http://ris.hrahead.org/home/blog Abogado penalista - 17/2/14
Según señala el auto del Juzgado de Instrucción de Palma de Mallorca, la actividad desplegada por la Infanta Cristina de Borbón tiene, entre muchos otros, los siguientes indicios racionales de criminalidad: es vocal del Instituto Nóos (una entidad supuestamente sin ánimo de lucro que desvió dinero público), aparentando ante empresas públicas e instituciones privadas que el Instituto gozaba del respaldo de la Casa Real; es socia de Aizoon, que se benefició de ingresos provenientes de dinero público y privado procedente de defraudación tributaria y de la malversación; con dinero proveniente de Aizoon se pagaron obras y reformas de la vivienda familiar, lo que podría constituir un delito de blanqueo de capitales.
El pasado día 10 de enero, el abogado de la infanta declaró a los medios de comunicación que “la inocencia de la infanta pasa obviamente por su fe en el matrimonio y el amor a su marido” y que “cuando una personas está enamorada de otra, confía, ha confiado y seguirá confiando contra viento y marea en esa persona” lo que, al parecer, ha sido corroborado por ella en su declaración judicial el 8 de febrero al manifestar en esencia que todo la actuación realizada en los hechos imputados venía motivada en la confianza que tenía en su enamorado (al tiempo que manifiesta padecer una acentuada y significativa falta de memoria).
El amor como estrategia de defensa: “La inocencia de la infanta pasa obviamente por el amor a su marido”.
Partimos de tres premisas:
1. El enamoramiento, desde el punto de vista neurológico, es un estado físico-químico de demencia temporal, durante el cual el cerebro segrega una sustancia llamada dopamina, que es lo que produce esa situación de idealización del ser amado y la merma considerable del conocimiento y especialmente de la voluntad de la persona que sufre/disfruta ese estado, produciéndose un descenso en la actividad de cuatro pequeñas áreas del cerebro usualmente asociadas con los procesos intelectuales, con la memoria y con la atención. Estudios científicos concluyen que los seres humanos se encuentran biológicamente programados para sentir la pasión del amor entre 18 y 30 meses, pues el cerebro no puede soportar durante más tiempo tan elevada dosis diaria de dopamina, período a partir del cual la cantidad de sustancia segregada debe comenzar a disminuir a fin de que comience a desvanecerse la locura de la pasión en favor de sentimientos más emocionales y afectivos. Ello sucede gracias al aumento del protagonismo de otra sustancia química, la endorfina; paralelamente, disminuye la idealización de la persona amada y la persona enamorada vuelve a recuperar la normalidad.
2. Si se considera que el enamoramiento de la infanta comenzó poco antes de su boda, el 4 de octubre de 1997, podría llevar con sus facultades cognitivas y volitivas mermadas cerca de veinte años, tiempo en el que su cerebro habría segregado más dopamina del que podía haber soportado con normalidad, lo que bien pudiera haber dado lugar al padecimiento de diferentes alteraciones psíquicas.
3. El artículo 20.1º del Código Penal declara que está exento de responsabilidad penal “el que al tiempo de cometer la infracción penal, a causa de cualquier anomalía o alteración psíquica, no pueda comprender la ilicitud del hecho o actuar conforme a esa comprensión”.
Podemos concluir que, si la defensa de la Infanta convence al Juzgado de que el enamoramiento de ésta ha permanecido incólume hasta el día de hoy, bien pudiera conseguir que se le aplicara la excusa absolutoria señalada anteriormente. Ahora bien, sus defensores no deben olvidar que la aplicación de la eximente conllevaría indefectiblemente que la Fiscalía vendría obligada a iniciar un proceso de incapacitación al considerar que la misma podría no tener las facultades mentales suficientes para administrar su persona y sus bienes (al margen del origen lícito o ilícito de los mismos), pudiéndose ordenar incluso su internamiento en un centro especializado.
La fe en el matrimonio como estrategia de defensa: “La inocencia de la infanta pasa obviamente por su fe en el matrimonio”.
La Infanta contrajo matrimonio por el rito católico, por lo que debe entenderse que se refiere a la fe religiosa; siendo así, tendrían explicación sus manifestaciones de no haber presenciado hecho delictivo alguno, pues tal y como la Biblia define expresamente la fe en la Carta a los Hebreos: “La fe es certeza de lo que se espera; la convicción de lo que no se ve”.
Además, si con la alegación de la fe religiosa, la defensa se está refiriendo a la FE CIEGA, la estrategia podría parecer, en principio, acertada.
El ejemplo de fe ciega más sorprendente que presenta la Biblia es la profesada por el patriarca Abraham, que estuvo a punto de matar a su único hijo, Isaac, únicamente porque sentía que Dios así se lo ordenaba. Si la Infanta se refiere a este tipo de fe, de tal intensidad que le habría compelido a realizar todo aquello que le requería el cónyuge/coimputado, quizá lo que pretende es que le sea aplicada la excusa absolutoria prevista en el artículo 20.7 del Código Penal, aquella que exime de responsabilidad criminal al que actúe “en cumplimiento de un deber”, en este caso religioso. El único escollo de esta estrategia es que aquella fe sería aplicable, en su caso, por la llamada Justicia divina, pero, al menos de momento, la actuación de la Infanta está sometida únicamente a la justicia terrenal y, en ésta, esa fe ciega, afortunadamente, no tiene traducción jurídica alguna.
La relación de confianza como estrategia de defensa.
La defensa de la Infanta argumenta como base de su defensa, finalmente, que su actuación estaba motivada por la confianza profesada en su amor.
Las relaciones de confianza son un elemento clave de la convivencia social; tanto las relaciones más íntimas como las colectivas, tanto las más superfluas como las más profundas, tienen en la confianza un fundamento clave de su permanencia.
Pero la relación de confianza con su cónyuge/coimputado alegada por la Infanta, al contrario de lo que sucede con la teoría del amor analizada anteriormente, tiene poco recorrido como estrategia de defensa, pues la citada confianza, además de fundamento de la institución matrimonial, también es la base del buen funcionamiento de cualquier organización criminal que se precie: dos personas que se alían para cometer delitos deben tener plena confianza el uno en el otro si pretenden mantener el aparataje creado para delinquir.
La alegación de la confianza en el coimputado por parte de la Infanta es tan irrelevante desde el punto de vista jurídico, como insoportable desde el punto de vista ético, al venir alegada precisamente por una de las personas que tiene obligación de generar y mantener la confianza de la ciudadanía en las instituciones políticas y en aquellos que les representan, en especial en quien podría estar llamada a ostentar en su día la Jefatura del Estado, la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, sin haber sido nunca elegida por la ciudadanía. Hoy la confianza de la ciudadanía en las instituciones políticas se encuentra seriamente quebrada cuando percibe que existen serios indicios de que una parte importante de quienes ostentan responsabilidades en las mismas (incluyendo ahora a miembros de la Familia Real) parecen estar más preocupada en aumentar sus arcas personales que en procurar el bienestar general de la sociedad. Si la Infanta pierde la confianza en su cónyuge/coimputado quizá esté en juego su futuro matrimonial, pero cuando la población de un país pierde la confianza en las instituciones políticas que teóricamente les representan lo que está en juego es la esencia de la democracia.
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