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julio 27, 2017

A veces leo muertos..., de Xosé Manuel Pereiro

23 de julio de 2017. Carta al suscriptor Nº 29

Apreciad@

Tolstoi comenzaba Anna Karenina afirmando que todas las familias dichosas se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera. De la misma forma, el inventario de las interacciones de las personas con la vida es reducido, pero las relaciones con la muerte son lo más característico del ser humano, admitiendo incluso como ser humano a Rafael Hernando en modo portavoz. El ritual de despedida que más aprecio es el irlandés –aunque las resacas deben ser espantosas– y tengo unos hermosos recuerdos de los velatorios que presenciaba de niño en alguna aldea gallega: noches de cuentos, vino y comida. Cuando los velatorios dejaron de hacerse en las casas, proliferaron los tanatorios y se desarrolló espontáneamente una arquitectura funeraria entre lo vagamente egipcio y lo resueltamente funcional gris topo. Como coincidió con la crisis de las ferias y mercados, la falta de curas y la relajación de la asistencia a la misa dominical, esas dotaciones se convirtieron en las ágoras ciudadanas por excelencia. En un despoblado municipio de Ourense, en épocas anteriores a la práctica de los presupuestos participativos, se consultó a la vecindad en qué emplear los fondos de algún plan provincial o autonómico, si en un centro social cultural o en un tanatorio. Ganó democráticamente la segunda opción, a consecuencia de la edad media del electorado y también porque quizás era la opción más polivalente. A pesar de que esto es una carta, no es una impresión personal, tengo datos: en toda la comunidad de Madrid hay 32 tanatorios; en la provincia de Barcelona, 24. En la de A Coruña, 60. Los 340.000 habitantes de la provincia de Lugo tienen a su disposición 51 establecimientos funerarios.

La relación que tenemos el periodismo con los muertos es también particular. Los medios tienen un maridaje excelente con las tragedias, como ejemplifica aquella anécdota de los ejecutivos de una cadena de TV de Nueva York que, en época tan lejana como 1975, estaban contemplando la cobertura del incendio en un orfanato católico en Staten Island, y uno de ellos se lamentó porque las llamas eran más aparentes en la imágenes de un canal de la competencia. “Es cierto”, matizó uno, “pero nuestra monja llora más fuerte que las otras”. Los reporteros también somos cada uno a nuestra manera a la hora de afrontar las desdichas: desde aquellos a los que les sube la adrenalina y se vienen arriba en cuanto ventean aflicción e interés humano, hasta los que tragamos saliva cuando nos hemos visto en la tesitura de tener que entrevistar a alguna persona presa de la desolación. Aunque los colegas más visibles son los que diseccionan y desentrañan las catástrofes desde los conocimientos innatos que proporciona el hecho de estar sentado en un plató o participar en una tertulia radiofónica.

Sea cual sea la circunstancia creo que cualquier periodista, informe o tertulianee, debe asumir y defender que no todas las muertes de seres humanos son lamentables. No hubiésemos perdido nada –salvo una cantidad considerable de obras literarias e ingentes volúmenes históricos– si el tiro que le pegaron a Francisco Franco en Marruecos le hubiese dado unos centímetros más arriba o más abajo. O a Pol Pot, si quieren. Eso no quiere decir que sea de buen tono alegrarse en público porque alguien desaparezca de la faz de la tierra. El hecho de que haya mucha gente que sí lo haga –alegrarse por fallecimientos– en las redes sociales no hace a la sociedad mejor ni peor, o no la hace peor de lo que es, simplemente exterioriza una de sus facetas. Todas estas reflexiones escatológicas, tan poco apropiadas para la mitad del verano, vienen a cuento, como habrán sospechado, por lo de Miguel Blesa.

Pegándose un tiro, el antiguo financiero cometió probablemente el único acto de dignidad en sus últimos años. Y también hizo el último servicio. Por lo menos, para algunos correligionarios, para los que el escopetazo que acabó con la vida de Blesa, como la cirrosis de Rita Barberá, tollis peccata mundi. Pero por supuesto, como asegura el himno de la Legión, la muerte no es el final en lo que se refiere a las responsabilidades, excepto las penales. Ni mucho menos blanquea la vida previa, ni convierte en bueno lo que fue malo. La muerte de cualquier personaje conocido, sea casual, auto infligida o a consecuencia de la socorrida “larga enfermedad”, es lo que en periodismo llamamos “percha”, la ocasión de revisar su trayectoria y resaltar sus aciertos y señalar sus errores. Aunque sea para limitarse a recordar, como han hecho destacadas firmas patrias, que la gestión del finado haya servido para que usaran las tarjetas black “progres, izquierdistas y sindicalistas”. O para obviar, como la televisión pública estatal, que el responsable de uno de los mayores fiascos financieros que hemos pagado entre todos era el brazo financiero de Aznar. Recordar a todas las víctimas del finado o mostrar extrañeza por la elevada morbilidad de los incursos en presuntas o demostradas tramas corruptas es un derecho. No estoy al tanto de las últimas tendencias en caridad cristiana, pero en casos como éste demandar respeto a los muertos, calificar de buitres a quien revisa los daños, en definitiva exigir silencio, no dejan de ser ejercicios de hipocresía o invocaciones a la impunidad.

En determinados ambientes, es realmente imposible llegar al término de la vida con la tranquilidad de ánimo que se le atribuye a Nancy Witcher Langhorne, vizcondesa Astor (1879-1964), la primera mujer que ocupó un escaño en la Cámara de los Comunes británica. Cuando despertó en su lecho de muerte y vio a toda la familia reunida alrededor, preguntó: “¿Me estoy muriendo o es mi cumpleaños?”.

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