Cada
vez que enhebro una aguja recuerdo a mi bella miliciana. Coso poco y
rudimentariamente, pero lo poco que sé ( coser un botón, meter un bajo,
zurzir un descosido...) lo aprendí de ella, como aprendí tantas otras
cosas. Con cada puntada torpe de mi mano y firme de la suya, aprendí la
historia familiar, el nombre de mis muertos, el sabor de la sangre, el
olor de la metralla, el triste sonido de los sueños hechos añicos, el
dolor de las rejas que separaron a mi abuelo de la
vida
que mereció vivir y nunca pudo. Con cada hilo nuevo, enhebrado otra vez, aprendí lo que era una mujer libre, y el significado de la palabra
dignidad, y de la palabra pueblo, y de la palabra miliciana. Aprendí las
viejas palabras que habían invocado la revolución: palabras-pájaro,
palabras-mariposa, palabras-garra... palabras como pan, justicia,
fraternidad, anarquismo, camarada, compañera, brigadas internacionales,
colectivización. Aprendí también, con cada dobladillo y cada pespunte,
que la lucha de clases y la alfabetización no estaban reñidas con los
labios rojos y los vestidos de flores, y que amar, y reír y bailar no
eran los enemigos de la revolución. Con cada hilo sostenido entre los
labios aprendí que el poder es oscuro y tiene oscuras intenciones, y que
desde una pizarra, una tarima o un libro se hace mucho por cambiar el
mundo. Así que cada vez que enhebro una aguja, desde mi natural torpeza
para esos menesteres, acuden volando todos los recuerdos, y huele a
Myrurgia y a lavanda, y hay risas y cabellos blancos, e historias de
libros prohibidos y rescatados... Y cuando doy la última puntada, y
corto el hilo, mi bella miliciana me sonríe, y yo pronuncio mi personal
letanía para conjurarla y traerla hasta mí, y desamordazarla, y
regresarla: "abuela mía que estás en mi memoria, y en ella habitas, y en
ella permaneces..."
Marisa Peña. Mi bella miliciana.
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