Pilar Ruiz 5/02/2020
No hay cosa más rara que querer mucho y demostrarlo: José Luis era un maestro en eso
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“Confío en ti porque nunca escribirás ‘algodonosas nubes’”, me dijo Cuerda hace muchos años. Fiel a sus principios, escribo esta nota, que no necrológica –palabra feísima, antipática– a los lectores de CTXT que a buen seguro habrán disfrutado con el cine de mi amigo, esperando ser capaz de contarle bien, o sea, a su manera. Es mejor no llevarle la contraria.
José Luis Cuerda era raro. Y de Albacete. Lo segundo lo sabe todo el mundo, lo primero, quizá ni él mismo. Su rareza pudo sobrevenirle de su paso por el seminario: de niño jugaba a decir misa y de mayor coleccionaba objetos litúrgicos. Cuando le regalé un santoral cuyo autor era el siniestro Fray Justo Pérez de Urbel, confesor de Franco, dijo: “¿Pero tú cómo sabes de ese tío? Eres una rara”. Y se lo guardó rápidamente, como un tesorillo. Claro que eso de haber crecido en un bancal seminarista tampoco era tan excepcional en aquellos años de la posguerra nacionalcatólica y sus niños proto-curas y sus niñas con fervor de misionera. Puede que la rareza le viniera de su padre, de cuando apareció un día en su casa de Albacete y dijo a la familia: “¡Venga, que nos vamos todos a Madrid!”. Era jugador de póker profesional y había ganado un piso en una timba. Pero no, ahora que lo pienso, tampoco eso explica su rareza.
José Luis era raro porque era generoso hasta el desprendimiento: fue uno de los poquísimos directores de cine españoles (con Almodóvar, también manchego. Casualidades) que se han arriesgado personalmente por otro director y, encima, más joven. La competencia, vamos. Porque le dio la gana, hizo posible la primera película de Alejandro Amenábar, un cineasta con el que no compartía ni generación, ni gustos, ni nada. Y ni falta que hacía. Después le pasaron cosas rarísimas, como que gracias a Tom Cruise pudiera comprarse una bodega en Galicia donde hacía ribeiro y no albariño; no me digan que esto último no les suena raro.
A mí me salió un Cuerda en el bancal de la Escuela de cine. Sus clases eran raras, a su imagen y semejanza: de pronto preguntaba, en plan examen, cuál era el último libro que habíamos leído y por qué. No película, no: libro. Si no le gustaba el autor o las explicaciones, te ponía a caldo. Yo me libré porque confesé a Ferlosio –“¡Qué rara eres!”–, pero a uno que ponderó a Antonio Gala, pobre, le puso como hoja de perejil: “¿¿Y vosotros queréis ser directores de cine?? ¡¡Si no sois ni personas!!!”
Con él aprendimos que el cine español no es una industria sino artesanía rural y nos descubrió cosas en las que no se fijaba nadie: analizando Él de Buñuel, insistía en la importancia de los rizos frondosos de Arturo de Córdova: “Es la locura, ¿no veis que con ese pelo es como si tuviera las circunvoluciones cerebrales al aire?”. Desde entonces yo no he podido volver a ver a ningún actor en ninguna película sin fijarme en si se le veían o no las circunvoluciones cerebrales. Cuerda se reía mucho con Buñuel –yo también, pero es que tenía razón y soy rara–. En pleno franquismo se fue a ver un ciclo a Francia, porque aquí estaba prohibido, ya saben; sus carcajadas indignaron tanto al público francés que casi le echan del cine: “Creían que el cine de Buñuel es como estar en misa, ni puta idea tenían esos de Buñuel”.
Nos enseñó muchas cosas nada útiles, un magisterio dirigido a eso de aprender a ser personas antes que directores de cine. También nos llevó al zoo a grabar en vídeo a los animalitos; tuvimos que salir corriendo porque los monos, en cuanto nos vieron llegar con las cámaras, nos lanzaron una lluvia de mojones bien apretaditos hechos con sus propias mierdas. Como les pasa a muchos españoles, tenían inquina a los peliculeros. Todo lo que nos pasaba con Cuerda era un poco raro y como de película de las suyas, ya ven.
No hay cosa más rara que querer mucho y demostrarlo: José Luis era un maestro en eso. Y también podía odiar ferozmente, sin calcular, cargando contra la hipocresía, la ignorancia, la estupidez y la cursilería (por ejemplo, el escribir “algodonosas nubes”). Les tenía ojeriza a los poderosos y a los que se aprovechan de los débiles, así en general: “Hay que ser antisistema por honradez, porque no serlo es de hijos de puta”.
Era raro por ser cariñoso y fiel con sus amigos y, si hacía falta, cagarse en todos los muertos de alguien para luego hacer una broma con su humor cervantino: ese momento de Tiempo después en que se reza el comienzo de El Quijote es, además de gloria bendita, pura poesía cuerdista, alta, grande, sonora y significativa. Porque Cuerda era muy poético, tanto que te invitaba a comer cuando estaba a dieta para así poder comerse la mitad de tu plato: “¿No te vas a comer las grasita de los riñones? Pero mujer, si eso es lo más rico, ñam, ñam”. “Sí me lo iba a comer, pero no me has dado tiempo, José Luis”. Brutal, desmesurado y tierno como un riñón de corderito lechal bien hecho a la plancha, se arrepentía de sus arranques casi en el mismo momento en que se dejaba llevar por ellos y después hacía una cosa más rara todavía: pedir perdón y decir “tú tenías razón” (...)
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