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octubre 25, 2019

CTXT. El abrazo del recuerdo o las memorias perdidas, de Nuria Alabao


ctxt.   Nuria Alabao  15 dic. 2018. Queridas lectoras y lectores:

 

Permítanme este espacio de intimidad para hablarles de alguien a quien no conocen, ni conocerán. Hablo de mi abuela. Se llamaba Pepa.

En un artículo pasado escribí sobre la memoria de nuestras abuelas en el franquismo. Muchas de ellas no fueron heroínas de historias épicas de las que dan lugar a películas o novelas. No militaron en el antifranquismo, no fueron perseguidas, encarceladas o torturadas, aunque sí arrancadas de derechos conquistados, y de una esperanza de igualdad que iluminó brevemente la II República. O al menos, fueron extirpadas de golpe de un mundo donde podían organizarse para reclamarla. Hicieron falta muchos años para volver a hacerlo, aunque fuese a escondidas, asumiendo el riesgo. Es imposible encerrar para siempre una sociedad que revienta por sus costuras y muda de piel a pesar de todo.

A veces me asalta la imagen de mi abuela Pepa. Siento como una deuda, voy detrás de los recuerdos que ella no pudo contarme porque no le pregunté, porque tardé demasiado tiempo en darle valor a su experiencia. La experiencia compartida de mujeres trabajadoras que aprendieron a sobrevivir en un mundo sin demasiadas expectativas. Mujeres sabias. Mujeres que atesoraban saberes que no eran ni son reconocidos ni valorados, ni nadie va a buscar o a reivindicar porque son “cosas de mujeres”: la cocina, la huerta, los pasteles, el porqué y cómo de las fiestas, los saberes del parto y la crianza –tantas veces nos fueron arrebatados–, la reunión alrededor de la lumbre donde se cuentan historias y se mantienen los lazos de la comunidad… Pero entonces yo tampoco sabía de su valor. Yo quería correr, alejarme de ella y de lo que representaba: una mujer de origen campesino, analfabeta, algo mojigata habitando el mundo de derrotas al que dio lugar la posguerra. Yo me creía mejor, más libre, más sabia, con otra relación con el cuerpo, un cuerpo que se movía por un mundo más luminoso, sin miseria, sin miedo. No ha habido jamás en la historia dos generaciones tan separadas vivencialmente como las nuestras –por lo menos aquí–. No supe recorrer esa distancia.

Yo estaba equivocada. Ella sabía. Había luchado en la vida infinitamente más que yo para criar sola a dos hijos en una posguerra gris y polvorienta. En un momento donde el ideal de la mujer –burguesa y apenas existente– era doméstico, el de la entrega a una plácida crianza; la realidad de la mayoría era la del trabajo duro, en casa y fuera. Una cotidianidad de piedra la de las mujeres como mi abuela: criada y mujer de la limpieza, abandonada por su marido legionario con el que la obligaron a casarse al quedarse embarazada aunque ella no quería. Mi abuela, sosteniendo la sonrisa más allá de toda dificultad para que los niños fueran también un poco felices; o gritona y cabreada, algo insoportable y represora con su hija porque ese era su mundo y porque a veces no se puede más.

Cuando me di cuenta del valor de la experiencia de su generación, de los muros que tuvo que escalar cada día, me siento pequeña. Mi abuela tenía un mundo dentro que comunicarme y yo lo dejé irse y ahora apenas me quedan retales de su experiencia. Los fogonazos de anécdotas que consigue contarme mi madre, especulaciones de alguna tía lejana, historias que coso con retazos para conseguir darle vida en una memoria fantasma. Voy detrás de los recuerdos que ya no existen.

No hay nada por escrito. Mi abuela no sabía dibujar las letras que componen su nombre, ni ninguna otra. No sabía escribir una carta, ni un poema, ni una nota. No podía leer una receta, ni una carta de amor, ni un libro. Abandonó la escuela pronto para trabajar. Era mujer, campesina, lo importante era casarla bien –y tampoco en eso hubo suerte–. De niña, su mundo sin letras me resultaba casi incomprensible, me la imaginaba como perdida en una ciudad china rodeada siempre de símbolos extraños. Pero mi abuela no estaba perdida. Cantaba. Cantaba canciones de la guerra y recitaba decenas de romances. (Canciones que tampoco aprendí pero cuyas melodías llevo dentro.) La literatura estaba en su cabeza y en su voz y lo estuvo hasta el final, incluso cuando fue olvidando progresivamente las demás cosas. Fue lo último que recordó. Por entonces, entendí todo lo que no le había preguntado. Cuando traté de asir esa memoria que era agua con las manos, ya era tarde. Cada vez más a menudo, ella miraba con sorpresa a la extraña en la que yo me había convertido, una extraña con una cara que, sin embargo, parecía sonarle a ratos. Esos ratos, me daba la bienvenida varías veces el mismo día y luego jugábamos al parchís.

Ayer pensé en mi abuela Pepa, su recuerdo estaba agazapado como el de una niña a punto de ser descubierta; y saltó a abrazarme.


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