro. Los que
están golpeados por la pobreza no tienen suficiente
dinero para producir comida para ellos y sus familias.
Así, tienden a ser más débiles y no pueden producir
suficiente para comprar más comida.
En síntesis: los pobres tienen hambre y su hambre
los atrapa en la pobreza”.
En este relato –en estos relatos oficiales– solo el
hambre tiene causas. La pobreza solo tiene efectos.
* * *
Todos los organismos, estudiosos, gobiernos que
se interesan por el asunto están de acuerdo en un
hecho: hoy la Tierra produce comida más que
suficiente para alimentar a todos sus habitantes
–y cinco mil millones más.
Y mientras tanto el mundo sigue ahí, tan bruto, tan
grosero, tan feo como de costumbre. A veces pienso
que todo esto es, antes que nada, un problema
estético.
Repugna a cualquiera de las formas de la percepción
la grosería de personas poseyendo, desperdiciando
sin vergüenza lo que otras necesitan a gritos. Ya
no es cuestión de justicia o de ética; es pura estética.
La humanidad debería tener por lo que hizo con sí
misma esa desazón que tiene el creador cuando da el
paso atrás, mira su obra, y ve una porquería.
La conozco.
Llevo años escribiendo un libro sobre la fealdad más
extrema que puedo concebir. Un libro sobre el asco
–que deberíamos tener por lo que hicimos y que,
al no tenerlo, deberíamos tener por no tenerlo-.
Callado, el asco se acumula, se amontona.
Como el hambre.

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