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15 de abril de 2014
http://www.lamarea.com/2014/04/15/las-nuevas-amenazas-la-diversidad-de-latinoamerica/
En Las venas abiertas de América Latina, escrito en 1971, el uruguayo Eduardo Galeano repasaba el saqueo y los desastres humanos y ambientales provocados por la extracción a gran escala del oro y la plata, pero también por los monocultivos del rey azúcar, el cacao y otros “monarcas agrícolas” que condenaron al hambre a las poblaciones originarias de las tierras más fértiles del planeta. Cinco siglos después de la llegada de los europeos, los países de América Latina siguen dependiendo de la exportación de oro, petróleo y de los nuevos monarcas agrícolas: soja, eucalipto para celulosa, la caña revalorizada por el auge de los agrocombustibles. Tal vez siempre fue así, pero hace 40 años, cuando Galeano escribía su célebre ensayo, muchos gobiernos de la región apostaban por la industrialización para escapar de la dependencia neocolonial.
El modelo extractivista implica que cada país, en función de su riqueza natural, se concentra en dos o tres sectores. Así, Chile es una potencia pesquera, forestal y minera, mientras los países del Cono Sur plantan soja y la minería se extiende por todo el continente. Con las minas y la extracción de hidrocarburos aparecen a su vez dos problemas: la sobreexplotación de los recursos hídricos y el aumento desmesurado de las necesidades energéticas, que, entre otras vías, se intenta solventar con la construcción de represas. Unas 60 en la Amazonia brasileña, una decena sobre el río Magdalena, la arteria fluvial que recorre Colombia de sur a norte, y cinco en la gélida Patagonia chilena.
La extracción intensiva de recursos naturales vuelve a ser incuestionable. Pareciera que, en tiempos de la globalización que deslocaliza su producción hacia Asia, el lugar de América Latina volviera a ser, indefectiblemente, el de proveer a los países del Primer Mundo —o, mejor, a las corporaciones— de materias primas con escaso o nulo valor agregado. Y, sin embargo, esos países tan ricos en recursos no consiguen salir de la miseria, es la maldición de la abundancia a la que se refiere el economista ecuatoriano Alberto Acosta, para quien su país no es pobre a pesar de sus riquezas naturales, sino precisamente por causa de éstas.
La nueva fiebre del oro es un ejemplo de libro. Ya no es rentable explotar los socavones mineros, así que se impone en todo el continente el modelo de las minas a cielo abierto. Mediante colosales explosiones, se detonan los cerros; después, la roca se sumerge en una mezcla de agua y cianuro para separar el oro de la tierra. Es el llamado proceso de lixiviación. El impacto ambiental de una técnica tan agresiva y contaminante, comenzando por el ingente gasto de agua —cifrado en millones de litros de agua por día y mina— en regiones semidesérticas como el norte de Argentina y Chile, ha puesto en guardia a las comunidades locales. La minería es, seguramente, el motivo de los mayores conflictos sociales en América Latina. Las rebeliones populares recorren el continente, algunas con éxito. En Famatina, los vecinos de Esquel, una provincia al sur de Argentina, lograron expulsar a tres empresas mineras. Otros proyectos emblemáticos, como el de Veladero, de la canadiense Barrick Gold, amenazan la biodiversidad de la Biosfera de San Guillermo, en el noreste argentino.
Mayor y más polémico es el megaproyecto de Pascua Lama. Sus obras, también a cargo de Barrick Gold, siguen adelante pese a la fuerte oposición de las comunidades afectadas, cuya presión ha derivado en fallos judiciales que llegaron a suspenderlas temporalmente. La enorme mina a cielo abierto está en plena cordillera andina, en el terreno fronterizo de Chile y Argentina, una región semidesértica donde, según los opositores al proyecto, dejará sin agua a miles de agricultores del Valle del Huasco. No obstante, la multinacional canadiense, líder mundial en la extracción de oro, se ha ganado el apoyo de alcaldes y gobernadores con su promesa de crear 6.500 empleos directos durante la etapa de construcción y otros 1.660 puestos de trabajo durante los más de 20 años que se espera que la mina esté operativa. Prometen planes asistenciales para los agricultores afectados y millones en infraestructuras que dinamizarán la zona. Pero esas cuentas no incluyen los miles de agricultores que se quedarán sin su modo de sustento, ni qué será de la zona cuando, 20 años después, la Barrick Gold se vaya del Valle del Huasco y Pascua Lama se convierta en un monumental vertedero.
“Mina es muerte”
Los opositores a la megaminería, que son muchos en Argentina, más en las calles que en las cámaras legislativas, denuncian que el Gobierno vende baratos los recursos, gracias a un marco legislativo de ensueño para las empresas. Los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández han mantenido con mínimos cambios la legislación minera que dejó el gobierno neoliberal de Carlos Menem. Bajas regalías, exenciones fiscales, subsidios a las empresas, nula fiscalización e incluso el compromiso de que el Estado se hará cargo de los costos ambientales. A cambio, un mantra mil veces repetido, que las industrias extractivas llevarán a regiones empobrecidas desarrollo, empleo y progreso. Un discurso que, aunque amplificado por los medios de comunicación, es cada vez más cuestionado por la población. En todo el noreste argentino, en provincias mineras como San Juan, Catamarca o La Rioja, las calles y las carreteras están inundadas de mensajes como “Mina es muerte”, “El agua vale más que el oro”, “No a la mina”. La megaminería se ha convertido en el principal foco de las resistencias sociales no sólo en Argentina, sino en toda la región porque, como afirma la investigadora Mariela Svampa, “plantea un conflicto territorial, compite por recursos, como la tierra y el agua, y reestructura e influye la forma de vida de los pueblos”.
Los monocultivos son la otra gran pata del modelo extractivista. Si la caña de azúcar, el cacao, el café o el caucho eran ayer los “monarcas agrícolas” que dominaban los latifundios y a sus habitantes sin tierra, hoy la reina es la soja, aunque también la caña viveun nuevo momento de esplendor gracias al auge de los biocombustibles. El nuevo oro verde avanza sobre todo en el Cono Sur. La soja ocupa un 66% de la tierra cultivada en Paraguay, un 59% en Argentina y un 35% en Brasil, según un estudio de 2012 del Centro para la Bioseguridad de Noruega. La inmensa mayoría de esa superficie se dedica a la soja transgénica —la patentada por la multinacional estadounidense Monsanto o bien ciertas variedades locales—, que multiplica su rentabilidad por su resistencia a fuertes herbicidas y plaguicidas, como el glifosato.
La soja transgénica ha sido modificada genéticamente para resistir al glifosato, pero no así los seres humanos. En Ituzaingó Anexo, un barrio periférico de la ciudad argentina de Córdoba, los vecinos comprobaron que se habían multiplicado los casos de cáncer, malformaciones genéticas y fetos muertos al nacer. Las Madres de Ituzaingó se organizaron para pedir a Monsanto que se fuera de sus territorios y consiguieron, en 2012, en un juicio histórico, sentar en el banquillo a tres responsables directos de las fumigaciones con glifosato. Hoy, los cordobeses mantienen su lucha, con un nuevo objetivo: evitar la construcción de la que sería la mayor planta de maíz transgénico que Monsanto tiene en Suramérica.
Acoso al indígena
Pese a la innegable oposición popular, el Gobierno de Cristina Fernández mantiene una apuesta firme por el modelo agroexportador, tal vez porque la maltrecha economía argentina depende cada vez más de los 23.200 millones de dólares que el sector aportó en 2013. La Casa Rosada asegura que la biotecnología posibilitará dar alimento a una población mundial creciente y desoye las voces de alarma que recuerdan que el monocultivo es la causa principal de la desertificación de la tierra, que amenaza ya, según la ONU, al 70% de las tierras secas.
Argentina quiere ser el granero del mundo: el problema es que si dedica toda su tierra a cultivar soja para alimentar a los cerdos chinos y maíz para producir bioetanol, se quedará sin tierra para producir alimentos para los argentinos. Es la paradoja del agronegocio, que en su expansión expulsa a comunidades campesinas, que siguen produciendo la mayor parte de los alimentos para el consumo humano. Las comunidades indígenas se llevan la peor parte. En el norte de Argentina, en las provincias de Chaco y Formosa, el pueblo Qom ha denunciado que lleva años sufriendo amenazas y agresiones para obligarlos a desplazarse de sus territorios, apetecidos por los empresarios sojeros. Al sur de Brasil, los guaraní-kawowá se enfrentan al avance de la soja y la caña.
Los pequeños campesinos también sufren el acoso. En Brasil, se han articulado en torno al Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST), que recientemente cumplió 35 años, consolidado como uno de los movimientos sociales más importantes del continente. Su táctica ha sido la ocupación de terrenos baldíos, donde se asientan y producen alimentos mientras presionan al Gobierno para que ponga en marcha la tantas veces postergada reforma agraria, en un país que sigue estando entre los más latifundistas del planeta.
Fue lo que sucedió en el campamento de San Antonio, al sur del estado de Bahía. En esa región, todas las tierras cultivables fueron acaparadas por el eucalipto que demanda la industria de la celulosa, el monocultivo más rentable junto a la soja y la caña de azúcar. “Dicen que estas tierras son demasiado caras para la agricultura familiar. Todo es para la exportación. La mayoría de los trabajadores los traen de fuera, así que la gente del lugar debe migrar a las favelas de Salvador de Bahía”, explica Lucas, uno de los fundadores del campamento, cuya ocupación comenzó en 2009. Con la llegada del MST, el sur de Bahía volvió a producir alimentos básicos, como el maíz o el frijol, que antes tenía que importar.
Si el modelo extractivista avanza con voracidad, también se organizan y fortalecen las resistencias. Lo ha comprobado Lucio Cuenca, director del Observatorio Latinoamericano de Conflictos Ambientales (OLCA), que tiene sede en Santiago de Chile y alcance regional. Sólo en Chile, el Instituto de Derechos Humanos ha detectado 99 conflictos entre 2010 y 2012. Y, si hay algo que tienen en común estas luchas, señala, es la defensa del agua como bien común. El director del OLCA ha detectado en los últimos cinco años “una toma de conciencia, una revalorización del territorio y una transferencia del aprendizaje” de unos movimientos a otros.
Cuenca aprecia un giro fundamental desde 2005, la transversalización de los movimientos sociales, que salen de la vanguardia ecologista a tomar las comunidades. Y el empoderamiento que surge de comprobar que, aunque estas resistencias se sientan como David frente a un Goliat armado con todo un engranaje de abogados, grupos mediáticos y lobbistas, las batallas a veces se ganan e inspiran futuras resistencias. Como Famatina; como las guerras del agua y del gas en Bolivia, que expulsaron a un presidente neoliberal para impulsar hasta la presidencia del país a un líder de la los indígenas, Evo Morales.
Los pueblos indígenas saben mucho de una resistencia que cuenta con 500 años de historia. Su situación se agravó con los descubrimientos de yacimientos petrolíferos en sus territorios. En los años 70, los hallazgos en la Amazonia peruana y ecuatoriana comenzaron a amenazar a las tribus indígenas. En Colombia, en Los Llanos, una vasta región que abarca desde el departamento del Meta hasta el Arauca, ya en la frontera con Venezuela, las compañías petrolíferas llegaron en los años 80. Así lo describe Víctor, líder de una comunidad Uwa en el Arauca y testigo directo del desembarco de las petroleras en sus tierras ancestrales: “Antes, nuestra vida era más organizada y productiva: sembrábamos mucha yuca y maíz. Llegó la Oxy [multinacional estadounidense petrolera] y rellenó nuestra laguna sagrada, hizo dragados, construyó campamentos. La vida en la laguna acabó: murieron los peces que nos alimentaban, desaparecieron aves y mamíferos, y también plantas medicinales y árboles sagrados. Bajó el nivel del río. Después, desplazaron a las comunidades”.
En paralelo, los territorios comenzaron a militarizarse: “Los paramilitares entraron a matar compañeros, dirigentes, trabajadores humildes. Éramos un estorbo”, relata Víctor, que acusa al Estado colombiano de complicidad. Documentados informes, como los del Observatorio de Multinacionales de América Latina (OMAL) apuntan que compañías como Oxy, Pacific Rubiales y Repsol se beneficiaron de la violencia que el Ejército y los paramilitares desplegaron contra la población indígena en el Arauca, si bien no se han verificado lazos entre los grupos ilícitos y las empresas.
Armas al servicio del modelo económico
En toda Colombia, la violencia paramilitar favoreció los intereses del modelo extractivo. “Empresarios y latifundistas requerían de un nuevo ciclo de violencia para posibilitar la apropiación del territorio y sus recursos”, resume el politólogo Carlos Medina Gallego, profesor de la Universidad Nacional de Colombia. El resultado fue dramático. En la década 2000-2010 los desplazados aumentaron hasta cerca de los cinco millones, la mayor parte pequeños campesinos. Colombia es un caso extremo pero, en mayor o menor medida, el modelo extractivista suele implicar ciertas dosis de violencia. Los Qom de Formosa o las tribus indígenas afectadas por la represa de Belo Monte lo conocen de primera mano.
Esta represa, en el corazón de la Amazonia brasileña, está llamada a ser la tercera mayor del mundo, por detrás de la china Tres Gargantas y de Itaipú, en la frontera entre Paraguay y Brasil. La construcción de esta central hidroeléctrica sobre el río Xingú corre a cargo del Consorcio Constructor Belo Monte (CCBM), formado por una veintena de empresas entre las que figura la española Iberdrola, y con financiación del Banco Nacional de Desarrollo (BNDES) y la banca privada brasileña. El proyecto data de la década de 1970, y la polémica también. Hace 40 años, las protestas de los pueblos indígenas afectados y los grupos ecologistas dentro y fuera del país lograron paralizarlo, hasta que el Gobierno de Lula da Silva lo retomó. Dilma Rousseff, su sucesora, mantuvo un firme apoyo que ha permitido que las obras, que se iniciaron en 2011, saliesen adelante pese a la movilización indígena, la presión de los ecologistas, los sucesivos fallos judiciales que han suspendido las obras por su impacto y la opinión de los técnicos que cuestionan el proyecto por considerarlo caro e ineficiente.
Pese a todo, Belo Monte sigue adelante y los mayores perjudicados serán los pueblos indígenas de la zona, los kayapó, arara, juruna y araweté. Además, los ecologistas advierten de que Belo Monte necesitará para ser viable de otras represas aguas arriba para garantizar un año de flujo circulante, lo que significará la inundación de más selva. Otro de los peligros de los que alertan organizaciones como Survival International es que las obras atraerán a decenas de miles de trabajadores migrantes, lo que provocará acelerados cambios sociales y afectará principalmente a pueblos no contactados, muy susceptibles de ser contagiados con enfermedades infecciosas. Los kayapó, que llevan más de 20 años protestando contra la represa, han advertido repetidamente de que se opondrán a Belo Monte por todos los medios y, si no consiguen parar el proyecto, el río Xingú se teñirá de sangre. El mensaje que le mandaron hace unos años al presidente Lula bien podrían suscribirlo otros muchos pueblos indígenas del continente: “No queremos que esta presa destruya los ecosistemas y la biodiversidad que nosotros hemos cuidado durante milenios y que aún podemos preservar”.
Este reportaje fue publicado en el número de abril de La Marea, a la venta en quioscos y aquí