AUTOR: Blas
CUENTOS ENTRE AMIGOS
Caminaba por las calles del barrio aturdida, sin más propósito que atrasar la hora de ir a su casa. Le asustaba la soledad que allí encontraría. Era época de Navidad y la ciudad estaba en ebullición, adornada con luces por todas partes y la gente yendo de un lado para otro con alegre excitación de fiesta, lo cual hacía más insoportable, si cabe, la infelicidad que ella sentía. La Luna sigilosa se ocultaba en las espesas nubes sin dejarse notar, y esta ausencia presagiaba que el sosiego y el sueño, al igual que él, no acudirían esa noche a su dormitorio. “Se acabó —le gritó— No aguanto más. Tu amor me altera tanto que si no me voy cometeré una locura: tú acabarás en el cementerio, o con suerte en una silla de ruedas; y yo, en la cárcel”. Y se fue dando un portazo sin que ella pudiera responder nada. Aquel hombre se comportaba así cuando tenía planeado irse de juerga o hacer una escapada con otra mujer. Bien lo sabía ella, pero nunca se lo reprochaba, porque después de todo, él siempre volvía a su lado para que lo consolara. Y aunque este juego se le hacía cada vez más insoportable, no dejaba que su rostro delatara el sufrimiento que le causaban las frecuentes maniobras de aquel embustero y malvado. “Sí, malvado”, repetía enojada para sus adentros, lo que no se atrevía a decir en voz alta; pues a sus engaños él sostenía que la culpa de sus tropelías la tenía ella.
La desagradable escena que se acaba de narrar, sucedió durante el desayuno, poco antes de que ella saliera de casa para ir a la oficina donde trabajaba. Durante todo ese día estuvo rehuyendo el encuentro con sus compañeros de trabajo, temiendo que se notara la ansiedad que la invadía y, lo que era peor, las preguntas incómodas que no quería responder. Pero todos sus esfuerzos por disimular su desdicha eran inútiles, pues sus amigas reconocían, al poco de verla, que una vez más ella era víctima de la violencia y las amenazas del hombre miserable con el que convivía.
En su interior se debatía con incesantes preguntas sin encontrar respuestas. Las personas que la conocían la consideraban una joven atractiva e inteligente, y coincidían en señalarle a él como la causa de sus desgracias; sin embargo ella no concebía la idea de apartarlo de su vida.
Su inteligencia le decía que él la amaba de verdad, pasando por alto cualquier otra razón, pero en realidad era el amor quien le hablaba; y el amor, ya se sabe, no es un consejero ecuánime cuando se trata de juzgar a la persona amada.
Envuelta en estos remolinos de dudas, necesitaba justificar que el comportamiento de él era la respuesta natural y lógica a sus muchas torpezas; era por tanto incapaz de vencer la debilidad de su carácter, de manera que pudiera librarse de las ataduras que la esclavizaban y la mantenían unida a un ser tan despreciable. En cualquier caso, ella se juzgaba como la causa principal de todas sus desdichas.
Mientras se sucedían estos pensamientos en su cabeza, ella permanecía sentada en su despacho tecleando el ordenador con desgana; y oía a sus compañeros despedirse hasta la jornada siguiente, respondiéndolos con un inaudible “Hasta mañana”. Poco a poco todo el ruido de voces y risas, de pasos y carreras, de máquinas en funcionamiento, de teléfonos sonando fue disminuyendo hasta quedar la inmensa sala sin nadie y sumida en un silencio inquietante. Ella se unió a ese silencio dejando de teclear su ordenador, y se limitó a mirar tras la cristalera de su despacho, dejando que pasara el tiempo, mientras a sus oídos llegada el ajetreo y el rumor la calle.
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Así continuó, demorando la hora de irse a su casa, hasta que, ya bastante tarde, comenzó el movimiento del servicio de limpieza, con los ruidosos aspiradores y el trasteado de papeleras y fregonas. No tuvo otro remedio que ponerse el abrigo y abandonar aquel lugar. Ya en la calle, caminó con la mirada perdida, y sin ningún interés por las cosas de su alrededor. Entró en la cafetería, donde solía comprar algún dulce para llevar a su casa, con el único deseo de hallar un lugar donde cobijarse. Decidió tomar asiento, y pidió una copa de vino y algo de comer. Bebió a pequeños sorbos y apenas probó bocado. Observaba con tristeza y envidia la felicidad desbordante de la gente que entraba y salía del establecimiento, hasta que una camarera le indicó que era ya tarde y que iban a cerrar. La idea de ir a su casa le provocaba dificultad hasta para respirar el aire húmedo y fresco de aquella noche. ”Tengo que tomar un orfidal”—exclamó al tiempo que buscó en su bolso la caja de ansiolítico—. “Podría, por favor, traerme un vaso con agua”. “Claro, pero tómese el agua de prisa. Ya es muy tarde y todavía me queda mucha faena” —contestó la camarera con tono inapelable. Salió de la cafetería y eligió a propósito un camino que discurría paralelo al rio y la alejaba de la ruidosa multitud que en aquella hora tan avanzada todavía circulaba por la ciudad.
Anduvo sin descanso más allá del alumbrado de las farolas, adentrándose en una zona solitaria y desolada; después dio con una arboleda donde el suelo era un barrizal cubierto de ramas y hojas secas que atravesó con gran esfuerzo. Estaba cansada, pero seguía andando, no quería detenerse. Alcanzó el último puente hecho de vigas de madera sobre el río, y se detuvo en la mitad del mismo, justo donde había una luz mortecina que apenas iluminaba el lugar; al otro lado desembocaba un colector de aguas sucias dejando en el ambiente un olor de inmundicia.
Se acodó en el barandal para contemplar la impetuosa corriente del río. Su sombra se proyectaba sobre la negra superficie del agua. No había nadie más infeliz que ella; entonces se preguntó si la solución no estaría allí, arrojándose al vacío; solo sería un pequeño salto y acabarían el tormento que la golpeaba y el terrible cansancio que la consumía. Trató de levantar una pierna para sobrepasar el barandal y dar el salto, pero no pudo porque algo sujetó fuertemente la tela de la pernera de su pantalón. Al mirar hacia abajo vio a su lado un perro cuya actitud parecía haber adivinado la terrible decisión que ella había tomado. El animal la miraba sin quitarle ojo, sentado sobre su parte trasera y erguido sobre sus patas delanteras. Ella acarició al perro, y el animal lamió su mano como un signo de aprobación. Del otro lado del puente, donde la oscuridad era completa, se oyó la voz de una mujer llamando al perro. Este respondió con ladridos. Se incorporó sobre sus cuatro patas, levantó el rabo moviéndolo de un lado para otro, pero no se movió del sitio en actitud vigilante. Poco a poco la voz se hizo cercana hasta que surgió una mujer, cuya figura y semblante en la penumbra, le recordó a su madre. “Vaya, estás ahí, sinvergüenza” —dijo la mujer dirigiéndose al animal—. Le puso la correa y al instante noto en él algo que la alarmó. Después, le saludo a ella, e inmediatamente preguntó si se había perdido.
—No, no estoy perdida; conozco el lugar. Gracias por su interés, señora.
—Entonces, querida, estás aquí porque tienes algún problema por resolver.
Le sorprendió que aquella señora surgida de la oscuridad y a la que veía por primera vez, se dirigiera a ella en esos términos.
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—Este animal ha sido muy activo, lo sigue siendo todavía, pero ya menos. Lo educaron para salvar vidas incluso en situaciones de poner en riesgo la suya. Sería formidable que los seres humanos tuviéramos una nobleza semejante para recibir una educación así. ¿Te imaginas, la cantidad de tragedias y de muertes que se evitarían? A mí me ha dado la vida. Es una maravilla ¿Qué opinas tú, querida?
—Sí, sí que lo es, señora
—Mira, querida, te voy a hablar sin rodeos. Ve a tu casa y descansa. Te aseguro que el problema que te ronda desaparecerá pronto, muy pronto. Tú solita lo vas a resolver; créeme, querida. Ve a tu casa.
La misteriosa mujer la abrazó y se despidió con estas palabras:
—Eres joven y muy hermosa. Tienes por delante una vida maravillosa. Óyeme bien: aparta de ti sin ningún miramiento todo aquello que condicione tu felicidad.
Y se fue por donde había venido acompañada de su admirable perro. Ella recibió el abrazo de la señora con inmensa gratitud y notó en su alma que aquella mujer tan parecida a su madre se lo había dado con un cariño sincero.
Nuevamente se encontraba sola en medio del puente de madera mal iluminado, y oía el ímpetu de la corriente del agua del río y las ramas de los arbustos movidas por el viento. Estuvo allí todavía un buen rato tratando de ordenar sus pensamientos. Era tan grande su cansancio, que dudaba de si la misteriosa señora y su perro no fueran el resultado de sus alucinaciones.
“De cualquier manera, —concluyó— nunca olvidaré este encuentro tan hermoso, sea o no real”. Después se acordó de su madre y de su niñez. Sin duda había sido una niña feliz; y por eso les estaba agradecida a sus padres. También recordó que nunca lo vieron a él con buenos ojos, incluso discutió con ellos para defenderlo y justificar el comportamiento violento y egoísta que a menudo exhibía en público. En estos pensamientos estaba, cuando fijó su mirada en la ruidosa corriente del río que discurría bajo el puente. “¡Qué tontería! ¡De ninguna manera!: el agua está fría y sucia”—se dijo—. Además no le hacía ninguna gracia que la comieran los peces. Sacó el móvil de su bolso; vio la hora: “¡Dios mío qué tarde es, y sobre todo, qué cansada estoy!”
Clareaba el día cuando llegó a su casa en un estado febril y al límite de sus fuerzas y con una tristeza contenida. Su ropa estaba empapada de sudor a pesar del frío de la noche. Era evidente que las muchas horas sin dormir y el extenuante esfuerzo realizado, la habían hecho enfermar. Entró sin encender las luces y fue directa a la habitación donde se desnudó completamente, dejándose caer así en la cama. Derramó algunas lágrimas y vio, (o quizá lo imaginó) a los duendecillos de la noche huyendo en retirada porque la luz del día los aniquilaría sin remedio, aunque, algunos más valientes, se resistieron a abandonar la juerga, y la rodearon con burlas y desagradables risotadas durante algún tiempo, hasta que dejaron de molestarla; seguramente se fueron a buscar otra mujer menos aburrida y desdichada que ella. Luego, el sueño se deslizó en su cama, con igual sigilo que la velada Luna tras la espesa niebla, para no hacerse notar.
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Cuando abrió los ojos, la habitación estaba a oscuras: había dormido todo el día hasta llegar la noche. No tenía ganas de levantarse. Sólo se incorporó para orinar y beber agua; y después volvió a introducirse en el lecho, esperando encontrar de nuevo el consuelo del sueño, lo que, tras vueltas y vueltas en la cama, logró hasta la mañana del día siguiente. Los rayos de sol deshacían las nubes dejando ver por momentos un cielo de un azul deslumbrante.
Tumbado junto a ella, un hombre desconocido (o quizá fuera un duende iluminado, esbelto y guapo, a diferencia de los duendes de la noche, rechonchos y feos), que parecía tan real como atractivo, con los codos apoyados en la almohada, la contemplaba con una sonrisa en su bello rostro. Luego, cuando en la tarde de aquel día oyó abrirse la puerta de la casa, y la voz de él llamándola con gritos desesperados, y sus pasos acercándose a la habitación, sintió pánico, ocultándose bajo la cama, y esperó en esa guisa mientras él la buscaba con gran ruido y alboroto, hasta que sonó el golpe de la puerta tras cerrarse y quedar todo en un silencio absoluto, indicando que se había ido para siempre; ¡Sí, para siempre! porque esta vez ella, después de años de incertidumbre y sufrimiento, así lo había decidido en aquel glorioso instante. Entonces sintió un alivio profundo, y estremecida de felicidad, gozó aquel momento en toda su plenitud a solas con aquel duende maravilloso que, acaso, solo fuera una criatura nacida de una voluntad poderosa y desconocida hasta entonces para ella. También, por extraño e increíble que parezca, a sus oídos le llegaron desde un lugar remoto, los alegres ladridos de un perro y las palabras de una mujer, cuya voz le recordaba a su madre, que le daba la bienvenida a la vida y le felicitaba la Navidad.
Blas Mendiola, Navidad de 2023
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PERROFLAUTAS DEL MUNDO: Tertulia laicista en Madrid, con Juan José Tamayo, sobre pederastia en la Iglesia católica: 22/1/24 19h.