Este
es a mi gusto, el mejor cuento argentino (no se me ofenda ningún
uruguayo, es de ambos), Por detalles, giros, desarrollo y desenlace. Lo
leí hace muchos años en la escuela secundaria. Sigo pensando lo mismo.
Al que lo lea, que lo haga con detenimiento, que lo disfrute, todo es
importante, no le sobra una sola letra
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Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo el sol, el calor y
la calma que puede deparar la estación. La naturaleza, plenamente
abierta, se siente satisfecha de sí.
Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón a la naturaleza.
-Ten cuidado, chiquito -dice a su hijo, abreviando en esa frase todas
las observaciones del caso y que su hijo comprende perfectamente.
-Si, papá -responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de
cartuchos los bolsillos de su camisa, que cierra con cuidado.
-Vuelve a la hora de almorzar -observa aún el padre.
-Sí, papá -repite el chico.
Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la
cabeza y parte. Su padre lo sigue un rato con los ojos y vuelve a su
quehacer de ese día, feliz con la alegría de su pequeño.
Sabe que
su hijo es educado desde su más tierna infancia en el hábito y la
precaución del peligro, puede manejar un fusil y cazar no importa qué.
Aunque es muy alto para su edad, no tiene sino trece años. Y parecía
tener menos, a juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos aún de
sorpresa infantil. No necesita el padre levantar los ojos de su quehacer
para seguir con la mente la marcha de su hijo.
Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del abra de espartillo.
Para cazar en el monte -caza de pelo- se requiere más paciencia de la
que su cachorro puede rendir. Después de atravesar esa isla de monte, su
hijo costeará la linde de cactus hasta el bañado, en procura de
palomas, tucanes o tal cual casal de garzas, como las que su amigo Juan
ha descubierto días anteriores. Sólo ahora, el padre esboza una sonrisa
al recuerdo de la pasión cinegética de las dos criaturas. Cazan sólo a
veces un yacútoro, un surucuá -menos aún- y regresan triunfales, Juan a
su rancho con el fusil de nueve milímetros que él le ha regalado, y su
hijo a la meseta con la gran escopeta Saint-Étienne, calibre 16,
cuádruple cierre y pólvora blanca.
Él fue lo mismo. A los trece
años hubiera dado la vida por poseer una escopeta. Su hijo, de aquella
edad, la posee ahora y el padre sonríe…
No es fácil, sin embargo,
para un padre viudo, sin otra fe ni esperanza que la vida de su hijo,
educarlo como lo ha hecho él, libre en su corto radio de acción, seguro
de sus pequeños pies y manos desde que tenía cuatro años, consciente de
la inmensidad de ciertos peligros y de la escasez de sus propias
fuerzas.
Ese padre ha debido luchar fuertemente contra lo que él
considera su egoísmo. ¡Tan fácilmente una criatura calcula mal, sienta
un pie en el vacío y se pierde un hijo!
El peligro subsiste
siempre para el hombre en cualquier edad; pero su amenaza amengua si
desde pequeño se acostumbra a no contar sino con sus propias fuerzas.
De este modo ha educado el padre a su hijo. Y para conseguirlo ha
debido resistir no sólo a su corazón, sino a sus tormentos morales;
porque ese padre, de estómago y vista débiles, sufre desde hace un
tiempo de alucinaciones.
Ha visto, concretados en dolorosísima
ilusión, recuerdos de una felicidad que no debía surgir más de la nada
en que se recluyó. La imagen de su propio hijo no ha escapado a este
tormento. Lo ha visto una vez rodar envuelto en sangre cuando el chico
percutía en la morsa del taller una bala de parabellum, siendo así que
lo que hacía era limar la hebilla de su cinturón de caza.
Horrible caso… Pero hoy, con el ardiente y vital día de verano, cuyo
amor a su hijo parece haber heredado, el padre se siente feliz,
tranquilo y seguro del porvenir.
En ese instante, no muy lejos, suena un estampido.
-La Saint-Étienne… -piensa el padre al reconocer la detonación. Dos palomas de menos en el monte…
Sin prestar más atención al nimio acontecimiento, el hombre se abstrae de nuevo en su tarea.
El sol, ya muy alto, continúa ascendiendo. Adónde quiera que se mire
-piedras, tierra, árboles-, el aire enrarecido como en un horno, vibra
con el calor. Un profundo zumbido que llena el ser entero e impregna el
ámbito hasta donde la vista alcanza, concentra a esa hora toda la vida
tropical.
El padre echa una ojeada a su muñeca: las doce. Y
levanta los ojos al monte. Su hijo debía estar ya de vuelta. En la mutua
confianza que depositan el uno en el otro -el padre de sienes plateadas
y la criatura de trece años-, no se engañan jamás. Cuando su hijo
responde: “Sí, papá”, hará lo que dice. Dijo que volvería antes de las
doce, y el padre ha sonreído al verlo partir. Y no ha vuelto.
El
hombre torna a su quehacer, esforzándose en concentrar la atención en su
tarea. ¿Es tan fácil, tan fácil perder la noción de la hora dentro del
monte, y sentarse un rato en el suelo mientras se descansa inmóvil?
El tiempo ha pasado; son las doce y media. El padre sale de su taller, y
al apoyar la mano en el banco de mecánica sube del fondo de su memoria
el estallido de una bala de parabellum, e instantáneamente, por primera
vez en las tres transcurridas, piensa que tras el estampido de la
Saint-Étienne no ha oído nada más. No ha oído rodar el pedregullo bajo
un paso conocido. Su hijo no ha vuelto y la naturaleza se halla detenida
a la vera del bosque, esperándolo.
¡Oh! no son suficientes un
carácter templado y una ciega confianza en la educación de un hijo para
ahuyentar el espectro de la fatalidad que un padre de vista enferma ve
alzarse desde la línea del monte. Distracción, olvido, demora fortuita:
ninguno de estos nimios motivos que pueden retardar la llegada de su
hijo halla cabida en aquel corazón.
Un tiro, un solo tiro ha
sonado, y hace mucho. Tras él, el padre no ha oído un ruido, no ha visto
un pájaro, no ha cruzado el abra una sola persona a anunciarle que al
cruzar un alambrado, una gran desgracia…
La cabeza al aire y sin
machete, el padre va. Corta el abra de espartillo, entra en el monte,
costea la línea de cactus sin hallar el menor rastro de su hijo.
Pero la naturaleza prosigue detenida. Y cuando el padre ha recorrido las
sendas de caza conocidas y ha explorado el bañado en vano, adquiere la
seguridad de que cada paso que da en adelante lo lleva, fatal e
inexorablemente, al cadáver de su hijo.
Ni un reproche que
hacerse, es lamentable. Sólo la realidad fría, terrible y consumada: ha
muerto su hijo al cruzar un… ¡Pero dónde, en qué parte! ¡Hay tantos
alambrados allí, y es tan, tan sucio el monte! ¡Oh, muy sucio ! Por poco
que no se tenga cuidado al cruzar los hilos con la escopeta en la mano…
El padre sofoca un grito. Ha visto levantarse en el aire… ¡Oh, no es su hijo, no! Y vuelve a otro lado, y a otro y a otro…
Nada se ganaría con ver el color de su tez y la angustia de sus ojos.
Ese hombre aún no ha llamado a su hijo. Aunque su corazón clama por él a
gritos, su boca continúa muda. Sabe bien que el solo acto de pronunciar
su nombre, de llamarlo en voz alta, será la confesión de su muerte.
-¡Chiquito! -se le escapa de pronto. Y si la voz de un hombre de
carácter es capaz de llorar, tapémonos de misericordia los oídos ante la
angustia que clama en aquella voz.
Nadie ni nada ha respondido.
Por las picadas rojas de sol, envejecido en diez años, va el padre
buscando a su hijo que acaba de morir.
-¡Hijito mío..! ¡Chiquito mío..! -clama en un diminutivo que se alza del fondo de sus entrañas.
Ya antes, en plena dicha y paz, ese padre ha sufrido la alucinación de
su hijo rodando con la frente abierta por una bala al cromo níquel.
Ahora, en cada rincón sombrío del bosque, ve centellos de alambre; y al
pie de un poste, con la escopeta descargada al lado, ve a su…
-¡Chiquito…! ¡Mi hijo!
Las fuerzas que permiten entregar un pobre padre alucinado a la más
atroz pesadilla tienen también un límite. Y el nuestro siente que las
suyas se le escapan, cuando ve bruscamente desembocar de un pique
lateral a su hijo.
A un chico de trece años bástale ver desde
cincuenta metros la expresión de su padre sin machete dentro del monte
para apresurar el paso con los ojos húmedos.
-Chiquito… -murmura
el hombre. Y, exhausto, se deja caer sentado en la arena albeante,
rodeando con los brazos las piernas de su hijo.
La criatura, así ceñida, queda de pie; y como comprende el dolor de su padre, le acaricia despacio la cabeza:
-Pobre papá…
En fin, el tiempo ha pasado. Ya van a ser las tres…
Juntos ahora, padre e hijo emprenden el regreso a la casa.
-¿Cómo no te fijaste en el sol para saber la hora…? -murmura aún el primero.
-Me fijé, papá… Pero cuando iba a volver vi las garzas de Juan y las seguí…
-¡Lo que me has hecho pasar, chiquito!
-Piapiá… -murmura también el chico.
Después de un largo silencio:
-Y las garzas, ¿las mataste? -pregunta el padre.
-No.
Nimio detalle, después de todo. Bajo el cielo y el aire candentes, a la
descubierta por el abra de espartillo, el hombre vuelve a casa con su
hijo, sobre cuyos hombros, casi del alto de los suyos, lleva pasado su
feliz brazo de padre. Regresa empapado de sudor, y aunque quebrantado de
cuerpo y alma, sonríe de felicidad.
Sonríe de alucinada felicidad… Pues ese padre va solo.
A nadie ha encontrado, y su brazo se apoya en el vacío. Porque tras él,
al pie de un poste y con las piernas en alto, enredadas en el alambre
de púa, su hijo bienamado yace al sol, muerto desde las diez de la
mañana.
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OTRO ASUNTO. Hoy en Perroflautas del Mundo: "¿Dictadura en Venezuela? Se agradece que se informe antes de opinar"