La mujer libre, inteligente y feroz que fue la autora de ‘Las
claudicaciones’ tuvo que pelear palmo a palmo por su libertad, y no le
salió gratis. Crónica de un encuentro en 2014 con la poeta fallecida el
pasado enero a los 90 años.
Miguel Ángel Ortega Lucas.
1 de
Marzo de
2017 http://ctxt.es/es/20170301/Culturas/11307/Homenaje-Angelina-Gatell-Ortega-Lucas-poes%C3%ADa-poeta.htm
Alguien –quizás
otro grande poeta–,
en algún atardecer de posguerra de un campo manchego, escuchó a un
viejo pastor decir que “las guerras civiles duran cien años”. (Un
anciano probablemente analfabeto pero que sabría leer de carrerilla el
abecedario de la desventura humana.) ¿Dura ya entonces ochenta años la
guerra civil española? ¿Durará cien? No estamos haciendo literatura: ese
viejo sabía muy bien lo que decía. De igual manera que dudamos, muchas
veces, sobre si cabe escribir en mayúsculas ese nombre y ese apellido
tan antiguos, como de una bisabuela remota:
guerra civil. [“¿Qué guerra civil?”, nos preguntamos ya,
en otro episodio de la misma: “la única; la del año 36, o la que empezó hace siglos”.]
No; ya acabó la guerra civil, la abuela Guerra Civil española: el 1
de abril de 1939. Ya terminó aquel capítulo ilustre de la historia
universal de la infamia. Pero es cierto que algunas cosas parecen no
terminar jamás. Pareciera que ciertos sucesos no dejan de supurar, como
el reguero que deja la culpa. Quizás porque –decía la poeta austríaca
Ingeborg Bachmann–
el mal, no los errores, perdura, /lo perdonable
está perdurado hace tiempo, los cortes de navaja / se han curado
también, sólo el corte que produce el mal, / ése no se cura, se reabre
en la noche, cada noche.
Así, también, algunos seres
Atravesados por el miedo, indefensos, perdidos en la ciudad que se llamó posguerra
Estos versos últimos son de otra poeta nacida también, como Bachmann,
en 1926; testigo y notaria, como la austríaca, de un tiempo que quedó
congelado en ella para siempre, como el reflejo nocturno de las farolas
de gas y las sombras que susurraban en la ventana a oscuras.
Angelina Gatell, nacida entonces en Barcelona, murió el pasado 7 de
enero en Madrid, a los 90 años. Noventa años de memoria arrodillada aún
en aquella ciudad que se llamó posguerra. Si las guerras civiles duran
cien años, Gatell la vivió prácticamente íntegra.
Porque
la palabra del alma es la memoria,
escribió
Luis Rosales, y los poemas que decía el alma de Gatell procedían de allí
en su mayor parte, de ese territorio en que el dolor sigue vagando
descalzo por algún camino. “El mal, no los errores, perdura”: terminó la
II República española, terminó la Guerra Civil, terminó esa posguerra y
esa paz que muchos llamaron
Victoria (por terminar, terminó
hasta la democracia tal y como la conocíamos); pero la memoria de un ser
humano no es una estatua, y puede llegar a ser un dolmen tiritando de
frío.
La tarde del 8 de abril de 2014, en Madrid, el frío del invierno
remitía ya pero la voz de Angelina crepitaba en su salón en penumbra
como si no se hubiera ido aún –el de la posguerra–, en una conversación
que no tenía más fin que la conversación en sí misma; precisamente que
alguien que había vivido tanto, y que podía y sabía hablar, me contase.
Fue lo que hizo durante toda su vida, con una fidelidad a la herida que
quizás (es posible) le pesó en exceso. Lo hizo, también de otras muchas
cosas, durante tres horas exactas. Para cuando nos despedimos, quedó la
media sonrisa en el zaguán y la sensación de haber escuchado otra vez un
cuento que alguien nos contó en otra vida, que se apagaba poco a poco y
sin remedio, pero que quizás no iba a dejar de suceder nunca.
En un recital de poemas
Quise saber su historia, sin guion y desde el principio. Ese
principio fue Barcelona, y en su memoria era de nuevo abril, día 14 de
1931: “Hay cosas que no sé si son mi memoria o la memoria que he
heredado”. Y sin embargo revivía de manera diáfana la brisa que venía
del Mediterráneo, mientras otra riada de gente bajaba por las ramblas
ondeando cánticos, banderas, griterío. “Y yo, como un loro, levanté mi
puñito. Siempre he tenido la convicción de que en aquel momento me sentí
unida a toda aquella gente”.
Heredó memoria, heredó un vínculo que no terminaría nunca; y heredó el frío. La expresión
exilio interior toma
todo su significado en el caso de Gatell, porque en ella empezó antes
de que se acuñara el término. Desde que desahuciaran a su familia de la
casa de Barcelona en que vivían, por no poder pagar (“el casero no era
mala persona, necesitaba el dinero”), pasando por las
casas baratas de
la República, en Santa Coloma de Gramanet, y hasta la localidad de
Vallès, donde pasó la mayor parte de la guerra, y donde vio de todo. “La
guerra es lo más bestial que existe, porque llega un momento en que es
o tú o yo. Es espantoso, pero es así”.
O tú o yo. En uno de los casi constantes traslados fueron a parar “a
un vallecito” por donde pasaban los soldados y los civiles huyendo de
las tropas franquistas. “Eso fue terrible; gente muerta por los caminos,
gente andando con los pies envueltos en trapos ensangrentados,
hambrientos. Estoy viéndolos pasar”. Y ese hombre que se detuvo a la
puerta de su casa, con una súplica:
Niña, dame algo de comer, que no puedo más. Le
dieron lo que pudieron darle. Al cabo se oyeron unos disparos. “Son
ellos”, dijo el hombre, “ya están aquí”. Qué vas a hacer, preguntó el
padre de Angelina a aquel fantasma, un miliciano. “Me queda una bala, y
será para mí”. Antes de irse, acarició el pelo a la niña.
“Todos preguntaban por Vic, porque iban camino de la frontera. Ese
éxodo fue algo espantoso, que a mí me marcó para toda la vida. Los
afortunados iban en carros; los que no, andando. La gente anciana caía
muerta por los caminos. Yo lo vi. No sé si sabes lo que es eso para una
niña de doce años y medio que yo tenía”.
Regresaron a Santa Coloma [su padre, un sindicalista comprometido
“desde la pura experiencia” con la defensa del trabajador, había dicho:
“Tengo ya la convocatoria para ir al frente, y no voy a ser nunca un
desertor”; pero ya terminaba la contienda]. Allí, en la última casa que
alquilaron, iban, “todas las noches, sin faltar una”, siempre cuando ya
estaban acostados, un grupo de guardias civiles a hacer registro. “¡Pero
si no tenemos nada!”, decía su padre. Y era cierto (aunque Angelina sí
guardaba, escondido en una viga, un libro: una obra de teatro llamada
Máquinas, que no descubrieron nunca; sólo mucho después supo que era una obra anarquista)
. Estaban
ya “muy señalados” en el pueblo. Y un amigo de éste, que era
practicante, a quien los Gatell habían dejado una de las habitaciones
para atender a los afectados de tracoma que venían del sur (una
enfermedad de los ojos producida por el esparto), fue fusilado por
enseñar catalán a los niños del éxodo, “para que pudieran desenvolverse
por allí”.
“Su hija era amiga mía de la infancia. Recuerdo cuando recibieron la
última carta de él; unas palabras que me quedaron también tatuadas:
Cada grano de arena que echen sobre mi cuerpo es un beso para vosotras. La
noche antes de que lo fusilaran. Era una bellísima persona. Entonces mi
padre propuso a mi madre irnos a vivir a Valencia, y así fue”.
La ‘gran lágrima secreta’
“Siete años más tarde mi padre tuvo un ictus y quedó inválido.
Entonces vinieron por él. Y en vista de que no podían meterlo en la
cárcel en aquella situación, lo metieron en un manicomio. El mismo que
usó Lope de Vega en el siglo XVII para su comedia
Los locos de Valencia. Así que imagínate”.
Más que llorar, hemos sufrido
nuestra gran lágrima secreta,
escribiría Angelina años después, en un poema titulado gravemente
Generación (de su libro
Las claudicaciones, 1969), dedicado a su hermano.
“De
mi hermano [que hizo la guerra, casi adolescente, con la CNT de Durruti
en el frente de Aragón] estuvimos cinco años sin saber nada. La única
noticia que tuvimos era que estaba en el campo de concentración de
Argelès, porque cayó en manos de los alemanes al pasar a la Resistencia
francesa. Se lo llevaron a un campo de exterminio. Pero en la frontera
suiza pensó que le daba igual morir de una forma que de otra, y en un
tren que se cruzó saltó, y pudo escapar. Estuvo un tiempo perdido por el
Pirineo, hasta que por unos compañeros (porque los Pirineos eran toda
una red de complicidades) consiguió entrar en España, en el 44”.
Cada cual hacía en su casa “la guerra por su cuenta”, cuando ya la
guerra había acabado. Su padre ayudaba a los maquis. Todos los meses
bajaba alguien de la sierra de Teruel y le daba ropa usada, “grandes
sacos de ropa militar desechada. A mí me sorprendía.
¿Y este hombre por qué se lleva esto? Él
decía que era para venderlo”. Y ella misma había entrado en el Socorro
Rojo Internacional a los 17 años. Un día, allí en Valencia, jovencísima
aún, sucedió algo “que pudo ser nefasto”, como lo fue para otra chica
que ejercía asimismo de enlace: habían quedado ambas en una plaza para
que Angelina le entregara un dinero de ayuda a los presos republicanos.
Esta se sentó en el mismo banco que la otra, sin dirigirse la palabra, y
sacó un libro. Mientras disimulaba leer, le pasó el sobre. “Apenas ella
lo había guardado, se nos echaron encima los policías. Ella salió
corriendo. Yo no, yo me quedé. Cruzó la plaza, bajó la escalera, y al
cruzar la calle la mató un camión. Horrible. Sólo oí los gritos de la
gente. Un policía salió corriendo y otro se quedó conmigo. Recuerdo que
puso un pie encima del banco.
Ahora me va a decir qué hace usted aquí. Yo sólo dije lo que se me ocurrió:
Estoy esperando a mi novio. ¡Y en éstas que aparece!”.
Apareció, sí, aquel muchacho, que vino de alguna manera a salvarle la
vida. Se llamaba José Sánchez Peinado. Tenía una historia personal “muy
complicada”; había hecho la guerra con Franco, y al acabar le
ofrecieron pasar al ejército o a la policía. Eligió lo segundo. Era “muy
inteligente”, y un caballero. La quiso tanto como para jugarse la vida
con ella: Angelina necesitaba documentaciones falsas para ayudar a los
proscritos del régimen a entrar y salir de España. “Él entraba a la
Brigada Social, robaba las cédulas, me las daba en blanco, y en una casa
en la que te dejaban por horas una máquina de escribir, yo las
rellenaba, se las llevaba otra vez y él las sellaba. Me decía:
Niña, me van a matar por tu culpa.
Pero proporcionamos cientos de documentaciones falsas, entre ellas la
de mi hermano”, que tuvo que huir de nuevo, esta vez a Brasil. “Fue
auténticamente milagroso que no nos pillaran”.
Pero esa energía es la prueba de que la velocidad a la que parecían
atropellarse los dramas en la memoria de la escritora (una fidelidad,
sí, tan testaruda como la propia herida) no llegaban a ensombrecer el
carácter de una anciana, de una mujer, de una muchacha, que sin cierto
fulgor irreductible de júbilo, de amor a la vida y de coraje, no hubiera
podido hacer tantas cosas como hizo, ni decir tantas veces
que no cuando era
que no. La
pasión por vivir, por amar, por descubrir, por escribir: en Valencia,
siendo aún esa muchacha de apenas veinte años, sin referentes directos
que la guiaran, husmeaba aquí y allá, buscando el alimento poético con
más ahínco aún que el otro.
La libertad no es una cuestión de semántica, ni mucho menos, sino de conciencia
“Yo hice sólo los primeros años del bachiller, hasta que mi padre
cayó enfermo y mi hermano y yo nos tuvimos que hacer cargo. Yo escribía,
tenía la ilusión de escribir, e iba a una librería que se llama
Maraguat, justo delante de donde murió la muchacha aquella del camión.
Iba mal vestida, con alpargatas, y a los dueños les hacía mucha gracia.
El dueño era un perseguido del régimen y alquilaba los libros. Se dio
cuenta de mi hambre por aquello y a veces ni me cobraba (
¡Anda, lárgate y no enredes!).
Un día, hurgando por allí, leyendo en el suelo (la liaba tremenda), de
pronto oigo que alguien me dice, con mucho aire: “¡Deja esa porquería!
¡Toma, lee esto!”, y me tira un libro de Zane Grey.
Y me entró
una ira...: quién es este tío, que además me tutea y me dice lo que
tengo que leer. Me pareció guapísimo, con los ojos dorados... Era José
Hierro. No era aún ni premio Adonáis. Entonces nos hicimos muy amigos”.
Ya había conocido también a la poeta María Beneyto (“íntima amiga,
grandísima víctima del régimen”: la mejor de entonces, según Gatell), y
por la misma época que a Hierro, al pintor y dibujante Ricardo Zamorano,
y a otros; “nuestro grupo indisoluble”.
La anciana, la mujer, la muchacha libre, o libérrima. Sobre esto
también nos dijo cosas Angelina de la España de hoy: “La libertad no
está en determinadas cosas que muchos piensan. La libertad es otra cosa.
Yo he salido a la calle con un cartel así que decía
Soy lesbiana, y jamás he sido lesbiana. Igual con un cartel que decía
Soy adúltera¸ y
tampoco; todo esto en defensa de la lesbiana y de la adúltera. Digo que
la mujer está todavía, creo, en una temperatura en que todavía no sabe
por dónde decantarse. Yo cuando oigo decir eso de
ellos y ellas, me
da risa nerviosa, porque no es eso la libertad. La libertad no es una
cuestión de semántica, ni mucho menos, sino de conciencia. Yo siempre he
sido libre, en los peores momentos del franquismo, porque la libertad
no te la tiene que conceder nadie. Si tú eres consciente de que eres
libre, eres libre… Pero, y perdona la expresión, no es libre la mujer
que se paga unas tetas. Eso sí me parece horroroso, porque es una
claudicación más, y muy grave. Creo que está todo muy desorientado, y
como soy vieja, además, te voy a decir que eso está conducido. A la
mujer se la está denigrando, cargando de trabajo, pero no se dan cuenta;
y eso para mí supone una tristeza, por ser un fracaso. La mujer tiene
el mismo derecho que el hombre, exactamente el mismo derecho; pero ese
derecho no está fundamentado en esa cosa tan pueril. Está en tener la
libertad de elegir lo que le dé la gana de una forma inteligente”.
Con Antonio Buero Vallejo
La mujer libre, inteligente y feroz que fue Angelina Gatell tuvo que
pelear palmo a palmo por su libertad, y no le salió gratis. Se diría que
cada vez que la vida le daba un premio, ella misma se encargaba acto
seguido de impugnar la letra pequeña. Fue Premio Valencia de poesía en
1954, por el libro
Poema del soldado. Casi se lo quitan por ser
la tercera mujer consecutiva en ganarlo (cosa intolerable para algunos
del jurado). En la radio, hablando del libro, se atrevió a decir que el
poemario, de ecos religiosos, era en realidad un ajuste de cuentas con
Dios. Poco después, cuando le encargaron desde un periódico una serie de
reportajes sobre la situación de la mujer en África, se atrevió a
hablar de los movimientos contestatarios en Ceuta y Melilla, lo cual le
costó más enfrentamientos. “No me pasó nada, pero me negaron el pan y la
sal”.
Las puertas laborales se le fueron cerrando, y no pudieron seguir en
Valencia. Ya estaba casada con Eduardo Sánchez, con quien levantó la
compañía de teatro de cámara, pionera en España,
El paraíso. Tendrían
tres hijos (Eduardo, María del Mar y Miguel, este último también
poeta). Fueron Pepe Hierro y Antonio Buero Vallejo quienes les
insistieron en trasladarse a Madrid. Dio en trabajar como actriz para un
director de televisión (“un corrupto importante” que imponía mordidas a
sus actores), cuando la televisión se hacía aún toda en directo. Su
actuación fue un éxito. Pero “cuando mejor estaba” firmó ciertos papeles
subversivos: la carta multitudinaria dirigida a Manuel Fraga, ministro
franquista de Información y Turismo por entonces (1963), en protesta por
la represión brutal contra los mineros asturianos.
La firma de esa protesta pública llegó justo cuando TVE estaba en
vías de emitir una serie, con guión suyo, sobre Marie Curie. La llamó
Carlos Robles Piquer –cuñado de Fraga– a su despacho: éste le ofreció
retractarse públicamente, diciendo que había sido “engañada” para firmar
aquello, a cambio de un puesto fijo en TVE (
¿Sabe lo que significa eso? Sueldo seguro, el chalet en la sierra...);
si no, prescindirían de ella. “Esto se lo ofrece usted a su padre, que
seguramente aceptará”, fue su respuesta. [Esa misma noche la avisaron de
que estaban repitiendo palabra por palabra su conversación con R.
Piquer en la radio Pirenaica: por lo visto había micrófonos cerca].
El pleito continuó con un señor “de espléndidos ojos verdes” llamado
Adolfo Suárez, responsable de programación por entonces, que también se
reveló como un “sinvergüenza” sin remisión, según Gatell: primero trató
de atemperarla, luego de hacerle chantaje con “desacreditarla en todos
los hogares españoles” (“Para que usted me desacredite a mí, tendría que
estar acreditado”,
le contestó)
. Consiguieron que TVE
rectificara y cobrar sus derechos de autor. Poco después Suárez quiso
hacer tabula rasa; le ofreció otro encargo: “Pero”, le dijo, “me vas a
prometer que no vas a ir con firmitas ni frivolidades de éstas”. Y la
cabra tiró al monte de nuevo: “Mire, tengo 38 años y haré lo que la
conciencia me mande”. Y ahí se quedó su conciencia, y allá lejos las
casas en la sierra.
Del hilo rojo
Yo no sé a qué he venido.
Yo no sé si he venido.
Veo la ciudad en la noche.
Veo el río en la noche.
Veo los quietos jardines de la noche.
[de
Las claudicaciones]
Rara vez podemos intuir
a qué hemos venido a este mundo, y
quizás sea algo que no tenga mucho que ver con nuestras obsesiones
cotidianas. Una de las obsesiones de Angelina Gatell, durante toda su
vida, fue dejar testimonio; recordando, conversando, escribiendo. Pero
sobre todo escribiendo: nunca fue, como podría pensarse y en algunos
casos se ha insinuado, una activista política que escribía, sino una
poeta que no podía dejar de decir
No; una escritora cuya
solidez literaria tenía mucho que ver con su solidez moral, ya que
alguien incapaz de estafar en su vida será aún menos capaz de estafar en
su obra, con fuegos de artificio o con fuegos apocalípticos de guerra
civil.
No es objetividad lo que busco, sino pasión –declaraba a ABC tras la publicación de
Las claudicaciones, en 1969–
.
Ese es, para mí, el resorte que pone en funcionamiento el mundo de lo
poético. No comprendo la poesía cerebral, intelectual, es decir: pura.
También por eso, cuando alguien dice que soy retórica, me siento
reconfortada. Para mí la retórica –bien entendida– es el tercer resorte.
El segundo son las ideas. Los tres bien manejados y fundidos entre sí,
el poema.
La pasión, al servicio de un discurso férreamente depurado que no
deja de contar la vida, de cantarla en su verdad profunda. Los poemas de
Angelina Gatell gritan en voz muy baja: poeta desarraigada, en el
sentido estricto del término, hundió siempre unas robustas raíces en la
tradición; la que compartía con sus coetáneos de la generación del 50
José Hierro y Blas de Otero, y que heredaron todos, fundamentalmente, de
don Antonio Machado y César Vallejo. Gatell veló armas en esa
épica de lo cotidiano, como
la llamaba Félix Grande, que tejió con hilo rojo la urdimbre de todas
las soledades de posguerra, reuniéndolas, para recomponer así el rostro
de una España desfigurada, huérfana de casi todo. Porque, a pesar de lo
vivido –nos decía hacia el final de aquella tarde–, “el pesimismo es una
forma de rendición”.
Al escritor Eduardo Moga le dijo en 2001, cuando éste quiso saber
cómo había podido pasar más de 30 años sin publicar otro libro de poemas
(desde aquel 1969), que “tenía que trabajar para vivir”: en todo ese
tiempo, hasta su recuperación poética por parte de Manuel Rico y la
editorial Bartleby, llegado ya el siglo XXI, se había dedicado
fundamentalmente a la literatura infantil y el doblaje (uno de los datos
que más suelen contarse es que fue la responsable de la adaptación
española de la serie
Heidi; al perro le llamó
Niebla en
homenaje al que un día siguió a Neruda por las calles madrileñas en
plena guerra, que se quedaría Alberti, y que desaparecería poco
después). También fue militante del Partido Socialista durante muchos
años, hasta su muerte.
Pero no parece un argumento suficiente, el del trabajo y la vida
cotidiana: no dejó nunca de escribir (para alguien como ella, sería como
respirar). Y podría aventurarse que su distanciamiento del mundo
editorial tuviera más que ver con un voluntario paso atrás; a que, en
más de una ocasión, la
modernidad y quienes establecen en cada
época qué es lo que hay que leer le quitaran las ganas. Pero para
nuestra fortuna ahí están hoy, en las librerías, muchos de sus títulos
como poeta (
Noticia del tiempo -2004-,
Cenizas en los labios -2011-,
La oscura voz del cisne -2015-; todos en Bartleby) y como antóloga (
Mujer que soy - La voz femenina en la poesía social y testimonial de los años cincuenta -2007-,
Con Vietnam, recuperada en 2016). Quizás en los próximos tiempos conozcamos muchos más versos escondidos hasta ahora.
Insistía en que se habían “cargado” su vida, aquellos que trataron de
encarcelarla, de censurarla, de darle órdenes o de comprarla. Pero si
ya es un éxito sobrevivir, hacerlo hasta los 90 años siendo fiel a la
propia vida debe de ser el mayor de todos.
A pesar, sí, de
todo lo ya sufrido y lo que aún quedaba
por sufrir en el mapa del futuro,
trazado en la tristeza azul de las pizarras.
Autor: Miguel Ángel Ortega Lucas Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza (ficha policial).