JAVIER BENEGAS (23-12-2013)
Decía Jean-François Revel (Marsella, 1924) que la democracia no puede vivir sin una cierta dosis de verdad. No puede sobrevivir si esa verdad queda por debajo de un nivel mínimo. Y añadía que este régimen, basado en la libre determinación de las grandes opciones por la mayoría, se condena a sí mismo a muerte si los ciudadanos que efectúan tales opciones se pronuncian casi todos en la ignorancia de las realidades, la obcecación de una pasión o la ilusión de una impresión pasajera.
Descontando que nuestro régimen es un burdo remedio de democracia, es evidente que los españoles hemos cometido los trespecados capitales sobre los que Revel nos prevenía: ignorar la realidad deliberadamente; caer en la obcecación y el dogmatismo; y, por último, creer que el Estado podía garantizar nuestro derecho a la felicidad poniéndolo por escrito. Todo lo cual ha hecho de la mentira un estilo de vida que, como no podía ser de otra manera, tenía los días contados. Ahora estamos despertando, un día sí y otro también, a base de disgustos. Una lluvia de violencia no letal que, en forma de desgracias y tropelías, cae a plomo sobre mujeres y hombres, jóvenes y ancianos, y familias enteras. Hoy, el nuevo milagro español consiste en acaparar récords siniestros. No se pierdan nuestro último logro: ser los número uno de la Unión Europea por consumo de ansiolíticos y antidepresivos. Lo cual da fe de la magnitud del calvario.
La fuerza ciega del Régimen
Los graves problemas de España, lejos de resolverse, están poniendo al descubierto una maraña de corrupción casi impenetrable, hasta el punto de que en el gobierno es tal el nerviosismo, la urgencia por cerrar frentes, que no hay apaño político que no degenere en chapuza. Y así vamos, saltando de escándalo en escándalo y de trifulca en trifulca. De ahí que hace unas pocas semanas, el director de este diario, en un artículo a modo de carta abierta, se preguntara por qué Rajoy tenía cabreada a tanta gente. Y afirmara: “Está usted demostrando una asombrosa capacidad para ofender y enfadar a casi todos los estamentos sociales, desde la derecha extrema a la extrema izquierda, pasando por el centro. Por tener, tiene cabreados incluso a los suyos, a montones de militantes, no digamos ya votantes, del PP. ¿Cómo lo consigue?”.
Sin embargo, el problema no es Rajoy ni sus ministros, o al menos es sólo Mariano y sus mariachis. Lo que hace de España un país embarrado y tercermundista, donde las reglas informales mandan en detrimento de las leyes, es un modelo político en el que no sólo cualquier tropelía es posible, sino que, además, sale gratis.
De nada sirven las engoladas ruedas de prensa de los viernes para glosar los falsos desvelos de un gobierno que se niega en redondo a romper con un statu quo indecente. Legislar sobre la mugre no sirve, porque al final las leyes se pudren. Hay que abrir al enfermo en canal y practicar una cirugía completa; es decir, dar paso a un Proceso Constituyente que instaure reglas de juego correctas y, también, controles y contrapesos que pongan coto al abuso de poder, el trapicheo y la rapiña.
Lo que no nos mata…
No son pocos los que ante esta propuesta se santiguan y nos llenan de prevenciones. Es tal el caos que abrir cualquier melón pone los pelos de punta. Pero si bien, en apariencia, no se da ni una sola condición subjetiva que garantice que el inicio de un Proceso Constituyente no terminará como el rosario de la aurora, no menos cierto es que no hay el menor indicio de que tales condiciones vayan a darse en el futuro, ni siquiera a muy largo plazo. Y, en estas circunstancias, esperar a ver si escampa es de todas las estrategias la más suicida. El futuro no se espera, se trabaja. Si es preciso, se pelea. Y las más de las veces toca hacerlo en las peores condiciones imaginables. Así son las cosas, en la política y en la vida. Esa es la dosis de verdad que nos falta. La que, si no nos mata, nos hará más fuertes.
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