octubre 12, 2024

CTXT. Chile. “Fue sorprendente la frialdad con la que me habló de los crímenes en los que había participado”. Por Ritama Muñoz-Rojas

 Ritama Muñoz-Rojas 12/09/2024

Verónica Estay es la sobrina de ‘El Fanta’, un antiguo líder del Partido Comunista que terminó vendido a la dictadura chilena. Fue el detonador del Caso Degollados, que acabó en el secuestro, tortura y muerte de tres dirigentes del PC

Verónica Estay Stange, escritora, profesora y miembro del colectivo Historias Desobedientes. / Imagen cedida


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Verónica Estay es la sobrina de Miguel Estay, El Fanta, condenado a cadena perpetua en Chile, fallecido en 2021 por covid y conocido sobre todo por su participación en el Caso Degollados, uno de los más espeluznantes y crueles episodios ocurridos durante la dictadura de Pinochet que conmocionó a todo el país. La historia de Miguel Estay resulta también sobrecogedora cuando uno se entera de que fue un destacado miembro del Partido Comunista en Chile, detenido y torturado en los primeros años de la dictadura, y luego delator y miembro de la policía secreta de Pinochet, de uno de los grupos ejecutores de torturas, desapariciones o asesinatos de los opositores. 

Sin embargo, lo destacable de esta conversación no es la biografía del genocida que daría para una serie de éxito basada en hechos reales, sino el coraje, la voluntad, la decisión y la preparación emocional e intelectual de una joven hija de exiliados chilenos en México que, en contra de la voluntad de sus padres, decide viajar para conocer a su tío, ya preso, y plantarle cara, interpelarle. Se preparó a fondo ese encuentro, al que llegó con conocimientos sobre los mecanismos que usan los genocidas para destruir la verdad y colocar la suya; tiró del psicoanálisis, estudió el clivaje, la historia de su país. En esta entrevista nos habla de ese proceso, del encuentro con El Fanta y de episodios que marcaron la historia de Chile por su crueldad y que han salpicado a su apellido. Nos habla de lo más difícil de manejar en un genocida, que es el lado humano. 

Verónica Estay, de 44 años, es doctora en literatura francesa, y profesora en la Universidad París Cité, ciudad en la que reside desde hace veinte años. Ahora forma parte del colectivo Historias Desobedientes, el movimiento integrado por hijas, nietas, sobrinas, familiares de perpetradores que participaron en la represión y aniquilación de los opositores en regímenes dictatoriales del siglo pasado. 

¿Por qué es importante que los familiares de genocidas, como usted, denuncien públicamente?

Me parece importante en varios niveles. Hay un nivel pragmático, en el que poco podemos incidir, porque tiene que ver con los procesos judiciales en curso y, en este caso, los compañeros y compañeras que tienen información y pueden contribuir dando sus testimonios lo están haciendo, como en Argentina, a pesar de la prohibición de que los familiares denuncien a sus propios familiares. En Chile, algunos compañeros han hecho documentales que muestran la imagen de los perpetradores que son familia y que pueden ser usados en los juicios. Pero en esa dimensión es difícil contribuir mucho más. Luego existe un campo simbólico, que no es menor, en el que Historias Desobedientes, los descendientes de perpetradores, podemos hacer mucho. Theodor W. Adorno decía que para entender las raíces del mal tenemos que indagar en los perpetradores, que no sirve de nada buscarlas en las víctimas, porque nada pueden aportar al respecto. Adorno dice que hay que conocer el mecanismo que lleva a los perpetradores a cometer los crímenes, para poder entenderlo e, idealmente, prevenir; porque si no se entiende, no se puede prevenir. Creo que, dado que los perpetradores pocas veces hablan con la verdad de sus propios mecanismos, somos los hijos o los familiares los que podemos ser una puerta de acceso muy importante para entender esos mecanismos y prevenirlos en el futuro. Si se entiende lo que lleva a un hombre en determinadas circunstancias a implicarse en el crimen, quizá se pueda prevenir centrándonos en la educación; justamente, el ensayo de Adorno se llama Educar después de Auschwitz.

También tiene que ver con el plano simbólico: una reparación que pasa por el contacto de persona a persona con las víctimas. Puesto que, por lo menos en Chile, el trabajo de reparación está lejos de haber sido suficiente, el hecho de encontrarnos con las víctimas de nuestros familiares o con otras víctimas resulta reparador, en primer lugar, para ellas, pero también para el país. Hablo de una reparación desde abajo, una reparación que viene no solo de lo civil, sino de lo humano. Desde luego, no reemplaza la reparación que debería proceder del Estado, pero es una reparación humana que, en algunos casos, puede ser muy profunda. Creo que en estos momentos de una deriva que va hacia el auge de la extrema derecha podemos servir como advertencia y como prevención, permitiendo la comprensión de todo lo que conduce a un sistema totalitario y cómo ese sistema puede ir implicando a las personas. 

Cuéntenos su historia como familiar de un genocida

Yo nací en México cuatro años después de que mis padres llegaran como exiliados políticos. Mi familia es de Chile. Mis padres eran militantes de las juventudes comunistas, de la Unidad Popular de Salvador Allende. Mi abuelo era el director del hospital Psiquiátrico de Santiago, de ideas progresistas, aunque no militaba, pero desde el principio le dijeron que estaba en una lista negra, así que decidió y logró salir del país, irse a México. Mis padres se quedaron, cayeron presos y, cuando les soltaron, también se fueron a México. 

El hermano de mi padre, mi tío, también era militante del Partido Comunista y con un grado de responsabilidad más importante que el de mis padres; era alguien que trabajaba activamente contra la dictadura, y fue el primero de la familia en caer. Después cayeron mis padres que, al cabo de pocos meses, salieron libres. Pero mi tío, bajo tortura, empezó a colaborar; y como tenía mucha información por su rango en el partido, denunció a todos sus compañeros del Partido Comunista; fue por eso por lo que cayó la cúpula del partido. Y, a partir de ahí, siguió colaborando voluntariamente con la dictadura de Pinochet, hasta el punto de que en 1985 participó en lo que se conoce como el Caso Degollados [el secuestro, tortura y asesinato de los militantes comunistas Manuel Guerrero, José Manuel Parada y Santiago Nattino].

En esa colaboración con la dictadura, ¿participó siempre como civil?

Sí, él colaboraba como civil, siempre fue civil, pero participaba en labores militares de inteligencia. Pasó a formar parte del Comando Conjunto, que es un grupo menos conocido que la Dina. La Dina y el Comando Conjunto constituían la policía secreta de Pinochet [ejecutoras de secuestros, desapariciones, torturas y asesinatos] El Comando Conjunto, que era un grupo casi secreto, estaba bajo las órdenes de Gustavo Li, de la fuerza aérea y miembro de la Junta Militar. 

¿Cuáles eran las funciones que llevaba a cabo su tío, El Fanta, en el grupo represivo?

Por lo que yo he leído, hacía análisis, configuró todo el organigrama del Partido Comunista para tenerlos controlados. Él participaba en labores tácticas. Después del Caso Degollados, pasa a ser prófugo y huye a Paraguay. Cuando llega la democracia a Chile [1990], se entrega porque está acorralado. Se entrega, da testimonio, declara que él no ha participado en nada, que del Caso Degollados se enteró por la radio. Pero poco a poco se fue demostrando su responsabilidad y se le condenó a cadena perpetua a mediados del 95.

¿Usted conoció a su tío?

Conocerlo íntimamente, no, porque yo estaba al otro lado del mundo. Conocía de su existencia por relatos de mis padres, nadie de mi familia quiso volver a verlo, solo lo intentó mi abuelo, pero murió antes. Era como un tabú en la familia, Pero yo sí quise conocerlo y fui a verlo a la cárcel. Así que, estrictamente hablando, sí le conocí. Es algo que mi padre no me va a perdonar, pero sí, fui a la cárcel a hablar con él.

Háblenos de ese encuentro

Fue un encuentro particular. Fui con su hija, mi prima. Ella ha señalado a su padre también, pero lo quiere mucho. Fue un buen padre para ella, una de las figuras más importantes de su vida. Ella vive con esa contradicción que tienen muchos desobedientes, pero en este caso es tremenda. Gracias a ella pude contactar esa cita en el penal de Punta Peuco. Fue un encuentro difícil. Yo me había planteado lo que yo llamaba “mi marco ético”, que era bastante endeble, pero que consistía en algo así como no ser buena persona con él, hacerle todas las preguntas que me parecieran necesarias, sin tapujos ni miramientos; ése era mi planteamiento. Pero al final, lo que me resultó más difícil fue manejar la cuestión de la empatía. Conversé sobre ello con una militante que tuvo la oportunidad de entrevistar a su torturador cuando él ya estaba preso, porque quería intentar conseguir información sobre desapariciones; esa conversación me ayudó mucho. Ella me preguntó “¿Qué es lo que más temes?”. Y lo que más temía no era lo que todo el mundo me decía: que era un monstruo, que me iba a atacar, acosar. No, lo que más me preocupaba era encontrarme con el ser humano, entrar en empatía con él. Porque si entro en empatía, me pongo en su lugar; y si no entro en empatía, también me pongo en su lugar, porque los únicos que no tienen empatía son ellos. Entonces mi amiga me dijo que frente a eso no hay respuesta, y que uno es libre de sentir lo que quiera y que eso no te convierte en alguien menos comprometido.

Llegué frente a mi tío algo más tranquila por esa conversación y, efectivamente, eso que me temía fue lo más difícil. Cuando llegué, él estaba en la biblioteca, y me tendió los brazos. Hay que explicar que ese penal es como un hotel, no un hotel de cinco estrellas, claro, pero no tiene nada que ver con una prisión [en el penal Punta Peuco cumplen su pena miembros de las Fuerzas Armadas y exagentes del Estado, condenados por crímenes de lesa humanidad durante la dictadura militar de Pinochet]. Me tendió los brazos y ése fue el primer momento difícil. Él estaba realmente emocionado, por eso confrontarme con esta faceta humana suya fue muy, muy difícil. Luego, todas las preguntas que tenía que hacerle resultaron un intercambio muy tenso; traté de acorralarlo, pero él repitió la versión que había dado a todos los medios de comunicación. Cuando traté de abordar el tema de su responsabilidad, me dijo que hasta el último momento no supo adónde conducía el trabajo de inteligencia que hacía, que no sabía que esas personas estaban desapareciendo, lo cual me pareció una mentira. Me dijo que nunca vio torturas, que no participó en interrogatorios, lo cual también es mentira. Parece que él no torturó directamente, pero que estaba presente confirmando las informaciones que daban los detenidos, eso sí se sabe. 

Le pregunté por el Caso Degollados: “Cuando participaste en el Caso Degollados, ¿no sabías lo que iban a hacer?”. Me dijo que sí, pero que ahí no había tenido opción porque lo hacía, o le mataban. Utilizaba en sus respuestas estrategias que yo ya conocía, porque llevaba tiempo preparándome y trabajando sobre estos temas, incluso había escrito un artículo sobre el negacionismo, y pude ir identificando, una a una, las estrategias negacionistas que existen en torno a los crímenes de lesa humanidad. Es decir, la mentira deliberada, la banalización y la justificación. Al final, haciendo una lectura retrospectiva del encuentro, lo que más me sorprendió fue el contraste entre la calidez y la emoción tremenda que manifestó al conocerme, porque yo era su sobrina y me preguntó cómo estaba su hermano, su hermana, toda esa parte tan a flor de piel, esa expresión de afecto; y, por la otra, la frialdad con la que me habló de todo lo demás, incluidos los crímenes en los que había participado. Y entendí que eso forma parte de los mecanismos de defensa de los criminales, porque necesitan cortarse de los afectos en ciertas zonas de su personalidad para poder hacer frente al horror que ellos mismos provocaron. Eso es un mecanismo que el psicoanálisis llama clivaje, y que se produce también en las víctimas, por ejemplo, las mujeres que han sido violadas dicen que estaban fuera de su cuerpo, que no sentían nada, que lo veían desde fuera. Y esto también pasa con los torturadores, que son los victimarios. Está, por un lado, la frialdad, hablando de temas tremendos, y por otro lado, las zonas blandas de un ser humano.

Ha leído que, en algún momento, usted llegó a ocultar su apellido.

Yo nunca viví en Chile. A los 9 años fui sola, porque mis padres no podían entrar en el país, para conocer a mis abuelas. Luego volví a los 12 y, al cabo de los años, ya adulta y conociendo toda esta historia, decidí regresar. Cada vez que me encontraba con alguien en el medio en el que yo me desenvuelvo, que es de izquierdas, y entablaba una conversación, me preguntaba si debía decir quién era yo, en qué momento decirlo, cómo decirlo. Había un poco de vergüenza, como una especie de culpa alimentada por ciertas reacciones; porque es verdad que uno carga con un estigma, sobre todo con un apellido así. Por ejemplo, una vez, en una cena alguien mencionó mi apellido y una persona se levantó de la mesa y se fue. Por tanto, no es una vergüenza imaginaria, porque hay reacciones así, y se entiende. Incluso llegó un momento en que necesitaba tanto decirlo, como cuando se libera un secreto, y se lo contaba a quien fuera y en los momentos menos oportunos, “hola me llamo Verónica y soy sobrina del Fanta…”.

Porque se podría decir que su tío fue una persona conocida como genocida.

Sí. En los ambientes politizados, su caso es muy conocido. Sobre todo porque el Caso Degollados, en el que participó, fue emblemático; en primer lugar, por su brutalidad, y también porque se trataba de tres profesores, con todo el aura que tiene el oficio de profesor, y por el momento en que se cometió. De hecho, ese crimen se hizo para amedrentar a la gente, ése fue el propósito. El Caso Degollados se ha convertido en un hito, igual que el Caso Quemados, en el que se quemó vivos a dos jóvenes. Son casos muy, muy conocidos.

Cómo se entera usted de que tiene un tío que es un genocida. 

Yo siempre lo supe, ni siquiera tengo recuerdo del momento en que me lo contaron, así que debió ser cuando yo era muy pequeña. Supongo que me lo contaron con palabras que una niña puede entender. Pero una cosa es saberlo y otra tomar conciencia, y eso fue todo un proceso, que comenzó cuando llegué a la edad adulta. Ahí empecé a indagar sobre la historia de mi familia, mi propia historia y pude dimensionar la magnitud del crimen, y lo que representaba mi apellido.

En ese proceso hay una persona muy importante, no solo para abordar su historia familiar, también para la historia de la represión en Chile. Háblenos de Andrés Valenzuela. 

Sí, totalmente. Es el que protagoniza mi último libro, De papudo al infierno. Fue un joven soldado de bajo rango al que le tocó hacer el servicio militar en la dictadura y, poco a poco, le fueron involucrando en crímenes, fue participando en los secuestros. Nunca estuvo en un puesto de responsabilidad, pero se fue implicando hasta llegar a formar parte del Comando Conjunto, en el que fue compañero de mi tío y carcelero de la prisión en la que estuvieron detenidos mis padres. En 1984, entra en algo así como una crisis de conciencia, y decide entregarle toda la información de la que disponía a una periodista que se llama Mónica González; eso fue una bomba. A partir de ese momento, él estaba dispuesto a desertar, a que lo mataran, estaba dispuesto a morir, no quería vivir más. Pero la Vicaría de la Solidaridad, que era un organismo que apoyaba a las víctimas y que formaba parte de la resistencia, decidió sacarlo del país porque era un testigo valiosísimo; había hecho lo que nadie había hecho hasta entonces, entregar toda la información y luego, desertar. Por su testimonio, se pudo conocer el destino de varios detenidos desaparecidos, identificar a los más altos responsables del Comando Conjunto, incluso conocer la existencia de ese comando que hasta entonces era secreto. La Vicaría de la Solidaridad lo saca entonces de Chile y lo mandan a Francia.

Pero el asunto es que la periodista escribe un artículo con esa información y, antes de publicarlo, se lo pasa a Manuel Guerrero y a José Manuel Parada, que van a ser los degollados. Ellos, que también estaban en la resistencia, comienzan a investigar sobre el Comando Conjunto. Al mismo tiempo, el artículo de Mónica González aparece publicado en Venezuela, sin que la periodista diera su aval. Un mensajero lo había sacado del país para proteger la información, la periodista le había dado instrucciones de que ella diría cuándo publicarlo y enviarlo al New York Times o un periódico de relevancia internacional. Pero un periodista irresponsable se adelantó y lo publicó en el Diario de Caracas, sin que las personas que estaban investigando pudieran ponerse a resguardo. El Comando Conjunto entonces se movilizó para capturar a las personas que estaban manejando toda esa información y dieron con Parada y Guerrero y con un publicista, Santiago Nattino, que son los degollados. 

Mi historia de familia se cruza con Andrés Valenzuela; fue colega de mi tío criminal, guardia de la prisión en la que estuvieron mis padres y, además, la información que él dio, indirectamente, dio lugar al Caso Degollados. Obviamente, para él es un hecho terrible que se agrega a la culpa con la que ya carga. En 2019 lo contacté por Facebook, me respondió y decidí viajar a entrevistarlo al sur de Francia. En principio, porque quería saber todas las versiones, soy una curiosa. Quería saber cómo fue la relación con mi tío, la historia de mis padres. Conversamos largamente y, en un momento dado, me dijo que quería escribir, dar su último testimonio y quería que lo escribiera yo. En dos años hicimos más de cincuenta horas de entrevistas, escribí el libro que, finalmente, son sus memorias. Lo llamé autobiografía pero es una autobiografía escrita por otra persona. Es un personaje muy interesante, muy difícil de situar en el bien o en el mal plenamente. Él reconoce su responsabilidad, si bien nunca tuvo un cargo de responsabilidad, fue un soldado de bajo rango; dio testimonios muy útiles e importantes y aquí, en Francia, se hizo amigo de algunos de sus detenidos, de las personas que custodiaba que estaban exilados aquí.

Para escribir este libro investigué por mi cuenta para cotejar que todo lo que me decía era cierto, no digo la verdad, pero sí su verdad. Y concluí, como han hecho muchos abogados, que todo lo que decía era cierto. 

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