Miguel Ángel Ortega Lucas 3/10/2024
La conexión continua se revela como causa de que la ansiedad, la depresión y el suicidio se hayan disparado entre los más jóvenes en todo el mundo
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“En el caso de la mayoría de los padres con los que hablo, lo que subyace es una preocupación de que está ocurriendo algo antinatural, y que a sus hijos les está faltando algo –casi todo, en realidad– a medida que acumulan horas online. Pero a veces lo que me cuentan es más aciago. Sienten que los han perdido”.
Puede que esas líneas resulten demasiado alarmistas para algunos. Las firma el psicólogo estadounidense Jonathan Haidt en los primeros compases de su más reciente libro, La generación ansiosa. Y las nutre, amplía y sostiene a través de un análisis demoledor, tanto en números como en argumentos, para responder a esta pregunta: “¿Por qué se produjo un aumento internacional sincronizado en las tasas de ansiedad y depresión en adolescentes a principios de la década de 2010?”.
Mediante un riguroso cruce de datos, lo que las cifras arrojan es “un repunte muy brusco y acusado de episodios depresivos fuertes a partir de 2012 más o menos”, cuando la depresión “se volvió 2,5 veces más frecuente”, sin distinción de sexo, raza ni clase social. Entre los adolescentes (13-19 años) estadounidenses, la “depresión grave” aumentó nada menos que un 145% desde 2010 en chicas y un 161% en chicos, según datos de una cuestación anual del gobierno en centros educativos. Pero la tendencia se da en todas las franjas de edad, siendo cada vez menor, aunque constante y muy alta, conforme los consultantes ganan en madurez (aumento del 92% entre los de 18 a 25 años; del 62% entre los de 26 a 34…).
Lo mismo se observa en otros trastornos, con especial virulencia en diagnósticos de anorexia, duplicados entre 2010 y 2020 en EEUU. La tasa de autolesiones en chicas adolescentes casi se triplicó en ese mismo periodo y también aumentó en los varones. Para 2023, y según una amplia investigación realizada entre estudiantes universitarios norteamericanos (es decir, aquellos que habían vivido la pubertad a lo largo de la década anterior), el 37% afirmaron sentirse ansiosos “siempre” o “la mayor parte del tiempo”. Otro 31% aseguraba sentir ansiedad “casi la mitad del tiempo”. Es decir: casi siete de cada diez viven con los nervios de punta de manera cotidiana.
Los datos oficiales referidos a España vienen a coincidir con lo señalado por Haidt. El informe Evolución del suicidio en España en población infanto-juvenil, del Centro de Investigación Biomédica en Red de Salud Mental (Universidad Complutense), refleja una caída casi constante de casos desde antes del año 2000… hasta que algo sucede, pasado el año 2010, que hace que la curva tome la dinámica opuesta, con un repunte aún mayor tras el año 2020, atribuido a las consecuencias psíquicas de la crisis del covid. Pero cabe subrayar que la tendencia ya venía al alza en los años previos. Exactamente desde el punto en que Haidt observa el quiebre, tanto en Estados Unidos como en Reino Unido, Canadá, los países nórdicos y un largo etcétera.
En España el suicidio es la primera causa de muerte en jóvenes de entre 12 y 29 años. En 2021 se registraron 336 en esa horquilla (junto con dos casos de niños menores de 12 años). El 71,2% eran varones. Algo habitual, porque la cifra de hombres que se quitan la vida siempre es notablemente mayor que la de mujeres en todo el mundo. Sin embargo, y esto es importante, las cifras se igualan mucho al ceñirnos a la franja de entre 12 y 17 años, en la que el 55,4% de suicidios de ese año fueron de chicos y el 44,6% de chicas. Por su parte, el Observatorio del Suicidio en España señala en su último informe que en 2022 hubo un aumento más que notable de casos entre adolescentes de 15 a 19 años: “Si en 2021 hubo 53 (28 chicos y 25 chicas), en 2022 fueron 75 (44 y 31)”. [Las cifras definitivas de 2023 no se podrán fijar hasta finales de este año].
El espejo deformante de la pantalla
Hay que tener presente que no existe un ser humano igual que otro, y que, como señalan los expertos, no puede atribuirse algo tan definitivo como el suicidio a una sola causa, sobre todo porque la psique sigue siendo en su mayor parte un misterio. Sí podemos hablar de detonantes, de situaciones –crisis internas, pérdida de seres queridos, despidos, separaciones amorosas…– que pueden empujarnos a estados de desesperación sostenida, sin salida aparente.
Más allá de esto, para Jonathan Haidt todas las cifras expuestas arriba guardan una correlación directa con el abuso de internet; lo que él denomina “la Gran Reconfiguración de la infancia”, y que él fija en el periodo entre 2010 y 2015: “Los patrones sociales, los modelos de conducta, las emociones, la actividad física e incluso los patrones de sueño de los adolescentes experimentaron una reestructuración radical en el transcurso de sólo cinco años. La vida cotidiana, la conciencia y las relaciones sociales de los niños de 13 años que tenían un iPhone en 2013 (y que nacieron en 2000) eran profundamente distintas respecto a las de los niños de 13 años con teléfonos móviles básicos en 2007 (y que nacieron en 1994)”. Es la brecha en usos y costumbres de la llamada generación Z, nacida con el nuevo siglo. La de quienes alcanzaron la adolescencia cuando la conexión a internet podía ser ya continua, inmediata e independiente, al tenerla literalmente al alcance de la mano en los teléfonos móviles de nueva generación.
Que la dependencia hacia esas máquinas, derivada en servidumbre, puede resultar peligrosa, resulta una intuición al alcance de casi cualquiera. Pero Haidt lo respalda con datos, explicitando cómo en la década de 2001 a 2010 –cuando ya la mayoría de hogares en los países desarrollados tenían ordenador con conexión, pero los teléfonos móviles sólo permitían llamar y mandar mensajes de texto–, “la salud mental de los adolescentes no decayó”. De hecho: “Los adolescentes millennials [nacidos entre 1981 y 1995], que crecieron jugando a lo largo de la primera oleada” de la revolución informática, “eran ligeramente más felices, de media, que la generación X [los nacidos entre 1965 y 1980] cuando eran adolescentes. En la segunda oleada se produjo el rápido aumento de las tecnologías que emparejaban las redes sociales con el smartphone, y que llegaron a la mayoría de los hogares en 2012 ó 2013. Fue entonces cuando la salud mental de las adolescentes empezó a desplomarse, y cuando la salud mental de los chicos cambió de formas más difusas”. Haidt descarta que todo esto tenga que ver con la crisis financiera mundial que hizo crack a finales de 2008 y sus consecuencias en los hogares, argumentando que, de ser así, la recuperación económica habría ido de la mano de una caída de estados depresivos, cuando ha sucedido justo lo contrario.
“Se trata”, dice, “de una profunda transformación de la conciencia y las relaciones humanas. Es el nacimiento de la infancia basada en el teléfono. Y marca el fin definitivo de la infancia basada en el juego”. “Podríamos decir que el ecosistema de las redes sociales basado en el smartphone y los selfies que conocemos hoy en día surgió en 2012, con la adquisición de Instagram por parte de Facebook tras la introducción de la cámara frontal en los teléfonos. Para 2012, muchas quinceañeras tuvieron la sensación de que todo el mundo tenía un iPhone y una cuenta en Instagram, y que todo el mundo se comparaba con los demás. Mientras que la vida social de las chicas se trasladó a las redes sociales, los chicos se adentraron sobre todo en videojuegos multijugador, YouTube, Reddit y pornografía dura, todo ello disponible en cualquier momento y lugar, gratis y directamente en sus teléfonos”.
Aclarando también que no se trata de demonizar los avances tecnológicos ni las posibilidades que brindan –pero teniendo en cuenta que todo tiene su reverso oscuro–, hablamos con varios profesionales de la salud mental para contrastar las aseveraciones de Haidt. Planteando a la par algunas impresiones comunes a todos en este nuevo “ecosistema” virtual en que vivimos.
Antonio R. Cano, psicólogo clínico –expresidente de la Sociedad Española para el Estudio de la Ansiedad y el Estrés–, habla así respecto a la “comparación” continua a que incitan las redes sociales: “Los humanos somos seres muy sociales, dependemos de los demás para sobrevivir. Todo el mundo necesita reconocimiento y aprobación, y llevamos ya varias décadas dándole al me gusta: ‘me gusta’ que esta ha viajado aquí, que el otro se ha casado…”. La conclusión a la que mucha gente llega puede resumirse en que “soy un pobre desgraciado, porque, en comparación con tanto éxito de los demás, lo mío no es nada”. Un éxito falsario no sólo por ceñirse a lo material, sino porque, como dice Cano, “nadie quiere admitir que está deprimido”, o triste, o pasando una mala racha, de modo que el escaparate virtual alimenta la falacia de que “todo el mundo es feliz menos yo”.
Si ese tipo de minifrustraciones, al contemplar las presuntas proezas ajenas, puede desalentar a los más mayores, no es difícil imaginar los efectos que pueden tener en aquellos que transitan esa época tan determinante y compleja de la adolescencia, cuando se empieza a construir la propia identidad; a tratar de descubrir quién somos, qué hemos venido a hacer aquí.
El psicólogo Gonzalo Jiménez Cabré, más joven pero con sólida experiencia en el tratamiento de niños y jóvenes tanto en sanidad pública como en consulta privada en Madrid, nos cuenta que en la pubertad “vivimos como si el resto estuviera pendiente de lo que hacemos o no; como ante una audiencia imaginaria. Con las redes sociales esto se amplifica”, y se materializa en el exterior. “Hemos estado viendo una correlación entre el tiempo de uso de las nuevas tecnologías y el malestar con uno mismo”, provocado por esa comparación casi incesante: “En general hay un sesgo cognitivo. Los adolescentes creen que gran parte del mundo es muy feliz y que ellos son la excepción. Es como infligirse un dolor constante que se traduce en inseguridad personal, ansiedad, depresión, por no cumplir ciertas expectativas sociales”. Un espejo deformante que traslada el mensaje subliminal, y tóxico, de que tienes que ser alguien mejor de quien eres, tener algo mejor de lo que tienes, y que, a la postre, eres de alguna forma defectuoso o maldito al no vivir esa vida estratosférica que siempre está en otra parte. (Nunca nada es suficiente.)
Muchos de los jóvenes que Jiménez trata han crecido condicionados por una dinámica autodestructiva, muchas veces a causa de “alguna característica física” que no cuadra con el canon homogeneizante de lo que hay que aparentar. Pueden crear una imagen muy distorsionada de sí mismos, que incluso no tenga objetivamente nada que ver con la realidad.
Círculos viciosos
Se dan muchos otros efectos en este laberinto virtual. Algo grave –y que, según los terapeutas, no se está atendiendo en absoluto como debiera–, es la hipersexualización en que vivimos inmersos, aún más a través de las pantallas. Esto exacerba la mencionada comparación física entre los adolescentes, provocando una aspiración, más o menos forzada, a ser valorados –sobre todo valoradas– por su atractivo erótico. Es algo que, como dice el terapeuta Gonzalo Jiménez, no sólo no acota, sino que fomenta y aplaude la sociedad actual, por ejemplo a través de las conductas y discursos que expone sin complejos el reguetón: “Hay tanta presencia, explícita o no, de actitudes sexuales en la música, los programas de televisión, la publicidad, internet… que acaba provocando un impacto psicoafectivo importante. Se está detectando cada vez más precocidad sexual por estas cuestiones, a veces cuando ni siquiera se están produciendo los cambios puberales”.
Los adolescentes perciben que “tienen que adaptarse a esos ejemplos de hombres muy machos y mujeres voluptuosas que son objeto sexual. Esa presión lleva a muchas a una crisis de autoestima, y a una tendencia a compensarlo por la conducta alimentaria, el ejercicio, la cosmética… Los datos globales indican un aumento de la demanda de cirugías en edades más tempranas, que siempre conllevan riesgos. Yo he tenido casos de chicas de 14 años [a veces respaldadas por sus progenitores] que han pretendido hacerse un aumento de pecho o de labios, cuando ni siquiera han tenido tiempo de desarrollarse en absoluto. Todo les lleva a mostrarse más sexuales”. Lo cual desemboca en la presión, tanto en chicos como en chicas, de ser sexualmente activos cuanto antes. Así, se dan por un lado “conductas de riesgo, siendo muy permisivos para tener relaciones”, y por otro el extremo contrario: “La inhibición. Nos encontramos con chicos más inseguros, temerosos a la hora de relacionarse”, al no verse capaces de cumplir con expectativas que en realidad nadie les está exigiendo.
Epítome de todo esto es el “acceso tremendo” que cualquiera puede tener a la pornografía online, de la más suave a la más sórdida. “Yo me he encontrado a niños y niñas traumatizados”, dice Jiménez. “Como la psique a esas edades no está preparada para asimilar la información, genera un impacto”. Cuando se convierte en hábito, todo ese maremágnum acaba siendo la educación sexual de muchos: “Un modelo mecánico, animal, desnaturalizado” de vivir las relaciones sexuales, “donde se suele tratar a la mujer como mero instrumento para la satisfacción del hombre”, y por el cual los chicos pueden asumir como referente una virilidad burda y depredadora. Al mismo tiempo, la sobreestimulación erótica a la que los adolescentes se ven expuestos –y su satisfacción sistemática–, puede llevar a un círculo literalmente vicioso de frustraciones, vacío interior y pérdida de confianza y horizonte vital. Pueden perderse las experiencias y descubrimientos que naturalmente toca vivir a esas edades, empezando por cultivar una relación sana entre sus iguales.
Los círculos viciosos no acaban ahí. Al buscar la validación de su tribu por el éxito virtual –seguidores, me gustas, etcétera–, la dependencia es inevitable, se consiga o no tal respaldo. Puede ser que lo consigan, haciéndoles sentir importantes, “populares” (un chute literal de dopamina), de manera que acaban dependiendo de que les aplaudan. Por la vía inversa, es fácilmente imaginable el drama (la ansiedad) si no lo consiguen. Y, si lo consiguen y un día dejan de conseguirlo, harán lo posible por recuperarlo a base de seguir conectados. La trampa –como la hidra empresarial que manipula desde las grandes plataformas– siempre gana. De ahí que sea tan necesario, y no sólo en adolescentes, seguir una “dieta virtual”. Para no tener que llegar a lo que pueden ver tantas veces los psicólogos en adolescentes: síndromes de abstinencia, en cuanto se les retira el móvil, no muy distintos a los de un adicto a cualquier sustancia. El impacto de esto puede ser fatal en el estado anímico, la energía, la salud en general y la concentración (que a veces llega hasta la incapacidad) para llevar a cabo cualquier cosa en la vida que requiera un mínimo de atención, reflexión y calma. El nivel cultural y educativo que luego se alcance depende en extremo de esto último.
Conjurar la soledad
Los estados de ansiedad (manifestada en ahogos, sudores, taquicardias…), así como, por vías más sinuosas, la depresión, tienen un mismo origen: el miedo. Son máscaras del miedo a tantas cosas que creemos no poder afrontar en la vida. Pero –escribe Jonathan Haidt– “mientras que el miedo” en su forma más cruda “activa todo el sistema de respuesta en el momento del peligro, la ansiedad activa algunas partes del mismo sistema cuando se percibe sólo una posible amenaza. Cuando nuestra alarma salta a la mínima por sucesos ordinarios, muchos de los cuales no suponen una amenaza real, nos mantiene en un perpetuo estado de ansiedad”. Se puede dar entonces un trastorno que derive en pensamientos catastrofistas como, por ejemplo, decirme que “no valgo nada” por no responder a determinado modelo. Algo que puede desembocar en sentencias como: “El mundo no me acepta, no encajo, nadie me quiere; no merece la pena vivir”.
La relación sana y directa con el mundo, el encuentro y el diálogo, el compartir y desahogar mirando a los ojos a otro ser humano, es una clave esencial, tanto para paliar los problemas de los que hablamos como para evitarlos en primer término. Empezando por que, como refiere Antonio Cano tras décadas de experiencia, “la gente ha asumido que las pastillas son la solución”, cuando apenas son “un parche” que anestesia y sólo aplaza el problema. Tratar de eludir el dolor por una pérdida, cuando es necesario hacer el duelo, sólo multiplica el sufrimiento. Cano ha llevado a cabo ensayos clínicos en que se demostró de qué forma los diálogos seguros y sin prejuicios entre personas deprimidas dan mucho mejores resultados que los psicofármacos: “Tenemos tendencia a culpabilizarnos, a echarnos mierda encima, a magnificar las cosas malas, a ponernos en lo peor ante la incertidumbre… Lo que puede reducirlo es poner las cosas en una perspectiva sana: asumir lo que me pasa y no tener miedo a decirlo. Eso ya es una reinterpretación”.
Tanto es así que el hecho de que sean siempre más varones que mujeres los que acaban consumando el suicidio tiene bastante que ver con la (in)capacidad para verbalizar y compartir los problemas. Entre los niños y adolescentes, a quienes tanto puede doler un rechazo o acoso del grupo, sentirse solos, indefensos e incomprendidos, suele pasar igual: “A ellas”, corrobora Gonzalo Jiménez, “se les permite ser más expresivas emocionalmente, no está mal visto que compartan sus sentimientos. Los hombres, a pesar de los tiempos modernos, hemos tenido siempre como mandato ser duros porque expresar sentimientos se asociaba a la debilidad”. Para las chicas, las autolesiones y los intentos fallidos de quitarse la vida “son formas de pedir ayuda; ellos acumulan más por dentro”, lo rumian más en soledad, “hasta que, cuando toman la decisión, la llevan a cabo de manera más frecuente”.
En cualquier caso –y el matiz es esencial–, quien contempla la idea de matarse no es porque quiera morir, sino dejar de sufrir. El suicidio es sólo el aullido último, extremo, clamando por una vida distinta: una vida que el suicida no cree ya posible. Que esto esté sucediendo con cada vez más frecuencia entre los jóvenes, a veces en puros niños, debiera ser, como dicen los expertos, un asunto prioritario en la agenda de cualquier sociedad que se considere “desarrollada”. Empezando por poner cortafuegos a los hábitos que exciten formas de vida nocivas.
“Hay que promover el ser por encima del tener”, concluye Gonzalo Jiménez. “Hay que fomentar la conexión con uno mismo y con valores que sean propios, que conecten con los talentos y vocaciones de cada uno. Es importante cuestionar los modelos de éxito que se difunden, basados en la riqueza y el atractivo físico, porque siempre es más rico quien tiene tiempo para estar con sus amigos, para hacer deporte o tocar un instrumento, para pasarlo en familia o en la naturaleza, y no pendiente de una cámara. Faltan vínculos seguros para que los chicos puedan sentirse vistos y reconocidos en sus casas, y que se pueda compartir con ellos actividades satisfactorias. Parece que es obligatorio llevarlos a Port Aventura, pero ir de acampada o bañarse en un río puede ser igualmente bueno o más, y está al alcance de cualquiera. Hay que bajar el ritmo, desconectar de tanto aturdimiento de estímulos. En vez de estar pendientes de los likes externos, del interno: si a mí me gusta y me nutre lo que estoy experimentando. De ahí que se estén poniendo de moda el mindfulness, la meditación, el yoga…”: para aprender a estar en el aquí y el ahora, y no en la ansiedad por éxitos tramposos y presuntas amenazas que, en la mayoría de casos, no existen.
Enlaces de interés:
Movimiento Adolescencia Libre de Móviles
Fundación ANAR para la ayuda de menores en riesgo
Fundación Española para la Prevención del Suicidio
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