La idea de que el asesino machista es un “enfermo” o un “monstruo” falsea el análisis e impide afrontar el machismo estructural existente.
Cristina Fallarás
https://www.lamarea.com/2018/01/12/no-es-monstruo-es-un-hombre/
12 enero 2018
El 31 de diciembre, la Guardia Civil encontró el cadáver de Diana Quer. José Enrique Abuín, El Chicle,
había confesado ser su asesino. Después, condujo a los agentes hasta el
lugar donde se había desecho del cuerpo, una nave abandonada en la
localidad coruñesa de Rianxo.
Al día siguiente, los medios de comunicación dieron con Margarita Gey, la madre del asesino confeso. Entre otras, estas fueron las afirmaciones
de la mujer que aparecieron en todos los medios: “Qué van a perdonar,
dios mío, con semejante cosa. No tiene perdón de Dios mi hijo, ¿eh? Lo
digo de corazón, no tiene perdón de dios. Para mí se ha convertido en un
monstruo (…) Es un monstruo, lo dije antes y lo digo otra vez… para mí
no es mi hijo”.
Esa misma semana, un programa matinal
informativo lanzaba a sus tertulianos y participantes la siguiente
pregunta: “¿Un monstruo nace o se hace?”. Con ella, daba por
buena la idea de que el individuo que secuestró y estranguló a la joven
Diana Quer no era un ser humano, sino un “monstruo”. Tal idea
coincide con la convicción de cierta parte de la población que ve en los
asesinatos machistas una causa patológica. O sea, que los asesinos no
son sencillamente criminales, sino que padecen una enfermedad, y de ahí
su comportamiento.
“Llamar monstruo a un asesino surge de la
necesidad de encontrar una explicación a algo que en ‘condiciones
normales’ no la tiene. Decir que es un monstruo conlleva aceptar lo
ocurrido e inmediatamente situarlo en lo ‘anormal’, bien por patológico,
por deforme, por extraño… o por cualquier otro motivo”, explica Miguel Lorente,
profesor de Medicina Legal de la Universidad de Granada, especialista
en Medicina Legal y Forense y en el estudio de la violencia de género,
exdelegado del Gobierno para la Violencia de Género. “Una vez que la
investigación indica que no se puede negar, solo caben dos opciones para
la familia, o lo consideran un monstruo o aceptan que lo que ha hecho
es producto de su voluntad y decisión, algo mucho más traumático para
quien mantiene lazos afectivos con esa persona”.
En este sentido, los medios de
comunicación reproducen y amplían esa idea. “Vienen a actuar como una
especie de ‘familia social’ que prefiere creer que este tipo de crímenes
son obra de monstruos o de hombres con problemas (alcohol, drogas,
trastornos mentales…), que verlos como un crimen de los miles que se
producen cada año dentro de la violencia sexual, aunque las
circunstancias en la forma de producirse y en el resultado último haya
sido diferente”, añade Lorente.
Construcción cultural
En su ponencia Hombres y violencia de género, Luis Bonino,
psiquiatra y miembro del Observatorio Estatal de Violencia sobre la
Mujer, afirma lo siguiente: “La definición de violencia es una
definición cultural, es lo que la sociedad y el derecho consideran
violencia. Hay una idea: los hombres nos dividimos entre los
maltratadores, malos, y los no maltratadores, buenos. Esto no es así.
Entre los hombres más igualitarios y los más dominantes hay un continuo
donde los hombres funcionan diferente modulados por el nivel
sociocultural y la edad”. Y añade: “Esta es la base del
problema: los hombres ejercen violencia porque se sienten con derecho a
hacerlo y porque banalizan el problema”.
Se trata de una permisividad social que puede llevar al hombre incluso a jactarse de lo hecho.
En la misma línea abunda Lorente, quien
opina que “la violencia contra las mujeres está avalada por una
construcción cultural que lleva a entender que no existe. Cuando se
conoce se dice que es algo ‘normal’, y cuando los hechos son tan graves
que no pueden considerarse ‘normales’, entonces recurren a mitos que
hablan de la ‘provocación de la mujer’ o de la ‘enfermedad o alteración
en el agresor”.
En su opinión, esta idea permite situar
la violencia y sus diferentes resultados “fuera de las referencias del
machismo y su cultura de la desigualdad, y al mismo tiempo situarla como un problema de ‘unos pocos hombres malos”. O sea, descartar el problema social, lo que se ha dado en llamar “machismo estructural”.
La “masculinidad”
Las actitudes machistas no solo individuales, sino de grupos sociales –y no precisamente de “monstruos”– bien
definidos, son de sobras conocidas. Más allá del asesinato de Diana
Quer y de la larga lista de crímenes machistas, en los últimos tiempos
se han sucedido en España las muestras de apoyo a los agresores, tanto
en entornos deportivos, como en redes sociales o medios de comunicación.
Sin ir más lejos, el pasado 16 de diciembre dos centenares de vecinos se concentraron
en Aranda de Duero (Burgos) en apoyo a los jugadores del equipo de
fútbol local acusados de abusar sexualmente de una menor. No fue poca la
gente que se acordó entonces del lamentable espectáculo
sucedido el 8 de febrero de 2015 en el estadio Benito Villamarín. Los
aficionados del Betis corearon “no fue tu culpa, era una puta, lo
hiciste bien”. El cántico iba dedicado a Rubén Castro, entonces acusado
de cuatro delitos de malos tratos y uno de amenazas a su exnovia –la
Fiscalía ha recurrido la sentencia que lo absolvió posteriormente–.
“En el fondo lo hacen para defender la
masculinidad y la hombría con la que se identifican, porque se produce
un doble efecto: por un lado, se potencia la idea de hombre viril, con
autoridad, decisión, criterio, mano dura… y por otro, se ataca,
cuestiona, humilla a las mujeres a través de la celebración”, prosigue
Lorente. “Todo es parte de esa actitud coral en la que cada uno de los
hombres se ve reconocido en el otro para reforzar la camaradería
masculina, porque ser hombre es ser reconocido como tal por otros
hombres, y con comportamientos de este tipo el refuerzo es intenso y
público, con lo cual alcanza mucha más intensidad”.
Muchos investigadores de los estudios
de género masculino están de acuerdo en que el fiel cumplimiento del
modelo social de la masculinidad tradicional hegemónica (MMTH) –y no el
nacer de sexo masculino– es un factor de riesgo de primer nivel para la
salud”.
Los valores matrices del MMTH
–autosuficiencia, belicosidad heroica, autoridad sobre las mujeres y
valoración de la jerarquía–, que los varones –a través de su
socialización– interiorizan en forma de ideales y obligaciones, hacen
que sus vidas estén marcadas por el control de sí y de los demás, el
riesgo, la competitividad, el déficit de comportamientos cuidadosos y
afectivos, y la ansiedad persistente. Y esta marca favorece el
desarrollo de hábitos de vida masculinos poco saludables, promueve
algunos valores que contravienen otros esenciales para la convivencia,
la salud y la vida, genera desigualdades con las mujeres y propicia la
producción de importantes trastornos en la salud de los mismos varones,
en la de otros varones y en la de las mujeres, niñas y niños que los
rodean”.
En la ponencia anteriormente citada,
Bonino se hace la siguiente pregunta: “¿Qué es la masculinidad?”. Y
ofrece una respuesta que bien podría enmarcar todo lo escrito en este
artículo: “Aquellos mandatos que nos obligan a los hombres a hacer
determinadas cosas por el hecho de ser hombres. Pero, además, la
masculinidad es una posición jerárquicamente naturalizada, los hombres
estamos arriba. Todos los hombres, por el simple hecho de serlo,
disponemos de unos privilegios, entre los que se encuentra que la mujer
está a nuestro servicio: que nos sirva, que nos apuntale, que nos cuide,
que nos aguante. En este sentido, los abusadores no cambian a menos que
se despojen de su ‘sentirse con derecho sobre la mujer'”.
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