Amelia Díaz Benlliure 18/11/20
—¿A quién le toca hoy? —preguntó Luisito, mientras volvían del patio.
—¡A Rafita! —contestaron a la vez cinco voces infantiles.
—Sí, sí. Me toca a mí —aseguró Rafita, con la mirada chispeante.
Los siete niños siguieron caminando, ya en silencio, y entraron en el gran comedor. Las largas mesas se extendían en varias filas. Al fondo, una de las monjas removía un gran caldero. Todos los niños se colocaron delante de ella, con su plato vacío. El cucharón daba vueltas y vueltas al contenido de la olla. Uno a uno iban presentando sus platos y recibiendo el contenido: un aguachirle con cuatro garbanzos flotando. Un mendrugo de pan completaba el menú.
Una vocecita reclamó con valentía:
—Hermana, ahonde, ahonde, que abajo está el tesoro.
La respuesta fue inmediata. El cucharón salió del caldero y dando un par de vueltas para coger impulso golpeó la cabeza del chiquillo. No en vano, a esa monja, toda la chiquillería le llamaba sor Pilar Fuertes Cazazos.
Los siete amigos llegaron a su mesa. Miraron con tristeza el contenido de sus platos. Junto a los garbanzos se veían algunos gorgojos. Juanito tomó la palabra.
—Hoy es martes. Le toca a Rafita.
Seis manitas tomaron su mendrugo de pan y se lo acercaron a Rafita. Ese era su pacto desde hacía mucho tiempo: cada día de la semana uno de los siete amigos llenaría su tripa con siete mendrugos de pan.
[Homenaje a Juanito, mi padre.]
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