Miguel Ángel Ortega Lucas 16/04/2025
La autenticidad y un carácter volcánico marcaron la vida del pastor que nació poeta y fue miliciano en la Guerra Civil
Miguel Hernández (agachado) como miliciano en los Salesianos del Estrecho (Madrid) en 1936. / Universidad Miguel Hernández
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Vivimos en el lenguaje, consistimos en él. No usamos el idioma: lo habitamos como se habita una casa, una época, una memoria familiar. Y justo por eso, porque se trata del aire que se respira –el aire es invisible–, la mayor parte del tiempo no prestamos atención a la verdadera naturaleza de las palabras, a su sentido más hondo.
La palabra poeta, por ejemplo. La palabra poesía. Si vamos a la erudición, tendremos interpretaciones similares, referidas a cierta habilidad para destilar belleza del idioma. Pero conviene ir más allá para ser lo más veraces posible. Por ejemplo, señalando que la visión poética, cuando es verdadera, deriva en una forma de ver el mundo y de habitarlo –como se habita una casa, un país, un enamoramiento–. Podríamos decir entonces que esa visión personalísima dará forma a una conducta; y que esa conducta influirá poderosamente en el destino.
Así, alguien que supiera llegar hasta lo más hondo de los símbolos podría llamar a su visión –del mundo, de la poesía, de sí mismo– el rayo que no cesa.
Para cuando el autor de ese sobresalto verbal, Miguel Hernández Gilabert, vino al mundo, en el otoño de 1910, lo de “poeta” ostentaba aún el equívoco prestigio con que la sociedad española miró siempre a las actividades que nutren el alma pero no llenan el estómago: se admiraba mucho al que sabía (les llamaban “ilustrados”), en concreto al que sabía “hablar con propiedad”, pues cierta intuición universal ha relacionado siempre el dominio del idioma con la magia (la poesía nació como una forma de oración); pero la magia que más ha interesado siempre es la que hace que la palabra transmute en plata, no en sentimiento, de modo que el prestigio de verdad era de los notarios, no de los versificadores. [Hoy en día da igual si el que versifica sabe o no de algo, empezando por hacer versos, pero ese prestigio es de este siglo.]
Si el jovencísimo Miguel Hernández aspiró pronto a ser poeta, tal y como eso se solía entender, fue porque su forma natural de ver el mundo, de habitarlo, excluía otros caminos que pudieran segregar su vida íntima de su vida mundana, más allá de que el camino literario pudiera aportarle horizontes mayores que los del campo de Orihuela. Si algo buscó este muchacho durante su cortísima y furiosa vida de 31 años y medio fue confrontar en el espejo la brutalidad azul de sus ojos –un rayo que no cesaba– y no sentir que se traicionaba, actuando como algo que no había venido a ser. (Poesía: camino interminable a la autenticidad.)
Quizás el equívoco más persistente en su leyenda sea la de pastor analfabeto de formación exclusivamente autodidacta. Su familia, aun modesta, no era pobre; el padre, pastor y tratante de ganado, matriculó a su hijo en una escuela cuando tenía apenas cuatro años, y su trayectoria académica abarcó hasta la pubertad. El escritor José Luis Ferris revela en su exhaustiva biografía sobre él algo iluminador: ante su decisión de probar suerte en Madrid, cumplidos los 21, y desertar del oficio de cabrero, su padre –“autoritario, hasta violento si alguien se le oponía”, según otro hijo, Vicente– quiso impedirlo, pues sólo iría a la capital a morirse de hambre. Miguel persistió, espoleado por sus sueños, sus tres cartas de recomendación y su carácter volcánico. Quizá sin saber, como consigna Ferris, que el padre, Miguel Hernández Sánchez, “humilde según las condiciones en que vivían, no sólo tenía dinero sobrado para sus recreos personales, sino que […] gozaba de un patrimonio nada desdeñable que no supo administrar ni compartir con su familia; al menos, sus cuentas corrientes no correspondían a las de un sencillo pastor o tratante de ganado, [lo cual] explica que se codeara con importantes gestores de la economía comarcal”.
Poco antes de su incursión madrileña, el joven vate campesino escribió una carta a Juan Ramón Jiménez, noviembre de 1931. Decía:
“…creo ser un poco poeta. (…) Por fuerza he tenido que cantar. Inculto, tosco, sé que escribiendo poesía profano el divino arte. (…) Usted, tan refinado, tan exquisito, cuando lea esto, ¿qué pensará? (…) Tengo un millar de versos compuestos, sin publicar. Algunos diarios de la provincia comenzaron a sacar en sus páginas mis primeros poemas, con elogios. (…) ¿Podría usted, dulcísimo Juan Ramón, recibirme en su casa y leer lo que le lleve? ¿Podría enviarme unas letras diciéndome lo que crea mejor?...”
(Poesía: camino inquebrantable a la inocencia.)
No era tan inocente en realidad. Como asoma en esa carta, y también apuntaba Ferris, a veces usó el recurso de salvaje ilustrado para que le hicieran caso, con escaso éxito. Juan Ramón no contestó, en una dinámica que se repetiría con saña a la hora de buscar trabajos acordes a su altura intelectual –aunque no académica–, a que le publicaran cosas, o a que le sacaran de la cárcel. No prosperó en Madrid aquella primera vez, teniendo que abandonar por no encontrar, efectivamente, dónde caerse muerto. Normal, considerando la falta de arraigo, de contactos solventes y de cercanía a los círculos literarios (curiosamente, sería Federico G. Lorca uno de los que usaran por entonces el término capillita para referirse a los que se repartían el prestigio poético de la capital, lo cual equivalía a España entera; ninguno de ellos hijo de cabrero, portero o curtidor).
Hay una anécdota impagable que concierne a Lorca y a Miguel Hernández. Fue en Murcia, el 2 de enero de 1933. Lorca pasaba por allí con su compañía de teatro ambulante La Barraca, y Hernández andaba en los preparativos de su primer libro, Perito en lunas, en la colección Sudeste del diario La Verdad (como por entonces la autoedición solía ser más habitual aún que ahora –todo vuelve–, varios amigos tuvieron que avalarle para financiar la impresión del libro). Al llegar a casa del editor y periodista Raimundo de los Reyes –calle de la Merced, 2–, Miguel se topó con quien ya era el poeta más célebre del país, y a quien el muchacho de Alicante admiraba sin reservas. A petición de Lorca y de los Reyes, Miguel, 22 años entonces, leyó algunos de sus poemas, de clara herencia gongorina, con esa combinación de arrojo adolescente e inseguridad tan lógica en tal tesitura, y en su posición. A Lorca –doce años mayor– le gustaron. Según reproducción posterior del diálogo, éste habría exclamado, con complicidad pero con exageración evidente: “¡Viva Miguel Hernández, mejor que Góngora!”. Y Miguel, con un entusiasmo no exento de broma tampoco, pero viniéndose arriba, respondió: “¡Claro; ya soy el primer poeta de España!”. Al parecer, Lorca reculó –dudando si aquello había sido o no en broma–, y dijo, sonriendo: “Hombre, no tanto, no tanto…”.
Demasiado espontáneo; demasiado él. Y aquí, con bastante seguridad, uno de los factores que permeaban su visión, informaban su conducta, y a la postre orientaron su destino. Porque no se trataba, en el fondo, de ser más o menos culto, más o menos pobre, más cercano o más ajeno a las élites a las que aspiraba no sólo por supervivencia material, sino por legitimidad artística. Se trataba de que, según todas las pruebas, todos los testimonios, y antes que nada su propia conducta y su propio testimonio escrito, estaba biológicamente impedido para el cálculo con que la sociedad suele funcionar, en ese juego de intereses tácitos en que lo más ventajoso, según acreditada voz popular, es “ser espabilao”. Cosa que puede coincidir o no con ser inteligente, u honesto.
Un cínico calculador jamás podría escribir cosas así:
(…) Como el toro me crezco en el castigo,
la lengua en corazón tengo bañada
y llevo al cuello un vendaval sonoro.
Como el toro te sigo y te persigo,
y dejas mi deseo en una espada,
como el toro burlado, como el toro.
Como el toro burlado, como el toro, setenta veces siete. Porque iba de frente, y en cueros vivos.
Meses después de aquel encuentro con Lorca, y ante el frío recibimiento que tuvo su primer poemario, escribió al granadino: “…se ha quedado todo tan silencioso ante mi libro, tan alabado por usted la tarde aquella murciana, que he maldecido las putas horas y malas en que di a leer un verso a nadie. […] Federico: no quiero que me compadezca; quiero que me comprenda…”. Y Lorca –con aquello, también pasado de moda, que solían llamar pundonor–, respondió:
“…me apeno de ver tu fuerza vital y luminosa encerrada en el corral y dándote topetazos en las paredes. Pero así aprendes. Así aprendes a superarte, en ese terrible aprendizaje que te está dando la vida. […] Escribe, lee, estudia. ¡LUCHA! No seas vanidoso de tu obra. Tu libro es fuerte, tiene muchas cosas de interés, pero no tiene más cojones, como tú dices, que los de casi todos los poetas consagrados. […] tienes la sangre de poeta y hasta cuando protestas tienes en medio de cosas brutales la ternura de tu luminoso y atormentado corazón. […] Yo te comprendo perfectamente y te mando un abrazo mío fraternal lleno de cariño y camaradería”.
(Tiempo después, sin embargo, Lorca evitaría en lo posible cruzarse con él; todo apunta a que eran caracteres disímiles.)
No quería compasión, el escritor novel: quería que le comprendieran. No serían muchos. Uno de ellos fue Neruda, quien haría las veces de tutor adoptivo en Madrid, en su segunda y definitiva incursión. “En mis años de poeta, y de poeta errante”, escribió el chileno en sus memorias Confieso que he vivido, “puedo afirmar que la vida no me ha dado contemplar un fenómeno igual de vocación y de eléctrica sabiduría verbal”. Era eléctrico en todo Miguel Hernández. Tuvo relaciones de alto voltaje con mujeres igualmente proteicas, como la poeta murciana María Cegarra y la pintora gallega Maruja Mallo –a quien al parecer dedicó El rayo que no cesa (1935)–. La mexicana Elena Garro, pareja de Octavio Paz, le conocería en plena Guerra Civil, durante el II Congreso de Escritores en Defensa de la Cultura de Valencia. Garro no podría olvidar décadas después “el corte de su cabello castaño, como peinaban a los niños, ni su voz de bajo profundo… Las fotos de Josefina, su mujer, que me mostró con orgullo: estaba recién casado… sus furias contra algún personaje (“No me hables de ese cabrón”)… la envidia de los mediocres a los que sacaba de quicio que un chico tan joven fuera tan gran latinista, tan gran poeta y tan guapo”.
Fue el poeta-soldado, autor de una elegía inmortal para su amigo Ramón Sijé, y de algunas de las piezas más sobrecogedoras escritas nunca sobre la ternura y la crueldad humanas (en una guerra que tendría como cantores elegíacos a colosos como el propio Neruda y César Vallejo). Combatió en una guerra que acabaría perdiendo, como tantas en su vida, pero que perdieron también varias generaciones de poetas, y varias generaciones de esas gentes que admiraban a quienes sabían “hablar con propiedad”. “Miguel levantaba la moral, ayudaba a mantener la disciplina –recordaría su compañero Bonifacio Méndez, miliciano como él en la sierra de Madrid, recogido por Ferris en su libro–. Era un luchador. Daba la cara. Sabía que nos la jugábamos. Sabía por qué luchaba y lo hacía con toda su alma”.
Se jugaban la precaria democracia española; luchaban por una oportunidad histórica que sacara al país de las catacumbas. También luchaba Miguel, o sobre todo, por Josefina Manresa, la muchacha de su pueblo a la que había vuelto definitivamente, como a la única tierra verdadera que habitar, y por el hijo que esperaban, y que no sobreviviría más de unos meses (tendrían otro pronto, con esa fe en la vida que aún quema de frío al tocar sus páginas). En las postrimerías de la guerra, de vuelta del frente en el palacio madrileño de Heredia-Spínola –tomado como sede de la Alianza de Intelectuales Antifascistas–, al toparse con los preparativos para una (nueva) fiesta, con todo lujo de manteles para los escritores (la gente afuera se moría de hambre), se enfrentó a Rafael Alberti diciéndole –según recordaría el propio Alberti–: “Aquí hay mucha puta y mucho hijo de puta”. Alberti le retó a decir eso en voz alta, para todo el cónclave. Miguel Hernández estampó la frase, con letras grandes, en una pizarra. Le costó una bofetada de María Teresa León.
Su objetivo, caída la II República, era exiliarse en Chile con su familia, pero la incertidumbre y ambigüedad de la embajada chilena lo impidieron. Neruda, que le perdió la pista, no alcanzó a ayudarle. Tras una penosa peregrinación clandestina por media España, tratando de organizar la forma de sacar a su familia del país, cada vez más acorralado, fue detenido por la policía del dictador fascista portugués Oliveira Salazar, tras cruzar la frontera, denunciado por un tendero que sospechó de él cuando Miguel trató de venderle un reloj, regalo de su amigo Vicente Aleixandre. Le entregaron a las autoridades franquistas, comenzando así su peregrinaje por los penales más tenebrosos; hasta morir asesinado lentamente por el cautiverio, el frío, el hambre y la tristeza a finales de marzo de 1942.
Su poesía, leída ya en la penumbra, debía sobrevivirle: un rayo clandestino prendiendo las cerillas de una España amedrentada, de una tradición poética que sólo podía ir ya de su soledad a sus asuntos, en un páramo de niebla de varias décadas de extensión. Silenciosamente fue fecundando Miguel Hernández la tierra diezmada, baldía, de la poesía española de posguerra. A principios de los setenta, agonizando aún el régimen franquista, otro jovencísimo juglar mediterráneo resolvió que las palabras de aquel muchacho perdido merecían ser conocidas por todos, y por ello cantadas. A los treinta años de su muerte, Joan Manuel Serrat puso música a sus poemas en un disco estremecedor que también le sobrevivirá. “Si se hubiera enseñado su poesía en las escuelas”, dijo Serrat a J. Soler Serrano en TVE, él no hubiera tenido la necesidad de hacerlo. Seguramente lo hubiera hecho de todas formas.
Serrat se presentó un día en la casa de una viejecilla de Orihuela, llamada Josefina Manresa, para que escuchara ese álbum (fue él a comprarle el tocadiscos). Lástima que no llegase a ver aquella anciana el espectáculo de miles de gargantas cantando a pulmón, durante décadas, los poemas de su marido muerto en la cárcel. Cuando en un rayo comunal clamaban al unísono en los conciertos:
No es mal epílogo para un cabrero que soñaba ser poeta.