Mutilación genital
Una niña es sometida a una mutilación genital durante una
ceremonia colectiva celebrada en un colegio de Bandung, Indonesia, en
2006. Según Unicef, al menos 200 millones de niñas y mujeres de unos 30
países –entre ellas alrededor de la mitad de las indonesias menores de
12 años– han sufrido la mutilación genital. La práctica sigue realizándose, y no siempre con las condiciones higiénicas adecuadas.
Violaciones, mutilación genital, represión, embarazo precoz... El estremecedor relato de nacer niña en muchas partes del planeta
El género determina nuestras vidas desde pequeños
Sierra Leona es uno de los peores lugares del mundo para ser niña. En
este país del África occidental, habitado por unos seis millones de
personas, desgarrado por una cruenta guerra civil que duró más de una
década y devastado por el
Ébola,
el simple hecho de nacer niña se traduce en una vida de barreras y tradiciones que a menudo dan más valor a su cuerpo que a su mente.
La mayoría de las
mujeres de Sierra Leona –el 90% según Unicef–
han sido sometidas a la mutilación genital,
una práctica que las inicia en la vida adulta y supuestamente las hace
más deseables para el matrimonio, pero que también es un método de
represión sexual profundamente arraigado en su cultura.
Casi
la mitad de las chicas se casan antes de los 18 años, y muchas se quedan
embarazadas mucho más jóvenes, a menudo en su segundo o tercer ciclo menstrual. Muchas son
víctimas de la violencia sexual;
las violaciones suelen quedar impunes. En 2013 más del 25% de las
sierraleonesas de entre 15 y 19 años estaban embarazadas o ya eran
madres, lo que supone una de las
tasas de gestación más elevadas del mundo para esa franja de edad.Y demasiadas
mueren en el parto: es el porcentaje más alto del mundo, según estimaciones de la
Organización Mundial de la Salud y otras entidades internacionales. La mutilación genital femenina puede elevar el riesgo de sufrir complicaciones obstétricas.
«Si vas a las provincias te encuentras con chicas de 13 años, de 15 años, ya casadas y con sus bebés en brazos», dice
Annie Mafinda, comadrona del
Rainbo Center, que ayuda a víctimas de la violencia sexual en
Freetown, la capital de Sierra Leona. Muchas de las pacientes atendidas en este centro tienen entre 12 y 15 años.
La mayoría de las mujeres de Sierra Leona –el 90% según Unicef– han sido sometidas a la mutilación genital
Cuando conocí a
Sarah
en Freetown, una ciudad que se levanta sobre una península montañosa
junto a un puerto rutilante, tenía 14 años y estaba embarazada de seis
meses, aunque parecía varios años más joven. Hablaba en un susurro, era
bajita y menuda, llevaba las uñas de los pies pintadas de rojo y el pelo
bien recogido bajo un pañuelo de color melocotón. Me contó que la había
violado un muchacho, vecino de su familia, que se marchó de la ciudad
tras la supuesta agresión.
Cuando su madre se enteró de que estaba embarazada, la echó de casa.
Ahora Sarah (cuyo apellido nos reservamos) vive con la madre del chico
que según ella la forzó. La madre del supuesto violador fue la única que
se prestó a acogerla; en Sierra Leona las mujeres suelen vivir con la
familia del esposo.
Sarah tiene que cocinar, limpiar la
casa y hacer la colada. Me contó que la madre del chico le pega cuando,
de puro agotamiento, no cumple con sus tareas. Con tantas trabas, ¿cómo
puede una chica como Sarah sobrevivir y salir adelante en Sierra Leona?
En
un país pobre regido por un Gobierno que no parece demasiado interesado
en proteger a las niñas, lo más sensato que estas pueden hacer es
intentar escapar del entorno en el que han nacido. En un universo lleno de amenazas, la escuela puede ser su único refugio.
Estudiar es complicado porque
cuesta dinero, pero al mismo tiempo constituye un rayo de esperanza. S
acarse
la secundaria puede traducirse en una mayor libertad económica y en la
oportunidad de tomar las riendas de su propia vida, quizás abriéndoles las puertas de la universidad o de un empleo cualificado. Sin embargo, se calcula
que entre 2008 y 2012 solo una de cada tres chicas cursaron estudios secundarios;
en este sentido el embarazo supone una de las barreras más importantes.
No en vano el ministro de Educación de Sierra Leona ha vedado la
entrada en los centros escolares de las jóvenes gestantes.
Se calcula que entre 2008 y 2012 solo una de cada tres chicas cursaron estudios secundarios
El objetivo de esta política, formalizada por el Gobierno en 2015, es
impedir que influyan en sus compañeras y protegerlas de las burlas. La
prohibición de que las
chicas embarazadas acudan a la escuela «es un ejemplo de moralismo anticuado e irreflexivo que lanza un mensaje equivocado –declara la escritora
Aminatta Forna, quien en 2003 fundó una pequeña escuela rural en Sierra Leona–.
Hablamos de jóvenes vulnerables, que en este país son objeto de continuas depredaciones».
Elizabeth Dainkeh
fue coordinadora de un centro educativo de Freetown para jóvenes en
edad escolar que estuvieran en estado de gestación o que ya fuesen
madres, financiado por Unicef y el Ministerio de Educación sierraleonés,
y otras instituciones.
Marginación tras el embarazo
«Cuando te quedas embarazada, te marginan»,
me dice. Estamos en el fondo de un aula sofocante en la que chicas con
los cabellos trenzados y tocados de vivos colores, algunas con bebés en
el regazo, se abanican con los libros de texto mientras escuchan a la
maestra con atención.
«Yo creí que les daría vergüenza volver al colegio, pero no, están encantadas»,
dice con orgullo. La propia Dainkeh se quedó embarazada a los 17 años, y
su padre la echó de casa. La hija que tuvo murió de desnutrición antes
de cumplir un año de vida. Ahora, a sus 35 años,
Dainkeh aconseja a sus alumnas que perseveren: que se olviden de los años que han estado desescolarizadas y sigan adelante.
Mary Kposowa,
exdirectora de uno de esos centros femeninos, explica que algunas de
sus antiguas alumnas se habían topado con dificultades al querer
matricularse de nuevo en escuelas ordinarias después de dar a luz.
Para complicar aún más las cosas,
en agosto de 2016 los centros para chicas embarazadas cerraron sus puertas;
Unicef declara que se abrieron como un «puente» alternativo a la
educación cuando la crisis del ébola tuvo cerradas escuelas de todo el
país durante nueve meses. En aquellos centros había matriculadas unas
14.000 jóvenes embarazadas o puérperas, lo que hace temer a Dainkeh que
actualmente haya en el país
«un gran número de chicas marginadas del sistema educativo».
Los
sierraleoneses suelen
decir que el trauma de su país tiene su origen en la guerra civil que
enfrentó a grupos rebeldes y al Gobierno. Desde 1991 y durante más de 10
años, miles de niñas y mujeres fueron violadas.
Decenas de miles de personas fueron asesinadas. Y más de dos millones se vieron desplazadas. Más recientemente ha sido el virus del Ébola el que ha hecho estragos en el país, cobrándose
unas 4.000 vidas en menos de dos años.
La epidemia afectó a muchas familias, y dejó huérfanas a un gran número
de niñas que tuvieron que hacerse cargo de sus hermanos sin estar aún
preparadas para ello.
El país ha ido evolucionando a trompicones hacia la democracia, pero la opresión de las niñas y las mujeres no ceja. «E
n este país no importa la vida, ni el cuerpo, ni el alma de las mujeres jóvenes –afirma
Fatou Wurie, nacida en Sierra Leona, criada en el extranjero y que regresó a su país natal, a Freetown,
donde trabaja en pro de los derechos de las mujeres–.
Hasta la última política que implantamos excluye la voz de las jóvenes sierraleonesas».
A pesar de que he pasado largas temporadas en diversos lugares de
África occidental, la primera vez que pisé Sierra Leona me quedé profundamente impactada. He estado en
Nigeria,
Ghana, Senegal y Costa de Marfil, pero Sierra Leona me pareció
diferente: menos acogedora, menos exuberante, más suspicaz y recelosa.
Sin embargo, también descubrí que incluso en este país tan turbulento
hay jóvenes que encuentran la manera de sobreponerse por encima de todo.
Regina Mosetay
está en la biblioteca de su colegio de Freetown mientras sus compañeras
de clase almuerzan entre risas en el patio. Se ha preparado los
exámenes finales todo cuanto ha podido. Madre a los 17 años, Regina no
puede estudiar como antes porque tiene que cuidar de su hija,
Aminata,
pero saca tiempo para los libros entre tomas y mudas. Tiene los ojos
almendrados y un rostro ovalado que ladea cuando reflexiona sobre algo.
Creció en un barrio obrero de calles estrechas y abarrotadas de
peatones, tiendas de ropa y de electrónica, y puestos de comida. Su
madre la crió a ella, a su hermano y a su hermana en una casa donde
también vivían su abuela, primos, un tío y más familiares; en total, 11
personas.
El ébola empezó a propagarse por Freetown y el Gobierno cerró los colegios para contener la epidemia
La echaron del colegio por estar embarazada, una experiencia
«dolorosa de verdad»,
dice. Le encantaba estudiar; su asignatura preferida era lengua (es muy
habladora). Nunca pensó que acabaría formando parte del colectivo de
adolescentes embarazadas de Sierra Leona, pero en 2014 el ébola empezó a
propagarse por Freetown y el Gobierno cerró los colegios para contener
la epidemia.
Entonces, en 2015, fue cuando se quedó embarazada de su novio,
Alhassan, que en ese momento estaba terminando sus estudios universitarios.
«Durante el ébola muchas chicas se quedaron embarazadas –cuenta Regina–. C
omo no había clase, teníamos mucho tiempo libre». «
Sentí que estaba decepcionando a todo el mundo. Tenía vergüenza –confiesa–.
Algunas compañeras decían que éramos un mal ejemplo».
Esa primavera se quedó encerrada en casa sin nada que hacer ni nadie con quien hablar mientras sus amigas estaban en el colegio.
Al cabo de unos meses, una tía le habló de los nuevos centros que daban
a las embarazadas o madres en edad escolar la oportunidad de no
quedarse atrás en los estudios para que pudiesen retomarlos más
adelante.
Regina quiso apuntarse al momento, y habló de esos
centros a todas las chicas que conocía que estuvieran en estado o
acabaran de parir. Casi todo lo que le enseñaban ya lo sabía, pero
disfrutaba estando de nuevo en un aula, sentada en un pupitre de madera
con los libros y la libreta abiertos, leyendo, atendiendo, pensando.
Llevaba un bebé dentro, sí, pero seguía teniendo cerebro, y eso era fundamental para ella.
«No quiero que mi hija pase por lo mismo que yo. Quiero que tenga un futuro mejor»
«Era feliz solo con estar allí, y no en casa sin hacer nada»,
me cuenta Regina. Estudió en aquel centro tres meses; fue una de las
180 chicas que pasaron una temporada más o menos larga en el año
inaugural del programa. Regresó a la escuela pública un mes después de
dar a luz a Aminata en diciembre de 2015. Desde que ha vuelto, Regina
aconseja a todas sus amigas que tengan cuidado con los chicos si no
quieren que les pase lo mismo que a ella.
Ya no está desescolarizada.
«No quiero que mi hija pase por lo mismo que yo. Quiero que tenga un futuro mejor»,
dice. Vive con su novio, ya graduado en ciencias empresariales, y con
la madre y la abuela de este, que ayudan en el cuidado de Aminata.
Confía en poder formar una familia con él y sabe que terminar los
estudios es crucial. Quiere trabajar en alguna organización de ayuda a
la infancia, para que los niños –y sobre todo las niñas– tengan una vida
mejor. «
Cuando termine los estudios podré cuidar de mi familia; cuidaré de mí misma», asegura.
Salmatu Fofanah vive en una ladera de
Mountain Cut,
un barrio muy poblado de Freetown. Tiene 17 años, es tímida, esbelta y
muy guapa, y ya está acostumbrada a cuidar de sí misma. Tanto su madre
como su padrastro contrajeron el virus del Ébola hace dos años. Él
enfermó tras asistir a un funeral en 2014. (Su padre biológico había
muerto de malaria en 2011).
La madre de Salmatu, enfermera de
profesión, cuidó a su marido en casa. No tenían ni idea de que había una
epidemia de ébola. Cuando el enfermo empeoró, intentó llevarlo al
hospital, pero se le murió en el coche. Ella cayó enferma unos días
después y falleció en casa un mes más tarde. Entonces Salmatu empezó a
encontrarse mal. Le dolía la cabeza y tenía fiebre. Lo mismo les pasó a
su tía, su tío, su hermana mayor, su hermano, su abuelo y varios primos.
«Todos teníamos miedo», me cuenta Salmatu. Ingresaron en un
centro de tratamiento. Solamente sobrevivieron ella y tres primos. Todos
los demás murieron. A principios de diciembre de 2014 llegó a Mountain
Cut, tambaleante por las náuseas y la pena, para vivir con otros tíos y
primos en una amplia casa.
Cada vez que se sentía enferma, le entraba
el pánico. En marzo regresó al colegio, temiendo que sus amigas le
dieran de lado por haber tenido ébola, pero se llevó una grata sorpresa.
«
No me marginaron en absoluto», explica. Cada vez que se
acuerda de cómo era todo antes de la epidemia de ébola, sus amigas
intentan animarla. Salmatu entra en Facebook y WhatsApp para buscar
chistes, solo para volver a reír, y cuanto más duerme, mejor se siente.
Asiste a un grupo de ayuda psicológica donde puede hablar de sus problemas. «
Me gusta contar lo que me preocupa; me quito un peso de encima», dice. Cuando me entrevisté con ella, su mayor preocupación eran los exámenes finales. «T
ienes que pasar página y concentrarte en el futuro. Debes ser feliz con lo que tienes». La
asignatura favorita de Salmatu es historia; le gusta conocer lo que ha
ocurrido en su país y aspira a ser periodista. Sale con un chico que
acaba de terminar el instituto, pero no le permite que la presione para
hacer nada que no desee. Quiere seguir cantando y yendo a la playa con
sus amigas. A veces ir a clase le da una pereza infinita. («M
e encanta dormir, es mi hobby»,
me confiesa con una sonrisa. Cuando de pequeña cogía una rabieta, su
madre la ponía a dormir y se le pasaba). Pero entonces recuerda las
metas que se ha marcado. Su madre murió por su familia. ¿Cómo no va ella
a terminar los estudios y llevar una vida de la que su madre se habría
enorgullecido?
Kadiatu Kamara, a quien todos llaman KK, nació en un pueblo costero llamado
Bureh, a orillas del
Atlántico.
Es un torbellino de fuerza y energía, con un racimo de estrellas
tatuadas en el cuello. Ha vivido aquí toda su vida; sus padres la
criaron –junto con cuatro hermanos y una hermana– en esta compacta
comunidad. Se ganaban la vida vendiendo carbón que recogían en la zona.
Cuando su padre falleció siendo ella muy joven, las cosas se pusieron
difíciles. Su madre,
Baby, se vio muy apurada –como
todavía se ve hoy– para ganar lo suficiente, y solo pudo permitirse
costear los estudios de dos de sus hijos: KK y un hermano mayor.
KK
tiene 19 años, es la benjamina de la familia y siempre ha tendido a
buscar aquellos entornos en los que siente que encaja. Vive con su madre
y otros familiares, así que anhela un espacio propio. Hace cuatro años
se fundó en la playa un club de surf al que asistían muchos chicos de su
pueblo, y a ella le apeteció ver cómo era. Solo había visto surfistas
en las revistas que se dejaban en la playa los turistas extranjeros.
Para KK el mar es un bálsamo. Cuando se mete en el agua, se siente más
libre, más serena.
«Cuando surfeo, es como si estuviese en otro país»,
dice. Al principio ni siquiera sabía nadar bien. Un día se le soltó la
cuerda del tobillo y las olas se llevaron la tabla. Un compañero tuvo
que ir a rescatarla porque se ahogaba.
KK es una de las pocas surferas de Sierra Leona. Conoce
chicas que se quedaron en estado y dejaron los estudios
o que acabaron con hombres que les doblan la edad, pero siempre ha
sabido que no quiere eso para ella. Cuando en el colegio las advirtieron
contra las relaciones sexuales prematuras, ella tomó nota. El surf la
ayudó a no perder el norte.
«A algunas chicas sus madres no pueden pagarles el colegio, así que van con los chicos para que ellos les den el dinero»
«
A algunas chicas sus madres no pueden pagarles el colegio, así que van con los chicos para que ellos les den el dinero, explica KK.
A veces les cobran el favor en especias y las abandonan cuando se quedan embarazadas, por lo que las chicas acaban en la calle.
A su madre jamás le ha sobrado el dinero, pero como KK es hábil y
trabajadora, está ganando su propio dinero y nunca ha tenido que
recurrir a ningún chico. Trabaja en la cocina del chiringuito de la
playa y a veces vende galletas a los bañistas. Se levanta a las seis o
siete de la mañana, surfea un poco si hay buenas olas y luego se va a
clase. Está en el colegio toda la tarde hasta la noche, y cuando vuelve a
casa estudia y hace la cena. KK ayuda a su madre dándole parte de lo
que gana.
Un sábado por la tarde del pasado mes de julio la vi
estirarse en la arena tórrida de Bureh Beach. Luego se levantó de un
salto y se lanzó, intrépida, con la tabla de surf contra una ola
espumosa en las aguas turquesas. Remó con los brazos, flotando boca
abajo, aguardando con paciencia a que llegase otra ola alta. Los chicos
se empeñaban en cabalgar olas flojas y se caían todo el rato. Un
muchacho flaco se persignó antes de zambullirse. KK lanzó un grito de
júbilo cuando la descabalgó una ola frustrada.
KK quiere fabricar sus propias tablas. Su meta es abrir una tienda para venderlas y tener una escuela de
surf.
«Quiero enseñar a otras chicas», me dice. Entre tanto, surfea varios
días a la semana, sobre todo durante la estación lluviosa, cuando las
olas llegan a alcanzar los dos metros de altura. KK está perfeccionando
su técnica. Cree que si mejora lo bastante, podrá dedicarse
profesionalmente a este deporte.
Le gustaría estudiar medicina o contabilidad,
pero no sabe si tendrá suficiente nivel para entrar en la universidad. A
veces los profesores no les enseñan nada, y ella tiene problemas con la
lectura.
«
Si me dedico al surf, a lo mejor algún día viene alguien al club, me ve y me escoge [para patrocinarme] –me dijo, llena de esperanza–.
Y así podré mantener siempre a mi familia».