Malena no destacaba físicamente por nada. Ni guapa ni fea, ni alta ni baja, ni rubia ni morena, ni gorda ni delgada, vamos que se encontraba en ese grupo de población que puede pasar inadvertida por el mundo, los "transparentes".
Su baza estaba, porque ella tenía una baza, en las distancias cortas. Ahí no tenía competidora posible. Sus habilidades sociales eran muy superiores a las de la gente que la rodeaba normalmente. Ahí es donde ella adquiría un brillo especial, advertido por todo aquel que tenía la oportunidad de compartir conversación con ella.
Estudió Sociología por las tardes, ya que su incorporación al mercado laboral fue muy temprana. La economía de su familia era débil y Malena era la mayor de cuatro hermanos. La carrera le costó dos años más de los inicialmente previstos, pero ésto no la desanimó, es más le cogió tanto gusto al estudio que al acabar Sociología se encontro como vacía y decidió continuar en la universidad. Dudó entre hacer Psicología o Filología, porque ambas la entusiasmaban poderosamente, optando en el último momento por la primera de ellas, le encantaba analizar a la gente y analizarse. Sus comportamientos, sus actitudes, sus represiones, sus miedos, sus fóbias. Todo ello era para Malena un gran mapa de la personalidad de cada individuo; mapa que se iba llenando con los "accidentes" geográficos que iba descubriendo en las diversas incursiones realizadas en cada territorio de los estudiados.
Su primer territorio fue ella misma, por descontado. Necesitaba conocerse profundamente antes de atreverse a internarse en la jungla particular de cada uno. Ello la posibilitó para ser más flexible con los errores ajenos, al ver los propios, más condescendiente, más transigente, más compasiva, en definitiva.
Todo esto lo advirtio rapidamente Eduardo, tras haber mantenido con ella cuatro largas conversaciones. Conversaciones que se iniciaban a primera hora de la tarde y acababan a altas horas de la madrugada. Conversaciones en las que ambos hablaban sin tapujos, como adultos formados, cultivados. Desde el primer momento simpatizaron.
Eduardo sí que era atractivo físicamente, muy atractivo, tanto que se llevaba las miradas de cuantas féminas le rodeaban. Cercano a los cuarenta años, mantenía la figura atlética de su juventud gracias a que hacía ejercicio tres días en semana, invariablemente, salvo escasas excepciones. Sus rasgos eran de tipo clásico, casi, casi trazados a tiralíneas. De pelo ensortijado y moreno, su tez era también ligeramente morena, dorada más bien. Definitivamente llamaba la atención. Cómo se la llamó a ella en aquella reunión entre amigos comunes que sostuvieron pocos meses antes.
Fue ella la que se le acercó, magnetizada por su cara, su figura, sus movimientos, y ¡gracias al altísimo! no salió decepcionada. Porque había tenido muchas experiencias negativas a este respecto. Sujetos que se veían graciables, en un principio, resultaban torpes verbalmente o ignorantes básicos, con carencias cognitivas estructurales, un fiasco.
Pero no fue eso lo que percibió junto a Eduardo. Él era culto, pero no presuntuoso, él, que se veía adornado por tantas virtudes, no tenía ni un gramo de vanidad, resultaba cercano, amigable, un encanto de persona metido en un recipiente envidiable.
Estaba a gusto con él, disfrutando cada momento que compartían como si fuera único -porque era único- como si fuera irrepetible -porque realmente es irrepetible-. Sus planes no iban más allá de la distancia de seis meses, porque la vida es cambiante, porque no querían sentirse amarrados, porque gozaban de su libertad compartida, sabiéndose no presionados. Ambos habían tenido parejas anteriores y conocían el valor de la palabra libertad, habían sentido cómo les habían utilizado en el sentido utilitario del término, manipulado, expoliado económicamente.
Sí, hacían una pareja estupenda, compenetrada, reforzada, disfrutada.
A los que no le tienen miedo a la Vida y arriesgan, porque la Vida es eso, asunción de riesgos y responsabilidad.
PAQUITA
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