(Publicado por Mar el lunes 12 de enero de 2009. Sacado a su vez de Magazine Digital. Tengo que pedir perdón al autor de dicho blog porque olvidé, y no anoté, su página)
"El inspirador de muchos de los movimientos slow, el escocés Carl Honoré, alerta ahora en su nuevo libro dedicado a la educación de los hijos sobre el exceso de exigencia y perfeccionismo. "Bajo presión" -título del libro- reclama calma, mucha calma, y el autor insiste en la necesidad de perder el miedo, confiar en uno mismo y en la propia capacidad para educar sin echar mano de mano ajena.
Hace tres años, este curioso historiador escocés que ejercía de periodista para el The Globe and Mail, el National Post, The Guardian, The Observer y The Economist, sorprendió al mundo con su libro "Elogio de la lentitud", traducido a treinta lenguas, que se inspiró e inspiró todo tipo de movimientos mundiales en contra de la rapidez, desde el Club de la Pereza en Japón, la Sociedad de la Ralentización del Tiempo en toda Europa y el Movimiento por el Sexo Lento. Ya son 35 las poblaciones europeas que se han sumado a los principios de Petrini: “El placer antes que el beneficio, los seres humanos antes que la oficina central”. Ahora lo vuelvo a tener frente a mí, tras recorrerse el mundo para analizar nuestro moderno enfoque de la infancia que está dando como resultado niños hiperactivos, deprimidos, obesos, violentos e insatisfechos. Bajo presión nos muestra los estudios científicos más significativos sobre fracaso escolar, neurología, sociología y psicología, mezclándolos con tendencias educativas. Una mirada inteligente que nos advierte de los peligros de esta sociedad superexigente y mitificadora. De nuevo Honoré llama a la calma y al placer de la vida inteligente y emotiva, baluartes de lo humano, en contra del exceso de presión por hacer de nuestro hijos niños alfa, porque, tal como dijo Einstein, la educación es lo que queda cuando se ha olvidado todo lo aprendido en la escuela.
Cuarenta años y dos hijos de siete y nueve años, ¿qué le preocupa? Para mí, el desafío más complicado es dejarles salir a la calle solos. Pese a todas las estadísticas que demuestran que nunca los niños habían vivido tan seguros y mi denuncia de absurdas medidas que les coartan toda libertad, yo también soy presa de los temores. En una escuela inglesa han sustituido las corbatas tradicionales por otras sujetas con ganchos a fin de reducir el riesgo de ahogarse. Sí, las preocupaciones sobre la seguridad de los niños han llegado al paroxismo. Otra escuela de enseñanza primaria de Attleboro, Massachussets, concluyó que el "corre que te pillo" suponía un riesgo para la salud y lo prohibió, le imitaron varios colegios. En muchas escuelas de Canadá y Suecia se han prohibido las peleas con bolas de nieve por cuestiones de seguridad. Profesores de todo el mundo informan de que, cuando las clases se van de excursión al campo, algunos padres les siguen en coche para asegurarse de que el pequeño está bien.
¿Al niño del siglo XXI se le cría en cautividad? Sí, se le encierra en espacios interiores y se le traslada de un sitio a otro en el asiento trasero de un coche. Muchas escuelas de Suecia ya no dejan que los niños de 11 años vayan y vuelvan a casa en bicicleta solos.
¿Qué pasa? Que cuanto menos hijos se tienen, más preciosos son y más se rechazan los riesgos; que los apretados programas que todos llevamos nos mantienen separados: cuanto más tiempo pasan juntas las familias, más fácil les resulta a los padres confiar en la capacidad de sus hijos de enfrentar los riesgos.
¿Y qué dicen los psicólogos? Que cuando los niños están sobreprotegidos, es decir, cuando cada instante de su día está reglamentado y supervisado, la probabilidad de que de mayores sufran ansiedad y temores sube, y también el riesgo de que se busquen estímulos en las drogas, el sexo o la violencia.
Si el miedo paterno no se corresponde con la realidad, entonces, ¿cuál es el problema de los padres? La pérdida de confianza en la capacidad de educar a nuestros hijos sin recurrir a los manuales. En realidad, todos conocemos a nuestros hijos mejor que nadie, pero la cultura del perfeccionismo nos insiste en que en algún sitio hay una receta perfecta para educarlos, y eso es un mito, una mentira.
La ONU advierte de que uno de cada cinco niños sufre algún desorden psicológico, y en Gran Bretaña cada 28 minutos un adolescente trata de suicidarse. Estas cifras subrayan que el modelo actual de la infancia está fracasando, pese a que estamos invirtiendo más dinero, más energía y más tiempo en nuestros hijos que jamás en la historia. Hemos profesionalizado la paternidad, todo muy bien intencionado, pero no funciona. Para mantener el ritmo de ese exceso de actividad y exigencias sociales, los niños acaban medicados. El famoso Ritalin, un psicotrópico para frenar la hiperactividad, ha llegado a niveles epidémicos (más de seis millones de niños lo consumen en EE.UU.). Y hay un dato relevante: la depresión, la ansiedad infantil, el abuso de drogas y el suicidio son fenómenos más comunes en las clases adineradas que en las clases más humildes.
¿La presión? Sí, sobre todo en las clases sociales adineradas, la niñez se ha transformado en una carrera contra reloj, y la paternidad ha pasado a ser un cruce de desarrollo de un producto y deporte competitivo, eso implica una presión aplastante y sofocante. Es algo que parte de la cultura del consumo y de que tenemos muchos recursos financieros para invertir en nuestros pocos hijos, que queremos convertir en niños alfa.
¿Habrá un punto medio? En nuestra cultura parece que sólo hay dos caminos: o nuestro hijo va a la mejor universidad, toca el piano y es seleccionado por el mejor club de deporte, o es un desgraciado. Es una filosofía que afecta a todo, el cuerpo tiene que ser perfecto, las vacaciones, los dientes…, es una presión feroz. A muchos niños se les diagnostica déficit de atención e hiperactividad por motivos equivocados: en la actualidad, antes que cambiar el entorno donde vivimos, preferimos alterar nuestros cerebros para que se adapten al entorno. Consideramos la timidez, la tristeza, la duda, la culpa o la ira como enfermedad en lugar de rasgos inherentes a la condición humana. De hecho, cada vez más padres llevan a sus hijos de uno o dos años al psicoterapeuta para que les curen las rabietas.
Una cultura de mitos que empieza en el vientre de la madre. El mito central es que si una cosa es buena para el niño, más y más pronto es mejor. El famoso efecto Mozart (unos investigadores averiguaron en los años 90 que escuchar música de Mozart mejoraba el razonamiento espacial de los universitarios) inundó las guarderías de música de piano, incluso los hospitales del estado de Georgia enviaban a todos los bebés a casa con un CD con piezas de Bach y Mozart. Resulta que ese efecto no dura más de 20 minutos y no hay prueba alguna de que afine el cerebro de los bebés.
"Bajo presión" (RBA) reúne los estudios científicos más recientes y significativos sobre fracaso escolar y advierte de los peligros de esta sociedad superexigente y mitificadora. Su anterior éxito, Elogio de la lentitud (RBA), traducido a treinta lenguas, inspiró todo tipo de movimientos mundiales en contra de la rapidez.
Qué decepción. Lo mismo ocurre con los idiomas. Un niño es una esponja para los idiomas, pero eso no significa que una o dos horas a la semana de chino tenga algún impacto; es robarle tiempo de juego a los niños, que sí tiene impacto. Todos los estudios demuestran que los niños necesitan que el 30% de su vida esté dedicada al idioma que se quiere aprender.
Más mitos. Los juguetes educativos que prometen muchos beneficios cognitivos al coste de 50 o 90 euros. Se ha demostrado que el juego básico, puro, sencillo, que hace un niño con un lápiz y un papel o una caja de cartón es mucho más fértil, sano y útil para su desarrollo cerebral. Pero hemos comprado la idea de que para que las cosas sean buenas tienen que costar más dinero, ser sofisticadas y llevar una marca. Existe una cierta arrogancia en esta generación, creemos que el mundo ha cambiado y que tenemos que cambiar la infancia.
¿Mentira? Sí, no se ha producido ningún salto evolutivo, de hecho la evolución humana prácticamente se ha detenido porque hemos eliminado la selección natural. Dentro de un millón de años tendremos el mismo cerebro que tenemos hoy.
Volvamos a los efectos del exceso de control por parte de los adultos. Los niños están continuamente vigilados, supervisados y medidos, con metas, objetivos y plazos. Normalmente oscilamos entre dos polos, por un lado hacemos demasiado por ellos, los ocupamos en exceso con actividades extraescolares; y en el otro polo no hacemos suficiente, es decir: no los educamos, no les ponemos límites, somos incapaces de decirles no, en casa les damos rienda suelta y hemos tirado por la ventana cosas importantísimas como la disciplina y las reglas que los niños necesitan para desarrollarse.
Si tus hijos nunca te han detestado es que nunca has sido padre, decía Bette Davis. La línea se ha borrado. En esta cultura Peter Pan, nadie quiere envejecer, llevamos la misma ropa que nuestros hijos y queremos que sean nuestros amigos, pero en el desarrollo del niño es natural en un momento cuestionar al padre y a la madre, es como se autodefine como persona. Pero los psicólogos aseguran que ven muchos casos en que padres con una buena formación están criando a niños que con 7 años llevan el mando del hogar. Se nos ha repetido hasta la saciedad que una autoestima elevada es el trampolín para el éxito.
¿Y no? Un reciente examen de 15.000 expedientes escolares concluye que una autoestima elevada no mejora siempre las notas ni las perspectivas laborales, ni pone freno al comportamiento violento. Elogiar a un niño sólo por su capacidad puede resultar negativo a largo plazo ya que ante las dificultades es más probable que abandone convencido de que su talento ha llegado al límite. Mejor elogiarlo por su esfuerzo, así obtiene una herramienta fundamental: puede perseverar.
Escoger una escuela para los hijos tampoco resulta fácil. En países como Gran Bretaña, la moda por valorar públicamente a las escuelas ha impulsado una carrera por entrar en los cabezas de serie, dejando al margen cuestiones esenciales como si tanto esfuerzo, exámenes y comparaciones tiene un efecto positivo; si hace que los niños crezcan más sanos e inteligentes o si unas notas mejores hacen que los niveles escolares estén mejorando. En todo el mundo la respuesta de los educadores es que no. La clave de educar, decía Platón, es conseguir que quieran saber lo que tienen que saber. Aprobar exámenes no los prepara para el futuro.
¿Hay datos sobre eso? Ahora estamos viendo la vanguardia de esta generación educada en este caldo de presión y tienen problemas para vivir en la sociedad porque el cordón umbilical con los padres nunca se corta y cuando tienen su primera entrevista de trabajo, pese a su brillante currículo, acaban llamando a su madre por el móvil para que ella y el entrevistador se aclaren. Los padres helicópteros planean por las universidades a las que mandarán a sus hijos, inspeccionan su habitación y fiscalizan al compañero. La falta de capacidad para cuidarse a sí mismo va más allá de la universidad, las empresas tienen días abiertos para padres, para que vayan a la oficina y estén seguros de que aquello es perfecto para su hijo.
¿Por qué este fracaso estrepitoso de la educación a nivel global? Hemos heredado el modelo de educación del siglo XIX, cuando se necesitaba una mano de obra obediente y eficiente. Un modelo rígido, un currículo impuesto desde fuera, todo hay que cuantificarlo, las notas cuentan para todo, los niños deben dar las respuestas correctas. Pero vivimos en un mundo distinto, se necesitan personas flexibles, que trabajen en equipo, creatividad, invención. Por fortuna hay, cada vez más, sistemas educativos alternativos que van en esa dirección.
El modelo finlandés parece el más equilibrado. Posee uno de los mejores índices de licenciaturas universitarias del mundo y goza de una economía dinámica llena de compañías muy creativas. A la vez, según el informe de Unicef del 2007, los niños finlandeses son los terceros más felices entre los países desarrollados. El sistema finlandés antepone las necesidades de los niños a los ambiciosos deseos de padres y burócratas; tiene sus puntos débiles, pero demuestra que los niños que empiezan en el colegio formal con 7 años pueden ser muy exitosos, no hace falta que empiecen en párvulos.
Un modelo muy relajado. Sí, pasan menos horas en el colegio que cualquier otro sistema en el mundo, tienen menos deberes, y otra forma de evaluar el aprendizaje, basada en la autoevaluación y los informes de los profesores, que son muy elaborados. Fuera del colegio no existe la industria de clases particulares, por tanto los chicos tienen mucho más tiempo para relajarse y también para procesar lo que han aprendido en el aula. Los maestros tienen una formación genial y los padres y los burócratas les tienen confianza, no tienen que estar pendientes de lo que dice el Ministerio de Educación en cada momento, tienen libertad para trabajar con sus alumnos. Está muy bien que los alumnos aprendan tecnología suficiente e idiomas para enfrentarse al mundo, pero lo más importante es crear niños y luego adultos con pasión por aprender, descubrir, seres humanos completos.
Explica que Asia oriental obtiene las mejores notas del mundo en matemáticas y ciencia, pero no tienen ni los mejores científicos ni los mejores matemáticos. Porque falta pasión por aprender, porque obtienen esas notas para mejorar sus currículos. Lo mismo ocurre con los deportes, hemos profesionalizado a los jóvenes y lo hacemos con mucha presión; el resultado es que cuando cumplen 14 años ya no vuelven a jugar porque han pasado años jugando horas y horas a la semana en un clima altamente competitivo; y lo mismo ocurre con el piano y el violín.
Ocho horas diarias en el colegio y además deberes para casa. ¿Tiene sentido? La reflexión es la siguiente: si media hora a la semana de deberes puede ser productiva, dos horas tiene que ser más productivo y dos horas al día, más todavía. La mayoría de los deberes está mal concebida, no llevan a los niños a buscar otra dimensión, simplemente les hacen aburrido el aprendizaje. En Cargilfield, una prestigiosa academia privada para niños en Edimburgo, se eliminó en el 2004 los deberes hasta los 13 años y hubo un momento de pánico entre los padres que pensaron que sería un fracaso a nivel académico para sus hijos. La medida se tomó para alentar a los niños a asumir personalmente el control de sus estudios. En un año, las notas de matemáticas y ciencias aumentaron un 20%. Otro ejemplo es el de Toronto, Canadá, que este año ha cambiado su sistema de deberes porque la gente estaba ya estrangulada con tantas tareas para casa. Han puesto límites muy rígidos a los deberes. Creo que Toronto va a ser pionero, pero que le seguirán muchas otras regiones y países.
¿Qué dicen los psicólogos? Existe consenso entre psicólogos, sociólogos y académicos en que hay que poner límites a los deberes; que tienen un papel importante a partir de los 11 años, antes incluso pueden perjudicar porque les quita tiempo para las cosas más humanas como es el juego, la invención y la creación.
Pero a veces en lugar de juego es tele. Todo tiene su medida. En un informe muy influyente publicado en Pediatrics en el 2004, científicos estadounidenses concluyeron que cada hora de televisión que se mira al día entre las edades de 1 y 3 años aumenta en casi un 10% la posibilidad de un diagnóstico de déficit de atención y desorden de hiperactividad, pero estos estudios siempre tienen su contraestudio, debemos investigar más. Pero lo que es obvio es que niños que pasan entre cinco y siete horas al día –la media en EE.UU.– frente a una pantalla, se acostumbran a que las cosas acontezcan de forma instantánea y eso explica por qué a los niños les cuesta estar sentados en un colegio escuchando. No es una experiencia multimedia y se aburren.
¿Qué opina del mundo del consumo y de la publicidad para niños? Es el ejemplo más egoísta de cómo los adultos han secuestrado la niñez. Los niños crecen valorándose a través de lo que tienen y no de lo que son o lo que pueden aportar a la sociedad y eso en el fondo es el vacío más profundo que hay.
¿Cómo un progenitor puede contrarrestar ese mundo de consumo? Vivimos en una sociedad altamente mediática y tenemos que generar una cultura de análisis de los medios de comunicación para que no sean víctimas tan fáciles de estos mensajes. Y lo que está claro es que tenemos que dar ejemplo: no valorarnos a nosotros mismos por lo que tenemos. Países como Suecia y Noruega ya han prohibido los anuncios de televisión para niños de menos de 12 años.
Otro tema aterrador, la conciencia sexual infantil, en especial la de las niñas. La sexualización, sobre todo de las niñas, es terrorífica. Hay minoristas que venden medias de red, sujetadores acolchados y bragas con mensaje de tallas mínimas, y en las papelerías venden libretas y lápices para niñas con el conejito de Playboy. Cuando una sociedad venera la inocencia de la infancia y al mismo tiempo arroja a sus niños al crisol sexual de la cultura pop, lo probable es que haya confusión o consecuencias más dañinas. Eso explica trastornos como los de la alimentación. En un estudio realizado hace poco en Australia, más del 70% de las niñas de 7 y 8 años dijo que desearía un cuerpo más delgado, y la mayoría creía que el hecho de perder peso aumentaría su aceptación. Un estudio del 2007 realizado por la Asociación de Psicología Norteamericana concluyó que la representación sexual de las niñas favorece la insatisfacción con el propio cuerpo, la depresión y la baja autoestima.
¿La agresividad preadolescente es la válvula de escape ante tanta presión? Eso creo. Los agentes de esa presión son los padres, los maestros, la publicidad, los políticos, la sociedad en general. Esa presión para que se conviertan en lo que nosotros queremos que sean no les deja espacio para conocerse a sí mismos. Presionamos tanto a nuestros hijos que no les dejamos elegir su camino. Les entregamos una receta, un sendero y les decimos: seguidlo. Se trata de un estado de hiperexigencia en el que los políticos, la escuela, la publicidad se han metido en cada casa y eso todavía lo hace más difícil.
¿Qué podemos hacer los padres? Hay que recuperar la confianza, dejar de lado el ruido, el pánico de fuera y buscar nuestro propio equilibrio. Todos los padres tienen la sensación de que están en la locura, pero todos tenemos miedo de dar el primer paso: “Si yo reduzco la presión, mi hijo fracasará”, así que es bueno conversar con otros padres y sumar. Pero mi conclusión es optimista, nos estamos dando cuenta que hemos perdido el norte y de que ha llegado el momento de agarrar el péndulo y devolverlo al centro.
1 comentario:
Por suerte o por desgracia mis hijas ya son tan mayores que no me tengo que preocupar por la presión que puedan sufrir. Me alegro de comprobar que lo que yo consideraba algo de dejadez materna, por no exigirles bastante, han resultado ser, según esta teoría, una sana actitud de dejarlas vivir a su aire.
Lo que me parece de perlas es lo de "El elogio de la lentitud". Ahora mismo lo saco de mi biblioteca y me lo empollo ¡yo que siempre había tenido complejo de moverme despacio, va a resultar que soy una pionera del "slow"!
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