Miguel Ángel Ortega Lucas 10/07/2024
La explotación desaforada del territorio, la inoperancia de la administración y unas dinámicas caciquiles son los principales responsables del ecocidio en la mayor laguna salada de Europa
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El Mar Menor no es un mar en el sentido estricto. Ubicado en el sureste de la Región de Murcia, la topografía lo cataloga como laguna; en este caso, la laguna salada más grande de Europa, debido a sus 135 km cuadrados de superficie y 540 hectómetros cúbicos de capacidad. Esas dimensiones, junto a su vecindad con el Mediterráneo, cuyas aguas lo alimentan, hicieron que los lugareños lo llamaran “mar menor”, por contraste con aquel. Es un territorio insólito. Una albufera cerrada, salvo en tres enclaves que renuevan las corrientes, por la larguísima lengua de arena de La Manga, que cuenta así con dos costas muy próximas entre sí: una en el Mar Menor; otra en el “mar mayor”, o Mare Nostrum para los romanos.
Coronado aquí y allá por islas de tamaño variable –La Perdiguera, la del Barón, la del Ciervo…–, su orografía singularísima propició, en un proceso milenario, el desarrollo de un riquísimo ecosistema en que los flamencos y los caballitos de mar convivían con caracolas de un palmo de longitud. La alta salinidad otorgaba a sus aguas propiedades benéficas para la salud y una transparencia de cristal. Su oleaje casi inexistente y la poca profundidad, con un máximo de 7 metros en las zonas más abisales, que permite al bañista adentrarse a bastante distancia haciendo pie, hizo de él un lugar idóneo para las vacaciones de gente mayor y con problemas de movilidad, y para familias con niños pequeños, que pueden chapotear en él sin los peligros de las playas habituales.
Es un lugar “que te acuna”, dice Julia Albaladejo, nacida a sus orillas, en la localidad de Lo Pagán. Siempre fue común oír a los visitantes europeos hablar del Mar Menor como de un “paraíso”, extasiados ante sus atardeceres sigilosos, interminables, en malvas, rosas y añiles. Es en momentos como ése cuando, quienes lo llevan contemplando toda la vida, perdido ya el asombro, vuelven a mirarlo como por primera vez –como niños de nuevo–, y reparan de nuevo en lo que tienen. Y en lo que van teniendo cada vez menos.
Las causas por las que este entorno paradisíaco ha degenerado de forma trágica en las últimas décadas también son singularísimas: las del medioambiente (político, económico y social) de la Región de Murcia. Distintas razones, muchas aristas, intereses confluyentes, yendo a dar a un mismo pozo.
Julia Albaladejo es bibliotecaria; conocida en muchos círculos como “Julia, la del Mar Menor”, porque poca gente ha estado más implicada en la defensa de la laguna desde el puro activismo cívico. Pasando por las organizaciones ecologistas, Albaladejo es miembro de la Alianza por el Mar Menor (Amarme). Se sabe al dedillo la cronología de esta historia, que se remonta a los años cincuenta del siglo pasado: “Lo primero fueron las minas”. La zona minera entre La Unión y Cartagena, cuyas balsas y pozos no se sellaron debidamente tras el declive de esa industria; de manera que, cuando llovía de manera torrencial, los metales pesados iban a dar al Mar Menor.
Los años siguientes verían la transformación absoluta del entorno. También tenía intereses en la explotación minera la familia del empresario Tomás Maestre, quien se haría con la propiedad íntegra de La Manga, auspiciando allí un plan de construcción amparado por la Ley de Centros y Zonas de Interés Turístico Nacional (1963) del gobierno franquista. Maestre contrató al arquitecto catalán Antonio Bonet para urbanizar La Manga y convertirla en un referente del turismo de alto standing, como se decía entonces, respetando sin embargo grandes zonas de playa virgen con un proyecto habitacional mucho más moderado de lo que finalmente fue (de no pretender rebasar las 60.000, La Manga acoge hoy alrededor de 300.000 personas cada verano). A rebufo de la crisis petrolífera de 1973, y de la derogación en 1975 de esa ley que le beneficiaba, Maestre –que ya había multiplicado su capital– empezó a pagar a los contratistas de las obras con terrenos, desvirtuándose del todo el plan de Bonet, y creándose un lobby de propietarios consagrados a lo que pronto se daría en llamar “cultura del pelotazo”, construyendo en La Manga con las mismas limitaciones con que lo hicieran los colonos del salvaje Oeste. [Esta información de La Verdad de Murcia recorre de manera sumaria ese historial urbanístico hasta la fecha.]
La presión abusiva sobre el territorio, tanto desde La Manga como desde otros puntos del Mar Menor, aceleró la pérdida de terreno de la laguna, reduciéndose en un 27% en los últimos cien años; debido, según el Comité de Asesoramiento Científico del Mar Menor (CACMM), a “la instalación de infraestructuras portuarias y arreglo de playas”. En un detallado informe de 2021, la organización ecologista Greenpeace aseveraba que el ensanchamiento y dragado del Canal del Estacio –la conexión de la laguna con el Mediterráneo ubicada en el centro de La Manga–, llevados a cabo entre 1972 y 1973 a la par que los puertos deportivos, aumentaron la renovación de las aguas, “reduciéndose la salinidad y bajando las temperaturas extremas”, lo que propició la aparición de praderas marinas “menos tolerantes a las condiciones ambientales originales”.
Dicho informe de Greenpeace se titula Mar Menor, una víctima del trasvase Tajo-Segura: señala lo que, según todos los análisis científicos acreditados desde hace décadas, ha supuesto la principal causa de los desastres naturales padecidos allí. No por el trasvase en sí, sino por el destino de esas aguas: dedicadas fundamentalmente a transformar la agricultura de secano del vecino Campo de Cartagena en regadío, lo cual lleva provocando una afluencia continua de fertilizantes al Mar Menor –por modificarse los sistemas naturales de drenaje del agua– desde mediada la década de los noventa.
La primera consecuencia de ello fue una invasión de medusas, algunas peligrosas, otras no; llegando en el verano de 1997 a la cifra de 40 millones según Greenpeace. Las medusas han sido un problema o no según el año. Lo que nunca dejó de llegar son los nutrientes usados para multiplicar las cosechas en el campo próximo.
El informe de Greenpeace ilustra bien por qué un ecosistema es, por definición, un organismo de interdependencias en el cual cada elemento resulta vital, literalmente, para el buen desarrollo del conjunto. Incapaces las praderas marinas de absorber tal cantidad de nutrientes, con la subida de la temperatura del agua a partir de 2014 proliferó el fitoplancton: la causa de que el agua tomara un súbito color verdoso en la primavera de 2016, la denominada “sopa verde”. Ésta, a su vez, limitaba el paso de luz a las zonas más profundas, impidiendo la fotosíntesis de la vegetación, que acabó muriendo; las bacterias de esa materia orgánica muerta consumen más oxígeno, lo cual provoca la muerte de otros organismos; por ejemplo, los que alimentan a los peces… Etcétera.
Entre septiembre y octubre de ese año, el Instituto Oceanográfico Español constató que se había perdido nada menos que el 85% de la extensión inicial de las praderas marinas. El fenómeno de la eutrofización había dado lugar a lo que el Comité Científico denominó “colapso ambiental”. Los nitratos presentes en el agua se habían multiplicado por 6 entre los años ochenta y la primavera de 2017. El Instituto Geológico y Minero de España (IGME) estimó que entre 2014 y 2016, sólo por la Rambla del Albujón –de caudal permanente de un tiempo a esta parte, cuando antes sólo fluía con grandes lluvias–, entraron al Mar Menor 3.300 toneladas de nitratos al drenarse el acuífero Cuaternario. Todo, según los expertos, debido a las escorrentías y flujos subterráneos procedentes del Campo de Cartagena producidos por el regadío intensivo. Pero no sólo: del total de nitrógeno recibido por ese acuífero, se calcula que el 17% es producto del sector porcino, debido a las 8.300 toneladas anuales de purines (orines de animal en el estiércol) dispersos sobre la superficie del mismo territorio.
De la inoperancia a la connivencia
Ésos fueron los fundamentos de la querella presentada por el fiscal superior de la Región de Murcia, José Luis Díaz Manzanera, en diciembre de 2017, acusando a 34 personas –del Gobierno regional, de la Confederación Hidrográfica del Segura (CHS) y de empresas agrarias del Campo de Cartagena– de delitos contra el medioambiente y prevaricación. Entre ellos el exconsejero de Agricultura del PP Antonio Cerdá (16 años en el cargo, de 1999 a 2015), los expresidentes de la CHS José S. Fuentes Zorita y María Rosario Quesada, y su comisario de Aguas, Manuel Aldeguera (luego director general de Agua de la Generalitat Valenciana). El proceso, aún por resolverse, reconocía, entre otras, las malas prácticas agrícolas de quienes arrojaban el rechazo de las aguas desalobradas (salmueras) al terreno.
(...) “Tenemos una región muy pequeña, donde una serie de señores muy poderosos hacen lo que quieren”. Ésa es la respuesta de Ramón Pagan, químico jubilado y uno de los precursores de la plataforma Pacto por el Mar Menor. Una asociación a la que el gobierno regional ha llamado, como al resto de organizaciones ecologistas, “agoreros” y “antimurcianos” por sostener lo que los científicos llevan décadas sosteniendo: “El Mar Menor era un sistema oligotrófico, sin nutrientes. Por eso el agua era transparente, puro cristal, híper salina. Tiene millones de años y ha superado muchas crisis. El problema ahora lo han generado la agricultura y la ganadería intensiva. Pero si no reconoces el problema, jamás, nunca, le pondrás solución” (...)