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septiembre 03, 2015
El silencio de los corderos y la “españa” conservadora
Entre tanto neoliberalismo rampante, tantos parados, tanto desahucio,
tanto riesgo de pobreza y tanta precariedad vital y laboral, es
recurrente que las gentes de izquierda se pregunten a menudo cómo es
posible que la clase trabajadora (el pueblo llano si así se quiere) no
se levante de una vez por todas y demande a gritos un nuevo modelo de sociedad más justo, igual y solidario.
Los datos objetivos apuntan a que la sociedad capitalista que
habitamos no resuelve los problemas más acuciantes de la gente común: un
empleo digno, pagar la hipoteca o el alquiler de una vivienda, dar una
educación de calidad a sus vástagos y disponer de un servicio público y
universal de sanidad con recursos suficientes para toda la población sin
discriminación alguna.
Lo que detiene ese hipotético impulso o salto adelante hacia una
sociedad diferente es ni más ni menos que la ideología dominante que se
destila por la mayoría de los principales medios de comunicación de
masas, empresas privadas que representan y son portavoces oficiosos de
las elites hegemónicas de la globalidad neoliberal.
Pero la ideología, además de en el discurso preponderante, también se
manifiesta en instituciones, costumbres y tradiciones de muy diverso
signo que suelen pasar desapercibidos por sus componentes neutrales o no
políticos en sentido estricto. Sin embargo, son formidables diques
emocionales que operan a favor del orden establecido de una forma
callada y sibilina. Vamos a repasar algunos de esos factores silenciosos
por lo que respecta a España.
La Iglesia católica
Es la institución por antonomasia, el poder fáctico de mayor
presencia en la vida cotidiana, a pesar de ser España
constitucionalmente un país laico y, por ende, aconfesional.
Nadie se atreve con las prebendas y privilegios que sigue ostentando
el catolicismo. Estamos ante la institución con más propiedades del país
y con mayores exenciones tributarias que ninguna. El sector educativo y
la caridad social son sus espacios preferidos de influencia, allí donde
se conforman prosélitos de alto rango y con capacidad de influencia
política y mediática para defender sus propios intereses y los de las
elites financieras y empresariales y allí donde canalizan y controlan
las necesidades imperiosas del pueblo llano con programas caritativos
que curan heridas a cambio de vender el alma propia y las actitudes
responsables y críticas de los marginados, pobres, inmigrantes, mujeres
en situación de emergencia y niños y niñas al borde del desamparo.
Aunque no se cumplan las consignas de las doctrinas del catolicismo,
millones de personas se encuentran atrapadas en la red ideológica de la
Iglesia romana. Los de arriba porque saben que ésta mantiene a raya las
reivindicaciones sociales de los de abajo, y los de abajo que han caído
en las mallas de la caridad vertical por agradecimiento ante una
coyuntura dramática salvada gracias a la larga sombra de la sopa boba
eclesial.
La Iglesia necesita tanto a la elite como a los pobres para
subsistir. A los ricos les calma la conciencia y a los miserables se la
llena de dolorismo y de resignación cristiana. Son valores invisibles
pero que actúan a la larga para mantener el statu quo en vigor en
cualquier sociedad donde el culto religioso ocupa lugares públicos que
no le corresponden.
La libertad religiosa es una falacia. Nadie se opone a que cada cual
alimente sus creencias ultraterrenas y sus fantasías espirituales como
le dé la real gana. Sucede que el ámbito íntimo de las ideas personales
jamás debe colisionar con la razón argumentativa y la realidad objetiva.
El laico y el ateo están en desventaja más que manifiesta en el debate
público porque existe un prejuicio previo favorable a las tesis
religiosas.
Ese caldo de cultivo preexistente se abona de modo reiterativo por
las derechas y las izquierdas nominales que eluden el debate a campo
abierto sobre la regulación de la experiencia religiosa como un elemento
privado de cada individuo.
La presencia del catolicismo continúa siendo abrumadora en los ritos
señeros de la vida cotidiana: bautizo, comunión, matrimonio y muerte.
Aunque los fundamentos laicos y ateos han ido ganando peso en las
últimas décadas, la Iglesia católica tiene un protagonismo estelar en
esa manera de presión social que elige por costumbre lo que la mayoría
dicta sin palabras.
El calendario festivo
De principio a fin de año, todo son referencias a vírgenes, santos,
santas, beatos, beatas y mártires del cristianismo. No hay día que
escape a esta dictadura católica.
Vivimos con inusitada templanza que las jornadas de asueto se
realicen en honor de un prócer cristiano. Ponemos nombres a nuestros
hijos sacados del santoral y nos acordamos de efemérides y eventos
haciendo memoria del santo o santa del día en que aconteció cualquier
hecho significativo.
Las fiestas patronales siempre aluden a un personaje cristiano. En su
honor celebramos todas las festividades locales. Estamos ante un
monopolio total y absoluto.
Da la sensación de que la Historia humana no ha lanzado personajes
insignes ni hechos memorables que merezcan nuestra atención por encima
de las correrías, la mayoría de ellas fantásticas o apócrifas, de los
superhombres y supermujeres de la idolatría cristiana.
De esta manera tan sutil e inocente en apariencia, toda la cultura
humana con sus conflictos sociales y políticos queda sin conmemoraciones
públicas que pueda rescatarla del olvido. Todo lo realmente importante
tiene el aroma y el sello religioso e interesado de la Iglesia católica.
Si un partido de izquierdas solicitara una democratización del
calendario de fiestas, su defunción electoral sería inminente y rotunda.
Solo se hizo en la Revolución francesa, pero la experiencia duró menos
que un suspiro.
La Semana Santa
Proseguimos dentro del espacio religioso, si bien la denominada Semana Santa tiene aspectos singulares de gran relieve.
Para mantener tal nombre oficial, se alude a criterios de raigambre social y de intereses nacionales turísticos.
No obstante, estamos ante una propaganda particular y gratuita, esto
es pagada por el erario público, y avalada por activa y por pasiva desde
el Estado con un impacto mediático de enorme resonancia.
No hay pueblo por pequeño que sea que no programe una procesión
católica. De esta forma, se mantiene la llama viva de un pueblo devoto
fiel a sus costumbres ancestrales. El resto de la ciudadanía se agolpa
en las calles de manera entregada o curiosa a un ritual antediluviano
donde los protagonistas (nazarenos, portaestandartes y figuras
similares) representan el sometimiento a una irracionalidad espesa a la
vez que espectacular.
El sobrecogimiento inducido por la puesta en escena es magnífico.
Hasta algunos no creyentes o indiferentes sienten ese temblor trágico
que transmite el ambiente creado para la ocasión.
Ese temblor mágico y trascendente que no tiene nombre hace que mucha
gente de izquierdas considere a la religión como un mal menor con
marchamo cultural que hay que preservar a cualquier precio, incluso con
sus cargas negativas y propuestas irracionales que bailan al son de las
clases dominantes.
La Iglesia católica tiene mucho tirón todavía como reminiscencia de
una tradición inveterada. Y también muchos aliados de buena fe entre
gentes laicas de la izquierda moderada. La Semana Santa es su producto
estrella, apto para todos los públicos, de ahí su impresionante éxito
temporada tras temporada. Además, puede consumirse entre tapas variadas,
en pantalón corto o minifalda y como proyecto etnográfico-sociológico
con pedigrí incuestionable para clases medias ilustradas.
La Navidad
Tercera advocación con sabor genuinamente religioso en origen: las
esperadas y entrañables navidades, cuando los que están lejos vuelven a
casa y los pobres adquieren entidad propia como objeto de consumo con
elevadas cualidades nutricionales de carácter sentimental.
¿Quién puede resistirse a la Navidad sin parecerse al mítico monstruo
del lago Ness? El período navideño obliga a adoptar un rol determinado
en el que las relaciones sociales están fijadas en un ideario normativo
cerrado y sin posibilidad alguna de enmienda.
Vivir solo la Navidad es una aberración insoportable. Aunque el resto
del año la soledad sea tu compañera y el cielo tu techo, nadie se
acordará de ti. Pero en Navidad, búscate la vida y comparte tu miseria
con cualquiera.
Por supuesto que el consumo excesivo es la meta comercial de estas
fechas tan únicas. Pero el asunto da para más, su complejidad es mayor.
Por los intersticios que deja el consumismo a velocidad de vértigo,
se filtran valores aún más perversos: toda guerra necesita treguas, el
capitalismo también se acuerda de los menos desfavorecidos, la familia
de sangre tradicional es la mejor de todas, todos somos iguales antes
los ojos ciegos de Dios. Después de la Navidad, la explotación vuelve
por sus fueros.
Como en los Carnavales, donde el mundo se presenta al revés y el
pueblo llano se mofa de sus autoridades y de las relaciones sociales
existentes por unos días y dentro de un orden aceptado por el sistema,
durante la Navidad se nubla la realidad y se vive una igualdad,
fraternidad y solidaridad falsas que permiten curar las heridas de la
batalla cotidiana por la supervivencia.
Esa bendita mentira sirve de equilibrio emocional a muchas
conciencias, salvando las frustraciones del discurrir diario. Es un alto
en el camino, un instante teatral en el que se subliman las
contradicciones y sinsabores de la vida real.
Supriman la Navidad y las multitudes se echarán a la calle y morderán a buen seguro a los promotores de tamaña osadía.
Los toros
Es la fiesta nacional por antonomasia, donde las esencias españolas se concentran de una forma más poderosa y atávica.
Las corridas y las salvajadas singulares que se infligen a los
cornúpetas resisten cualquier argumentación razonada contra ellas.
Como un jardín sin flores, tampoco puede entenderse una fiesta grande
municipal sin programar eventos taurinos. El alcalde o alcaldesa que se
atreva a suprimir tales eventos puede salir escaldado sin capacidad
alguna para oponer su punto de vista racional.
Los defensores de la tauromaquia suelen traer a colación las palabras
cultura y arte para sostener su discurso. Arte y cultura son conceptos
lábiles que se deslizan con mucha facilidad entre la muchedumbre más
proclive a argumentos emocionales de rápida digestión intelectual.
Cultura y arte tienen un prestigio casi irrebatible. Todo es cultura:
la explotación laboral, el esclavismo, el capitalismo, el socialismo,
la filosofía, la albañilería, la carpintería… Y arte, que admite
numerosas acepciones, podemos definirla de dos maneras generales: una
interpretación o visión personal de la realidad y una destreza o
habilidad para hacer algo concreto. Pero arte es una palabra mágica que
resuena como algo sublime en los oídos de la gente llana. De ahí su
fuerza simbólica y evocadora.
La “españa” conservadora vive la tauromaquia como algo muy suyo, muy
querido, como una particularidad (al igual que la eñe) que distingue las
esencias nacionales frente a otros países de manera indubitable.
Por el momento, los detractores de la fiesta nacional tienen todas
las de perder. Incluso los no aficionados, con su silencio pasivo y
cómplice, suman votos a la cuerda de los aficionados de pro. Harán falta
muchas generaciones para que el ambiente emocional favorable a las
corridas de toros pierda presencia en el sentir mayoritario de España.
Los toros continúan siendo un factor fundamental de la “españolidad”
normal, del españolito de a pie, del paisano fiel a sus tradiciones
seculares.
El fútbol
Otro dique de control social de importancia mayúscula lo configura el
fenómeno balompédico. En general, todas las manifestaciones deportivas
con cierto enganche social operan de similar manera.
Es algo tan cotidiano el fútbol profesional que casi pasa
desapercibido como objeto de análisis político, social e ideológico. Lo
natural es que a todo hombre hecho y derecho le guste el fútbol. Esa es
la norma no escrita.
Es más, vemos como lógico que en cada telediario las informaciones
detalladas de cada entrenamiento del Real Madrid y el Barcelona se den
al final de las noticias como información que merece tal relevancia en
los medios de comunicación. Lo habitual se transforma en pasiva
aceptación de la normalidad cotidiana, incluso con datos estúpidos y
opiniones fútiles e intrascendentes de los actores del espectáculo
futbolístico.
El balompié mueve ingentes millones de euros, sí, pero sobre todo
galvaniza riadas de personas ante la televisión y la radio e in situ
varios días a la semana. Y cuando no hay partido, los hinchas siguen
ocupando su tiempo hablando de fútbol con los amigos y pensando en sus
idolatrados iconos mediáticos.
El fútbol controla las mentes e impide pensar más allá de su círculo
vicioso de nimiedades y futesas varias. Además, sirve de desagüe social
donde las contradicciones particulares pueden salir a flote lanzando
improperios al árbitro y las estrellas rutilantes de turno. Tal vez,
esos gritos desaforados hubieran tomado una forma política caso de no
existir la asombrosa omnipresencia del fútbol.
No cabe duda que el fenómeno futbolístico es un engranaje psicológico
complejo para que en sus redes inocuas queden atrapados males sociales
de distinta naturaleza. Estamos ante un veneno ideológico que mediante
las batallas partidarias sublima las luchas sociales más urgentes.
Por eso, el fútbol ha de renovarse con celeridad. Nuevos fichajes,
escándalos, declaraciones salidas de tono, rivalidades enconadas… Todo
ello conforma un fenómeno de máxima utilidad para el sistema capitalista
de Occidente.
Sin fútbol, habría que inventar un hecho equivalente que arrastrara
la maleza que puede cultivarse en una mente crítica y razonable con
posibilidad de transformarse en ideario político.
Es tal la fuerza del fútbol, que incluso en España varias hinchadas
se han manifestado en la calle contra decisiones administrativas que
descendían a sus equipos a categorías inferiores. Casos conocidos se han
producido en Vigo, Sevilla y Elche, con mareas de miles de forofos
clamando por las supuestas injusticias cometidas contra el club de sus
amores. ¿Esas mareas también van a las manifestaciones sociales y
políticas o solo se motivan por razones emocionales secundarias?
Esas movilizaciones reivindicativas, huelga señalarlo, no hacen daño
al sistema. Es más, son tratadas, por su irrelevancia, con cierta
amabilidad por las autoridades policiales y gubernativas.
El coche
Uno de los ritos más ansiados por la adolescencia es poseer el carné
de conducir. Con él en la mano, uno se hace mayor de golpe y recibe el
título de casi ciudadano pleno.
La plenitud llega cuando se alcanza la propiedad o posesión de un
coche. En la publicidad y en las películas, el coche es un elemento
imprescindible para dar consistencia a un personaje protagonista. Todos
somos más al volante, dominando una máquina que nos transporta más allá
del espacio recorrido a un entramado de fantasía y poder inefables.
Cualquier medida para restringir el uso del coche resulta impopular.
Sin el coche nos sentimos desnudos, menos capaces de conseguir las metas
que nos propongamos.
Además de estatus, el automóvil añade valor intrínseco a la
autoestima. No importan demasiado los mensajes ecologistas contra la
utilización abusiva del vehículo. Todo queda contrarrestado con la
seducción irresistible de la propaganda: el modus vivendi de nuestras
sociedades aquí y ahora se mide en diseño aerodinámico y la distancia
vial convertida en traslados sin ton ni son entre no-lugares de paso.
Lo realmente importante es que el coche nos lleve aunque no sepamos jamás adónde queramos ir de verdad.
Desde la generación beat estadounidense, el automóvil se transformó
en un icono de la libertad capitalista. Carretera, coche y yo
conformaron un ente indisoluble de individualismo extremo. Ese influjo
surrealista por la máquina, de la tecnología sin alma ni propósito
humano, ha tomado el relevo en otros objetos mágicos de aislamiento
social: el teléfono móvil, el ordenador personal y la tablet.
Al volante, todos somos algo más que un mero ser humano. Y nadie
desea perder la sensación de poder supremo que nos hace sentir nuestro
adorable coche.
La “mujer femenina”
Cierto es que la mujer ha conquistado terreno vedado durante siglos
por el machismo y el patriarcado en las últimas décadas. Las mujeres
tienen expedientes educativos mejores que los hombres, sin embargo su
presencia en órganos de dirección o responsabilidad continúa siendo
irrelevante.
Las causas son muchas. No obstante, a pesar de los logros obtenidos,
el ideal de mujer permanece muy cercano a los cánones clásicos.
La “mujer femenina” que construyen y venden la publicidad y los
medios de comunicación sigue anclada en imágenes y pautas de antaño.
Falda, tacones, exuberancia en mostrar con gracia y salero “sus
encantos”, desmedida pasión por la delgadez y la belleza exterior son
los factores esenciales del patrón de la mujer-mujer de nuestro tiempo.
Tales clichés se pueden ver cada día. Lo tradicional es que el primer
valor que define a la mujer y que brota con naturalidad en cualquier
persona sea su belleza: ¡qué guapa!, ¡qué guapa eres!, ¡qué guapa estás!
Esa dictadura coloquial echa por tierra muchos años y esfuerzos
sostenidos por los movimientos feministas y configuran un tope o techo
de cristal irrompible en el escenario político y social.
Por supuesto que cohabitan con la “mujer femenina” otros roles
minoritarios de ser mujer, pero son tildados como alternativas fallidas
de una auténtica y completa femineidad.
Hace falta mucha energía política e ideológica para saltarse las
normas preconcebidas de ser mujer en la sociedad actual. Esa tendencia
mayoritaria inducida por la publicidad hace que el hombre mire a la
mujer dentro de lo políticamente correcto, es decir, como complemento
más o menos inteligente en el día a día.
Los roles de género tradicionales están ahí. La mujer-tipo, obligada
por la presión social, persiste en mostrarse como en tiempos pretéritos.
Haga lo que haga, debe resultar bellamente aceptable para el teatro
social.
Incluso en la transgresión más “antinatural”, la preferencia erótica
por el mismo sexo, los gais llevan una delantera considerable a las
lesbianas, una actitud todavía nefanda a ojos del machismo irredento, lo
que demuestra sin paliativos que el patriarcado continúa como filosofía
predominante de vida correcta, coherente y adecuada.
Pese a la mezcla de sensibilidades culturales e ideológicas muy
diferentes, el canon de la “mujer-femenina” por excelencia permanece
casi inmutable. La mujer está para ocultar su interior y enseñar lo
máximo de su piel, mientras que el hombre hace prevalecer su supuesta
inteligencia antes que su figura física.
Los hitos por los que hemos transcurrido a vuelapluma no suelen
advertirse a primera vista en el debate social y político. Se omiten por
cálculo o interés electoral pues son asuntos tabú que pueden restar
votos a una propuesta de izquierdas.
Se habla a menudo de si España es sociológicamente de izquierdas o de
derechas. Debate estéril donde los haya. La izquierda hace tiempo que
dejó atrás su prontuario ideológico por otro modelo de sociedad
alternativo al régimen capitalista.
La “españa conservadora” pervive en el subconsciente colectivo, en el
silencio de los corderos abducidos por la normalidad del consumo
capitalista. Ardua tarea ser de izquierdas y usar el simple recurso de
la razón contra las tradiciones, las costumbres y los automatismos
culturales.
Hacer tabla rasa es imposible, pero ¿por dónde empezar para que otra
sociedad sea posible? ¿Con populismos de rebajas o dando la batalla
ideológica a la derecha en sus distintas advocaciones públicas e
instituciones privadas?
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