Castigos, pruebas de virginidad, trabajos forzosos, celdas de aislamiento y mucha moral católica. El franquismo creó el Patronato de Protección a la Mujer —con la esposa del dictador, Carmen Polo, como presidenta de honor—, una institución que propició el encierro de un número incalculable de menores de edad en conventos a modo de reformatorios. “Los motivos del internamiento fueron muchos y muy diversos, desde portarse mal hasta ir de la mano de un chico o fumar por la calle”, explica la periodista Marta García Carbonell (Gandia, 1999), autora junto con María Palau Galdón (Bicorp, 1999) de Indignas hijas de su patria. Crónicas del Patronato de Protección a la Mujer en el País Valencià, editado por la Institució Alfons el Magnànim tras obtener la 'Beca de periodismo de investigación Josep Torrent' que otorga la Unió de Periodistes Valencians.
Las autoras han rastreado la trayectoria de la institución en decenas de cajas de los archivos oficiales de la dictadura, con la ayuda de los trabajos de la investigadora Consuelo García del Cid, pionera del estudio del patronato y superviviente del encierro, o de las historiadoras Mélanie Ibáñez y Vicenta Verdugo, especialistas en género y represión franquista.
A pesar de que las raíces históricas más lejanas de la institución se remontan a 1902 y de la fallida experiencia de reforma durante la II República, brilló en todo su esplendor durante la dictadura franquista y no se extinguió hasta 1985.
En plena posguerra, en 1941, la dictadura creó el Patronato de Protección a la Mujer, dependiente del Ministerio de Justicia (cuyo titular ejercía de presidente efectivo) y con representantes de los obispos, militares, policías y de la Sección Femenina de la Falange Española Tradicionalista y de las JONS, entre otros estamentos del régimen. Todo con el objetivo de imponer la moral católica, de manera especialmente activa en las zonas que habían estado bajo control republicano hasta el final de la contienda.
En el punto de mira quedaron los “comportamientos homosexuales u otras anomalías de orden mental”, la prostitución callejera —disparada a consecuencia de la pobreza y el hambre durante la posguerra—, los paseos domingueros de parejas en bicicleta (“vehículo de moda”, según las memorias del patronato), la oscuridad de las salas de cine y, especialmente, los salones de baile (“Es la raíz de incontables pecados y ofensivas contra Dios Nuestro Señor que tiene prohibida la lujuria en todos sus grados”, alertaba la revista Ecclesia en 1945).
Las encargadas de aplicar el encierro, en última instancia, fueron monjas de varias órdenes religiosas. En los centros de clasificación previos al encierro en conventos, “les hacían exámenes de virginidad para ver cuáles habían sido sus pecados”, recuerda María Palau. “En el patronato las mujeres podían acabar encerradas como consecuencia de redadas callejeras o porque las enviaba un médico, un profesor o una monja”, explica la periodista.
Así, según los informes internos “sobre la moralidad púbica en España”, las Adoratrices asumían a las jóvenes más “fácilmente regenerables”, las Religiosas del Buen Pastor a las que “ofrecían fundadas esperanzas de rehabilitación” y las Oblatas a las “caídas más reacias a la acción reeducadora”. “Las peores eran las Oblatas y las Adoratrices”, apostilla Marta García, quien recuerda que hubo muchos intentos de suicidio.
En los reformatorios, las internas cosían, rezaban y poco más. Por supuesto, sin remuneración. “La vida diaria era silencio, miedo, hambre, rezo y trabajo forzado”, detalla María Palau. Además, las fugas se castigaban con encierros en celdas de aislamiento o con el destierro a centros situados en otras provincias “para conseguir que se rompiera la red familiar y social de amistades”, recuerda Marta García. Después del internamiento, las jóvenes continuaban vigiladas (...)
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