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mayo 20, 2024

Cuando mi amigo se quitó la vida: sobre el dolor, la culpa y el fracaso social tras el suicidio, de Pablo Garnelo E

 Pablo Garnelo   19 de abril de 2024

El pasado mes de diciembre mi amigo A. decidió quitarse la vida. Desde entonces no he dejado de pensar en aquello. Conocí a A. cuando compartimos piso. Recuerdo que aquellos años de convivencia fueron tranquilos y agradables. A. siempre tenía una amable disposición para conversar. Aunque ya no vivíamos juntos, compartíamos barrio. No nos veíamos mucho, pero llevábamos vidas paralelas, y nos escribíamos o nos veíamos varias veces al año. Cuando quedábamos y nos poníamos al día, siempre todo iba bien, a veces más o menos preocupados por una u otra cosa, pero con un orden vital estable.

Desde que mi hijo Lois empezó la escuela infantil, casi todas la mañanas pasábamos por su calle. Era el trayecto menos ruidoso y más tranquilo. El pasado mes de diciembre, un lunes cualquiera como todos los días a las 9:20 horas, intentamos pasar por su calle, pero estaba cortada por la policía y tuvimos que desviarnos. Recuerdo también que había una ambulancia a la altura de su portal, aunque en ese momento con la inercia del día a día, a velocidad 1.5x, no se me ocurrió pensar algo que descubría a posteriori: estaban ahí por él.

El miércoles de esa misma semana, al finalizar un día más de trabajo, según despedí al último paciente, fui a revisar el móvil. Normalmente apenas suelo entrar en Facebook, pero esa tarde aleatoria y fortuitamente se me ocurrió entrar a echar un vistazo. Fue ahí cuando vi una burbuja en el chat de Messenger de un amigo en común que escribía: “Hola, Pablo, no sé si lo sabes pero A. murió este lunes por la mañana. Mañana nos despediremos...”. En ese momento juro que me recorrió el cuerpo un escalofrío y la rabia se apoderó de mí: “FUCK!!!”. Acto seguido llegaron las lágrimas. Mi amigo había muerto y el velatorio ya formaba parte del pasado. La ansiedad y la rabia me dejaron noqueado.

Cuatro semanas antes, una de esas veces en las que nos veíamos, A. me había puesto sobre alerta de una delicada salud mental, producto de diferentes estresores vitales de diversa índole. En esas últimas semanas hice lo posible por estar a su lado: lo escuché, lo abracé, lo consolé, lo apoyé, le ofrecí mi atención 24h, le animé a comenzar una terapia (incluso le pasé referencias, tanto servicios públicos como privados), también le facilité contactos de psiquiatras de referencia que pudieran darle un apoyo rápido y eficaz.

Nada de eso fue suficiente. La última vez que lo vi fue una noche que le propuse salir a pasear con mi perra Narita. En ese último paseo nocturno me transmitió calma. Me dijo que estaba mejor, aunque puntualmente tenía bajones. Esa serenidad me convenció de que conseguiríamos superar ese bache. Esa noche me acosté preocupado pero confiado de que A. saldría adelante. Lo que yo no sabía era que esa calma era la firma de su derrota.

Desde entonces evito pasar por su calle cada mañana de camino a la escuela infantil con Lois, aunque a veces me fuerzo a ello y a la altura de su casa me resulta inevitable alzar la vista. Mirando su balcón, imagino el salón de su casa donde en alguna ocasión conversamos, por ejemplo, sobre la eficacia de la psilocibina en las depresiones. Él creía más en el poder de las microdosis que yo. Es como si el barrio se hubiera quedado impregnado de dolor. Como si todos fuéramos responsables, algunos sin saberlo, de esa desaparición, oculta esa mañana por dos coches de policía, una ambulancia y varios funcionarios.

A veces, buscando alguna conversación puntual por WhatsApp con otra persona también me doy cuenta de que no he borrado el chat con él. Como si de alguna manera no quisiera que desapareciese su existencia. Será que, como se cuenta en la magnífica película de la factoría Disney Coco, aunque haya personas que ya no existan de la misma manera que existimos nosotros, mantener latente su recuerdo en nuestro pensamiento las mantiene con vida eternamente evitando empujarlas a un olvido definitivo.

“¡Dale!”, fueron sus últimas palabras para conmigo. Esa fue su respuesta a una propuesta mía para vernos, aunque finalmente el encuentro no llegó a ocurrir. Los días previos al suicidio, me vi atrapado por el día a día y, aunque hacía lo posible por tenerlo presente, pasaron varios sin que mantuviéramos contacto.

Con el paso de los meses el sentimiento de culpabilidad por no haber estado lo suficientemente pendiente de él se ha ido transformando en un sentimiento de responsabilidad. Me hace más daño sentirme culpable que sentirme responsable. Puedo razonar con el sentimiento de responsabilidad y jurarme que no volverá a pasar, sin embargo con la culpabilidad no se negocia. El dolor emocional por lo ocurrido será una cicatriz que durará mucho tiempo.

Desde entonces la idea del suicidio como un fracaso de la sociedad en su conjunto ha ganado todavía más fuerza en mi cabeza. Pensar en una salud mental comunitaria significa sentirse responsable de los cuidados de la salud mental de los otros, protegerla y priorizarla como si fuera la tuya, por encima de cualquier obligación. Quizá en un futuro más optimista podríamos pensar en disfrutar de un nuevo derecho laboral para el cuidado de la salud mental de los demás. Nuestro malestar depende de nuestro entorno y el malestar de nuestro entorno depende de nosotros. La salud mental no es algo exclusivamente individual que dependa de unas variables biológicas, sino que hay otros factores que afectan a lo individual desde un marco social.

Me pregunto qué estamos haciendo mal si en nuestra sociedad hay once suicidios al día. Cómo podemos fracasar tanto y tan repetidamente. Psicológicamente, comprender cómo nos afecta el trauma es sumamente importante. Existen numerosas experiencias a lo largo de nuestra vida que pueden ser traumatizantes, como los accidentes, ataques o desastres naturales que a menudo se llaman traumas de choque. También hay traumas de desarrollo cuando experimentamos circunstancias adversas como negligencia, abusos o falta de seguridad en nuestra infancia. Y finalmente también hay otras experiencias que pueden ser traumatizantes, como el estrés crónico y los entornos comunitarios adversos, como la pobreza, la discriminación y la violencia. En este sentido, el problema de la salud mental también es un problema político y las reformas políticas deben ser el pilar central de cualquier reforma de salud mental.

En consulta, la ideación suicida aparece como un denominador común en algunos casos de especial fragilidad. La terapia y nuestro trabajo como profesionales de la salud mental en parte consiste en dar cobertura, además de al contenido traumático, a los temas que socialmente todavía no son aceptados y generar así nuevas dinámicas  para tratar de romper el estigma de la salud mental en un contexto de cuidado y protección para el paciente. Siendo consciente de lo delicado de nuestro trabajo, pienso en el sufrimiento de las personas que trato en consulta y en lo agotador que resulta a veces aplacar el sufrimiento psíquico. Aun así, al llegar a casa, mi mente es capaz de desconectar y normalmente, salvo excepciones, consigo descansar. Es como si después de una jornada en la línea del frente, mi cabeza pudiera descansar en la retaguardia entre fuego cruzado. Sin embargo, con un ser querido es distinto. El dolor perfora cualquier coraza y a veces solo el tiempo es capaz de mitigarlo.

En mis 40 años de vida, A. ha sido la segunda persona de mi ámbito cercano en irse en estas circunstancias. Quince años atrás mi amigo S. decidió poner punto y final a su vida dejando un reguero de incomprensión y frustración a su alrededor. Ambos víctimas de nuestra sociedad. El cariño, la atención y la amistad hacia ellos no han sido suficientes para evitar el final. Resulta increíble pensar en cómo una persona decide poner punto y final a su vida para evitar el dolor. Cómo de grande debe ser el sufrimiento y cómo de cruel pueden ser nuestra sociedad y nuestras dinámicas sociales, que ejecutan vidas convirtiéndonos a todos en cómplices de estas pérdidas.

Psicológicamente, el suicidio como fracaso social siempre ha sido un tema recurrente en estudios e investigaciones. Una incógnita en la historia de la humanidad, todavía por descifrar.

Según el escritor y catedrático de comunicación audiovisual de la Universidad Carlos III de Madrid Gérard Imbert en su libro La tentación de suicidio: representaciones de la violencia e imaginarios de muerte en la cultura de la posmodernidad (Tecnos), la muerte se ha vuelto un espectáculo más de la cultura visual, ligada al poder de los medios de comunicación y a la saturación producida por la imagen y la obscenidad de lo excesivo.

Socialmente vivimos una epidemia de fascinación por la violencia, que en ocasiones se ve expresada de forma cruel contra uno mismo, a lo que Freud llama pulsión de muerte, y que psicológicamente tiene mucho que ver con la historia traumática de los individuos, con los cuidados a la salud mental de las personas.

Un ejemplo de la muerte entendida como espectáculo violento a través de los mass media fue el suicidio de Kurt Cobain, del que el pasado 5 de abril se cumplieron 30 años. Recuerdo salir del colegio en Vigo y ver a los chavales más mayores comentar esta noticia. En mi casa, al tener hermanos mayores, ya sonaba Nirvana desde hacía tiempo. ¿Cómo podía ser que una persona aparentemente tan exitosa decidiese quitarse de en medio? En su despedida, Kurt escribió varias notas de suicidio. La última, del 5 de abril de 1994, comienza de la siguiente manera:

“Soy demasiado sensible. Necesito atontarme un poco para recuperar el entusiasmo que tenía de niño. Desde que tenía siete años, he sentido un odio total por todos los humanos en general. ¡Soy un crío demasiado errático y malhumorado! He perdido la pasión, así que, recuérdalo, es mejor arder de golpe que difuminarse poco a poco. Paz, amor y empatía, Kurt Cobain”.

La psicóloga Kay Redfield Jamison, catedrática de la Escuela de Medicina de la Universidad de Harvard, escribe en su obra Una mente inquieta que “la depresión con tendencias suicidas es un estado de horror gélido y turbulento y de implacable desesperación. Cuanto más amas la vida se consume sin dejar rastro. Cualquier cosa supone un esfuerzo, todo el día y a lo largo de toda la noche. No hay esperanza, no hay sentido, no hay nada”.

Hablar de la muerte es clave para trabajar en la prevención y eliminar estigmas sobre el acto de quitarse la vida

En este sentido, el filósofo Simon Critchley cuenta en Apuntes sobre el suicidio que el escritor David Foster Wallace continúa la misma línea de Freud en el discurso de graduación impartido en la Kenyon College en el año 2005, convertido en el libro Esto es agua. La mente es un magnífico sirviente, pero un amo terrible. Cuando el malestar psíquico se vuelve insoportable, nuestra mente se convierte en el peor de los carceleros, transformándose así en el sexto pasajero de la nave del Nostromo. Dice Critchley que el suicidio es la decisión de liberarse de lo que nos esclaviza: la mente, la cabeza, el cerebro, esa difusa zona de febril actividad detrás de los ojos.

El mismo autor habla del suicidio como algo demasiado optimista, positivo y asertivo, demasiado inmerso en la fantasía de la salvación a través de la muerte. En Silogismos de la amargura escribe: “solo se suicidan los optimistas que ya no logran serlo”.

La tarea más importante de nuestro cerebro es garantizar nuestra supervivencia, aun bajo las condiciones más complejas. Cuando vivimos presos de lo traumático, nuestro Sistema Nervioso Autónomo se atasca y se hace prácticamente imposible integrar nuevas experiencias vitales. Además de esto el cerebro no cesa en secretar las sustancias químicas del estrés y los circuitos eléctricos del cerebro continúan en un estado de alerta que terminará por agotarnos si no curamos el daño del trauma.

En terapia, el suicidio, por suerte o por desgracia, es un tema recurrente, y cuando surge en alguna conversación la sensación de nadar a contracorriente se hace latente. En este sentido, al igual que en una corriente marina, ante la posibilidad de agotarnos por ir a la contra, en un primer momento conviene dejarse llevar por el imperativo de la corriente para, pasado un tiempo, volver a costa nadando en diagonal.

Hay en la muerte por suicidio una necesidad extrema de vivir, un deseo por existir en este caso por defecto. Tanto en terapia como en la calle, hablar de la muerte es clave para trabajar en la prevención y eliminar estigmas sobre el acto de quitarse la vida.

El año pasado, el club de fútbol británico Norwich City, realizó una magnífica campaña de concienciación sobre el suicidio en la que se ve a dos aficionados animar a su club durante distintos partidos, uno más efusivamente que el otro, que se muestra más decaído. El vídeo nos muestra de forma muy eficaz cómo, oculto tras una fase de euforia o manía, puede hallarse un estado depresivo con tendencias suicidas, y cómo las señales de peligro no siempre son fáciles de detectar. El optimismo a veces es la cara amable de un trastorno depresivo.

Han pasado ya varios meses desde que A. nos dejó. Solo me queda pensar que mi amigo fue un gran optimista y que nosotros, como sociedad, somos los pesimistas, quienes no hemos podido atender sus necesidades y cuidados, volviendo así a la idea del suicidio como un fracaso del conjunto social.

Lo siento mucho, querido amigo. Espero poder volver a mirar pronto tu balcón y revivir sin dolor el recuerdo de tu compañía en esta extraña existencia donde a veces, por desgracia, lo colectivo se convierte en individual.

Línea de atención a la conducta suicida: 024

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CTXT. Sobre cerdos y monstruos, de Mario Campaña





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