“Para
mí la resistencia consiste en decir no. Pero decir no es una
afirmación. Es muy positivo, es decir no al asesinato y al delito. No
hay nada más creativo que decir no al asesinato, a la crueldad y a la
pena de muerte”. Quien esto dijo fue Germaine Tillion, en las filas de la resistencia francesa durante la II Guerra Mundial, una de las protagonistas de Insumisos, un ensayo del filósofo Tzvetan Todorov
especialmente inspirador en estos tiempos en los que se quiere imponer
la resignación, cuando las contestaciones en la calle son silenciadas o
amordazadas; cuando la falta de pluralidad y la uniformización de las
noticias se convierten en una espesa capa tras la cual es difícil ver
con lucidez, abrazar la diferencia.
Se nos dice que hoy, en Occidente, vivimos en el mejor de los mundos posibles
y es cierto. Si miramos hacia atrás los seres humanos han soportado
peores circunstancias, sin tantas libertades, sin tantos adelantos en el
campo de la medicina, de la tecnología… Pero, precisamente por eso, hay
que estar alerta para no seguir dando pasos atrás, para no seguir
retrocediendo en ese punto alcanzado en cuanto a derechos y bienestar
para todos. Cuando las democracias neoliberales imponen cada vez más
desigualdad; cuando asistimos perplejos y desolados a conflictos como el
de los refugiados, es fácil pensar que no hay salida, pero la senda de la rendición nunca ha sido la que han tomado aquellos capaces de cambiar las reglas del juego.
Esa capa de neblina, de imposición, extendida por el poder, en mayor o
menor medida, a lo largo de la Historia, ha sido levantada una y otra
vez por personas capaces de decir no, de defender la ética. Sus ejemplos
demuestran que la lucha ante las injusticias es una estela de luz, un
camino abierto por el que seguir avanzando, en el que seguir creyendo,
sin temor a las caídas. Por eso este libro de Todorov, que tanto me ha
aportado y que estoy segura enriquecerá a todo aquel que abra sus
páginas, resulta tan necesario y estimulante ahora mismo.
En la misma línea que otra obra de la que os he hablado en otra entrada de Lecturas Sumergidas, La bondad insensata, del periodista italiano Gabriele Nissim, Insumisos analiza
las acciones de gente que no se ha amedrentado ante los autoritarismos,
que se ha rebelado contra las consignas del sistema cuando les han
parecido indebidas, incluso llegando a poner en peligro sus propias
vidas. Frente al anonimato de muchos de los protagonistas de la obra de
Nissim, en este caso todos los personajes elegidos son conocidos y nos
ayudan a comprender mejor el presente con sus conflictos, sus
prolegómenos y sus consecuencias. Tzvetan Todorov (Sofía, Bulgaria,
1939) analiza los caminos de insumisión emprendidos por dos mujeres, Etty Hillesum y la ya citada Germaine Tillion, y por siete hombres: Borís Pasternak, Aleksandr Solzhenitsyn, Nelson Mandela, Malcolm X, David Shulman y Edward Snowden.
Lingüista, filósofo, historiador y profesor, Todorov, conocido por ensayos como El miedo a los bárbaros, La literatura en peligro, La experiencia totalitaria o Los enemigos íntimos de la democracia, parte
de su propia experiencia y nos explica por qué para él tiene tanta
importancia y tanto sentido este elogio de la insumisión, una palabra no
demasiado estimada por los defensores del orden, de la corrección, de
la estabilidad, principios ensalzados por quienes tachan de radical todo
aquello que pone en entredicho los privilegios de unos pocos. Las
vivencias del autor en su país natal, Bulgaria, dentro de la órbita del
totalitarismo soviético; la denuncia de los crímenes de Stalin llevada a
cabo en 1956 por Nikita Jrushchov, que auguraba una etapa de apertura
que se frustró con la sangrienta invasión de Hungría, son escalones en
la biografía de toda una generación, en su propia biografía, que le
fueron llevando a interesarse cada vez más por “la práctica de la moral
en política”, por la confusión entre ambos ámbitos.
Lingüista,
filósofo, historiador y profesor, Todorov parte de su propia experiencia
y nos explica por qué para él tiene tanta importancia y tanto sentido
este elogio de la insumisión, una palabra no demasiado estimada por los
defensores del orden, de la corrección, de la estabilidad.
“Aparentemente el régimen reivindicaba determinados valores absolutos –igualdad, libertad, dignidad humana, desarrollo personal, paz y amistad entre los pueblos–,
y se suponía que todas las medidas políticas concretas derivaban de
estos nobles principios y nos conducían a ellos. Apuntaban a un fin
sublime, al futuro radiante y a la sociedad comunista ideal. Pero
enseguida entendimos que toda esta construcción no era más que una
fachada destinada a camuflar el verdadero orden, que era muy diferente”, nos cuenta el autor.
“La consecuencia de esta confusión era la grave erosión de todo el ámbito de la moral”, prosigue, dividiendo a la población en tres grupos, según su manera de responder a la situación: el círculo cercano a los dirigentes, familiares y amigos, que gozaban de todas las ventajas y privilegios; la parte de la población que se ajustó a los valores oficiales
y ejerció la vigilancia sobre sus vecinos, compañeros de trabajo y
allegados, denunciando a los que se apartaban del redil obligado, y los que optaron por una especie de exilio interior,
viviendo de la manera más digna posible dentro de su ámbito privado,
fuera de las normas del Partido Comunista, pero manteniendo las
apariencias y aprendiendo a recurrir a evasivas a la hora de expresar
sus opiniones.
No existían opositores declarados al régimen,
pero sí gente fiel a sus propios valores, incapaz de delatar a sus
iguales, amiga de la verdad, pese a optar por el silencio, en la
Bulgaria que conoció el joven estudiante Todorov, que poco después de terminar sus estudios se trasladó a Francia,
consciente ya de que el tema de la moral en la vida pública iba a ser
una de las constantes en su camino, un trayecto marcado siempre por la
necesidad de bucear en las contradicciones del ser humano, en las grietas de las sociedades, con una mirada inquieta y un perspicaz sentido crítico. En este preludio de Insumisos
resulta interesantísimo cómo cuenta el filósofo su toma de contacto con
un país nuevo, con una sociedad, la francesa, donde la vigilancia y la
delación quedaban muy lejos.
Resulta
interesante ver cómo en ese nuevo lugar hubo de enfrentarse a la
ausencia de ideales, una ausencia que llegó con el final de la guerra
fría, inicio del trayecto que nos ha traído hasta nuestros días, hasta
estos comienzos del siglo XXI marcados por la incertidumbre. “Al no tener ya enemigo ideológico, la democracia perdió una parte de su identidad, esa aspiración a determinados valores que destacaban por contraste”,
argumenta el filósofo, al tiempo que constata que también en los países
del otro lado del antiguo telón de acero cayeron los principios
trascendentes en los que la colectividad había creído, citando a una
autora fundamental para entender este proceso, la reciente premio Nobel ucraniana Svetlana Alexiévich, quien en su obra El fin del hombre rojo, escrita, como es habitual en ella, tras entrevistar a hombres y mujeres anónimos, señala: “Estábamos
dispuestos a morir por nuestros ideales. A luchar por ellos (…) Todos
los valores se desmoronaron (…) Los nuevos sueños son construirse una
casa, comprarse un coche bonito y plantar groselleros. Ya nadie hablaba
de ideales. Hablábamos de créditos, de porcentajes y de letras de
cambio. Ya no trabajábamos para vivir, sino para “ganar” dinero, para
“hacer” dinero…”
A partir de la lectura de la obra de Alexiévich y de sus propias experiencias, Todorov señala: “El pasado era terrible (los recuerdos de la violencia totalitaria eran terribles), pero el presente está vacío, y todas las aspiraciones humanas han quedado sustituidas por el frenesí consumista. En el mundo de los valores hemos pasado del espejismo comunista al desierto capitalista”.
“Estábamos
dispuestos a morir por nuestros ideales. A luchar por ellos (…) Todos
los valores se desmoronaron (…) Los nuevos sueños son construirse una
casa, comprarse un coche bonito y plantar groselleros. Ya nadie hablaba
de ideales. Hablábamos de créditos, de porcentajes y de letras de
cambio. Ya no trabajábamos para vivir, sino para “ganar” dinero, para
“hacer” dinero…” escribe la Nobel ucraniana Svetlana Alexiévich en “El
fin del hombre rojo”.
Seguimos
en el prólogo. Leemos que en Occidente los valores de antaño, cuando las
democracias hacían gala de sus principios frente a los regímenes
totalitarios, han sido reorientados, por la parte de la población más
comprometida, hacia la acción humanitaria y los movimientos sociales.
Poco después, el pensador se muestra muy crítico con la creencia de que las democracias son el bien supremo
que hay que exportar, utilizando la fuerza militar si fuese necesario, a
todo el mundo, dogma promovido por Estados Unidos y sus aliados que ha
provocado recientes intervenciones en países como Irak, Afganistán o
Libia, con sus nefastas consecuencias (aquí habría que añadir el
conflicto sirio).
“La
guerra da a la población que la sufre un ejemplo de violencia muy
alejado de los valores democráticos o humanitarios que se reivindican. A
consecuencia de estas intervenciones, las razones para atacar objetivos
occidentales no se han debilitado, sino que se han multiplicado, y
pueden encontrarse incluso en las poblaciones inmigrantes de los propios
países occidentales”, argumenta el autor, trazando un certero retrato de las políticas actuales, encaminadas a limitar las libertades civiles y a legalizar la tortura en nombre de la lucha “contra un enemigo implacable”.
“Nuestro
pueblo es un apasionado de la libertad y defiende la dignidad humana,
dicen los dirigentes de los países que causan la guerra, pero nuestros
enemigos sólo saben sembrar la muerte, violar y decapitar. Nuestros
muertos tienen una familia que llora por ellos, pero los suyos son
cifras y abstracciones. Pero ¿estamos seguros de que “nosotros” nos comportamos siempre de manera civilizada, mientras que “ellos” representan la barbarie? Las víctimas no desaparecen por el hecho de que las describamos como consecuencia de “atropellos” o “efectos colaterales”. Nuestros drones matan simultáneamente a combatientes y a sus vecinos.
¿Son una respuesta a las ejecuciones de rehenes que difunden en
internet? Son ellos los que mantienen discursos inflamados, pero,
llegado el caso, nosotros estamos dispuestos a pegar fuego a su país. Es
difícil demostrar que intervenciones de este tipo ilustran los valores
morales que defendemos, y no nuestros intereses.”
Escuchamos
a Tzvetan Todorov y saltan por los aires los discursos oficiales
amplificados por los medios. En el revelador preludio de Insumisos el autor nos anima a poner en valor las argumentaciones asumidas, a desenmascarar las mentiras de las democracias liberales,
convertidas en sistemas montados para favorecer los intereses de clases
dirigentes abocadas, cada vez más, a la corrupción, sin ningún interés
en el bien común.
¿En estas
circunstancias nuestra única respuesta debe ser la preocupación por la
salvación individual, por satisfacer los propios deseos, sin tener en
cuenta la desigualdad, el sufrimiento de los pueblos marginados, de los
más débiles? ¿Ante la injusticia sólo cabe mirar para otro lado, resignarse, renunciar a cualquier cambio?
No dejamos de abrir interrogantes, de plantearnos preguntas,
estimulados por la reflexión, por el análisis de este hombre que en
ningún momento ha dejado de cuestionarse el mundo que estamos
construyendo entre todos.
En nuestras sociedades “el desarrollo económico se mide en función del éxito económico, y la lógica del mercado se extiende a todas las demás dimensiones de la vida”,
seguimos las palabras de Todorov, quien constata que en el lenguaje de
los medios, en el vocabulario de los triunfadores, de los adinerados, “la
palabra moral tiene una connotación negativa, es necesariamente
regresiva y retrógrada, y queda bien asegurar que nos hemos liberado de
ella”.
Pero Insumisos es un ensayo que vuelve a otorgar a la moral, a la ética, el lugar que les corresponde. “La moral ha abandonado los discursos, no los comportamientos”,
nos indica el autor, apuntando a las muchísimas personas que siguen
actuando teniendo en cuenta a los demás, sabedoras de que satisfacer
únicamente los propios intereses no conduce a la felicidad. Esas
personas, prosigue, “no piensan
que todos los valores son de naturaleza económica y dan más valor a las
relaciones humanas que a la acumulación de bienes muebles e inmuebles”.
La
búsqueda de ejemplos, de modos de resistencia, de personalidades que en
situaciones extremas optaron por no estar conformes, por no aceptar la
coacción, es el punto de partida de este libro que se plantea una gran
pregunta: ¿cómo reaccionar? Una pregunta que todos nos hemos hecho ante
circunstancias concretas, ante abusos en el trabajo; ante mentiras e
injusticias reiteradas en el devenir colectivo, en las actuaciones
políticas. ¿Cómo reaccionar cuando nos engañan, cuando intentan
manipularnos; cuando amordazan nuestras libertades; cuando contemplamos
el maltrato a los menos favorecidos? ¿Basta con expresar nuestras opiniones a través de las redes sociales? ¿Basta con apoyar peticiones públicas, con asistir a manifestaciones…?
La búsqueda
de ejemplos, de modos de resistencia, de personalidades que en
situaciones extremas optaron por no estar conformes, por no aceptar la
coacción, es el punto de partida de este libro que se plantea una gran
pregunta: ¿cómo reaccionar? Una pregunta que todos nos hemos hecho ante
circunstancias concretas.
“Lo
más probable es que, frente a la opresión o a la injusticia, la
tendencia natural de la mayoría de nosotros sea someterse y esperar a
que pase la tormenta”, señala Todorov, quien nos invita a seguir los itinerarios de sus ocho protagonistas, figuras que han transformado su virtud moral en instrumento de cambio, en distintas etapas de la historia reciente: la ocupación alemana con la consiguiente persecución de los judíos; el régimen comunista en la Unión Soviética; la guerra de Argelia; el apartheid en Sudáfrica; la discriminación racial; el conflicto entre israelíes y palestinos y la denuncia de los métodos de vigilancia sobre los ciudadanos utilizados por el gobierno estadounidense.
Visibilizar
los caminos de la resistencia, de la insumisión, ya es un paso
importante en momentos en los que se impone la confusión, el relativismo
del todo vale. Reivindicar acciones y resoluciones éticas poco tenidas
en cuenta, tan lejanas a lo que habitualmente se muestra como
referencia, es una buena manera de empezar a admirar otros modelos de comportamiento
y ayuda a imaginar nuevas sociedades en las que sentirnos más plenos.
El recorrido que nos propone Todorov comienza con Etty Hillesum, la
figura menos conocida y tal vez la más difícil de comprender, porque la
senda que eligió no fue la de la acción sino la de la espiritualidad.
ETTY HILLESUM, UN ROTUNDO NO
A LA VIOLENCIA
La historia de esta mujer, holandesa de origen judío,
cuyo testimonio ha llegado hasta nosotros a través de los diarios que
escribió, es la historia de una evolución al hilo de las circunstancias,
de las experiencias vividas, sin abandonar nunca el amor al mundo y el
rechazo radical de la violencia. Del deseo de transformarse
interiormente, vía que adoptó en un primer momento, Hillesum pasó a encontrar sentido a su destino en la ayuda que proporcionó a los perseguidos
en el campo de tránsito donde trabajó hasta que el horror nazi acabó
con su propia vida. El amor a los otros, el no sometimiento al clima de
odio instaurado, caracteriza a quien proclamaba que lo único criminal era el sistema, no los individuos ni los pueblos; quien propuso siempre el trabajo moral individual para destruir el mal (“la venganza”, decía, “no elimina el mal, sino que lo reproduce, lo eterniza”).
Admiradora de Tolstói, hermanada con el autor ruso y con Gandhi
en la senda de la resistencia pacífica, Etty Hillesum asumió el
sufrimiento como consustancial a la existencia y no dejó que la tragedia
impidiese el abrazo a la vida y al orden cósmico que tanto nos recuerda
la obra poética de Walt Whitman. Fueron sus fuertes convicciones personales las que le sirvieron de escudo y actuaron como “una especie de muro, de armadura”,
contra la que rebotaron todas las agresiones externas, nos dice
Todorov, quien se siente profundamente conmovido ante esta particular
senda de entrega y de virtud.
GERMAINE TILLION, LA POLÍTICA
DE LA CONVERSACIÓN
También
condenaba el odio otra mujer, Germaine Tillion, que nunca dejó de creer
en la pertenencia de todos los hombres y mujeres a la misma humanidad
universal, pero su lucha fue mucho más activa y defendió la necesidad de determinadas acciones terroristas contra el enemigo,
aunque no llegase a intervenir directamente en ellas. Educada en el
patriotismo republicano y en la fe cristiana, esta figura de la
resistencia francesa que vivió hasta los 101 años (murió en 2008), buscó siempre la verdad, fuese en el bando que fuese, y condenó todo tipo de totalitarismos.
El retrato que de ella nos llega nos muestra a un ser dispuesto a aprender de todo lo vivido, de los distintos niveles de sufrimiento por los que pasó en la cárcel y en el campo de concentración al que fue a parar. “Lo que más dolor le causaba”, nos cuenta Todorov “no eran los golpes ni siquiera la perspectiva de morir, sino la violencia que sufrían las personas queridas” y, sin embargo, pese a asistir a la tortura de algunos de sus mejores amigos y a la muerte en una cámara de gas de su madre –apresada por las actividades de su hija en la resistencia– siempre tuvo presente que no podía convertirse en “prisionera ni de su cuerpo ni de su miedo” y luchó con todas sus fuerzas por no perder “su deseo visceral de vivir”.
Germaine Tillion mantuvo la dignidad en circunstancias durísimas;
supo que era sano reírse de sí misma y de lo que la rodeaba para
mantener una distancia salvadora; siguió adelante aferrada a la sólida
convicción de que, tanto ella como sus compañeras de cautiverio, tenían
la misión, si alcanzaban la libertad, de “dar testimonio e informar”,
a todos del nivel de envilecimiento en el que se cayó en uno de los
países más “civilizados” del mundo”, escribe Todorov, “no para
vengarse”, sino para impedir que ese mal volviese.
Son muchas
las enseñanzas que nos depara la biografía de esta mujer, a quien su
trabajo como etnóloga antes de la guerra le proporcionó las herramientas
necesarias para analizar y conocer mejor la dinámica del campo de concentración,
para conseguir, por ejemplo, esconderse y negarse a trabajar, porque
ese era también un modo de resistencia. Nos dice Todorov, llegados a
este punto, que resistir es también no sucumbir al régimen del “cada
quien a lo suyo”, de “el hombre es un lobo para el hombre”, prácticas
que se afanaban por instaurar los vigilantes de los campos. “Por el contrario”, señala, “preocuparse por los demás favorece la propia supervivencia”. Germaine Tillion hablaba de “los hilos de la amistad, muchas veces sumergidos bajo la brutalidad desnuda del egoísmo”
pero que fueron capaces de mantener invisiblemente unidas a muchas de
las víctimas que padecieron, junto a ella, la más absoluta opresión y
humillación.
Germaine
Tillion siguió adelante aferrada a la sólida convicción de que, tanto
ella como sus compañeras de cautiverio, tenían la misión, si alcanzaban
la libertad, de “dar testimonio e informar”, a todos del nivel de
envilecimiento en el que se cayó en uno de los países más “civilizados”
del mundo.”
Son muchas
las reflexiones que despierta esta figura que se enfrenta a sus propias
contradicciones; que, tras ser liberada, con tantas heridas a cuestas, se desvincula de sus creencias religiosas porque “el mal que ha vivido es tan excesivo que acaba siendo incompatible con la idea de un mundo creado y ordenado por Dios”;
que pasa de odiar a sus enemigos a sentir pena por ellos cuando les
llega el momento de ser juzgados; que junto a los horrores nazis
reconoce también el calvario por el que hubo de pasar el pueblo alemán y se convence de que “no existe un pueblo que pueda librarse del desastre moral colectivo”.
Pudo comprobarlo sobre el terreno en otro momento de su largo trayecto, cuando actuó como observadora y mediadora en otro doloroso episodio, la guerra de Argelia. Entonces los argelinos eran los que resistían. “La
Francia liberal, democrática y socialista aplica también, a su manera,
lo que estigmatizamos hace unos años en los nazis. Lo que demuestra que
ningún pueblo queda al margen de la posibilidad de que este mal absoluto
lo infecte”, recoge Todorov las palabras de su protagonista.
Germaine
Tillion, como nos explica el ensayista, se negó a tomar partido por
ninguno de los dos bandos. El odio de las dos partes –las torturas del
ejército francés y los atentados indiscriminados contra la población
civil francesa por el otro lado– la conducen a elaborar su teoría sobre los “enemigos complementarios”, que desarrolla bajo ese título en uno de sus libros. “Tillion decide oponerse no a Francia, ni a Argelia, sino a las fuerzas intolerantes y extremistas presentes en ambos bandos”, escribe Todorov. “Intenta
luchar no contra una u otra facción, sino contra una pulsión que puede
ponerse de manifiesto en todos. Así, el único horizonte que puede
contemplar es lo que llama “la política de la conversación”:
sentarse alrededor de una mesa, mirarse uno a otro a los ojos, dirigir
la palabra al otro y luego escucharlo, y estar dispuesto a colocarse
provisionalmente en su lugar para entenderlo…”
Es intenso, apasionante, el capítulo dedicado a esta mujer que en la última etapa de su vida defendió con vehemencia la educación para todos
y luchó para que los presos en Francia pudieran estudiar en la cárcel.
Es central en el recorrido porque la figura de Tillion tiene muchos
puntos en común con las actitudes de otros dos de los protagonistas:
Nelson Mandela y Aleksandr Solzhenitsyn, ambos transformados como
personas por sus extremas vivencias de prisioneros. El repaso a las
experiencias del escritor ruso está muy unido al de un compatriota,
también escritor, Borís Pasternak. Los dos recibieron el Premio Nobel,
aunque de muy distinta manera; los dos representan caminos opuestos de
resistencia.
PASTERNAK Y SOLZHENITSYN:
LAS ARMAS DE LA LITERATURA
La historia de Pasternak remite a muchos de los testimonios que ha recogido en sus libros la Nobel Svetlana Alexiévich. De la admiración y la defensa de la Revolución el escritor evolucionó hacia el desencanto,
a medida que fue siendo consciente de la crueldad del régimen
comunista, de la distancia existente entre las ideas que se acuñaban y
las acciones represivas llevadas a cabo contra la población. Favorito de Stalin,
que lo tenía en gran estima como poeta, y con el que llegó a entablar
en una primera etapa una relación cómplice, al autor se le permitieron
actuaciones que condujeron a otros a la muerte, pero en su fuero interno
cada vez se sentía menos cómodo con la situación, con la realidad de un
país que ocultaba la tragedia de los campos de concentración, donde la delación era premiada y cualquier gesto de disidencia motivo de persecución.
Todorov da
cuenta de las distintas fases de un proceso vital complejo, de las
dudas, ambivalencias, insomnios y liberaciones de un hombre que, lejos
de cualquier tipo de opción combativa, apostó por su salvación personal y la de sus seres queridos,
ayudando en la medida de sus posibilidades a amigos represaliados y
compañeros de letras en situación de peligro (en su camino se cruza con los sombríos destinos de Ósip Mandelstam; de Anna Ajmátova; de Marina Tsvietáieva,
a quien tanto admiraba y ante cuyo suicidio se sintió culpable por no
haber sabido convencerla de quedarse en París y no volver a su patria).
El alejamiento de lo público, la vida en contacto con la naturaleza, que
le devolvió la alegría, y la concentración en la escritura de su gran
obra, El doctor Zhivago, fueron sus modos de resistencia.
Favorito de
Stalin, que lo tenía en gran estima como poeta, y con el que llegó a
entablar en una primera etapa una relación cómplice, a Pasternak se le
permitieron actuaciones que condujeron a otros a la muerte, pero en su
fuero interno cada vez se sentía menos cómodo con la realidad de un país
que ocultaba la tragedia de los campos de concentración.
El proceso
de escritura de la novela que le dio fama mundial, algo inimaginable
para él mientras estaba inmerso en la absorbente aventura, fue una especie de venganza, porque a través de esa obra trazó el retrato de su generación, la
generación que creyó en la revolución y posteriormente se sintió
engañada. Sólo escribir, seguir traduciendo a clásicos de todo el mundo y
quedarse callado, no decir nada. Esa fue la salida del autor, que
también experimentó un cambio en su estilo, un cambio hacia la claridad y el realismo, lejos de los simbolismos y los elementos preciosistas que caracterizaron la poesía de su juventud.
“Pasternak
ha elegido la insumisión, escribirá sin concesiones, sin tener en
cuenta la censura, en otras palabras, aceptando la idea de que su libro
jamás se publique (…) Pasternak escribe este libro para ser totalmente
sincero consigo mismo, pero también porque es su deber de superviviente con aquellos que cayeron bajo los golpes, directos o indirectos, del régimen comunista
(…) La decisión de no seguir intentando reconciliar exigencias
incompatibles y escribir su libro sin preocuparse de si llega a
publicarse permite a Pasternak acceder a un estado próximo a la
beatitud, que durará diez años, desde 1945 hasta finales de 1955. La
perfecta adecuación entre su persona y los grandes principios de su
existencia le lleva a decir sí a la vida, pese a que la vida que le
rodea no ha cambiado”, nos cuenta Todorov.
Y
reflexiona sobre cómo la aceptación de la existencia, con toda su carga
de desgracia, protege al escritor frente a las agresiones de fuera, lo
inmuniza contra sarcasmos y opiniones negativas y le proporciona una cierta carga de valentía,
puesta de manifiesto, por ejemplo, en 1946, en plena revolución
cultural, cuando el partido exige más sumisión y aceptación de los
dogmas a sus creadores. Entonces Pasternak realizó una lectura privada,
“aunque colectiva”, de las páginas que ya tenía escritas de El doctor Zhivago, un
acto que levantó críticas y ataques hacia su persona de destacados
miembros de la Unión de Escritores que le consideraban un creador hostil
a los principios revolucionarios. Pese a todo ello, no llegó la sangre
al río. Se le seguía considerando intocable y años después, en la etapa del deshielo –propiciada por las denuncias de Jrushchov de los crímenes estalinistas – su gran novela salió a la luz en el extranjero, no en su país, donde se la consideraba contraria al espíritu soviético.
En plena
revolución cultural, cuando el partido exige más sumisión y aceptación
de los dogmas a sus creadores, Pasternak realizó una lectura privada,
“aunque colectiva”, de las páginas que ya tenía escritas de “El doctor
Zhivago”, un acto que levantó críticas y ataques hacia su persona de
destacados miembros de la Unión de Escritores que le consideraban un
creador hostil a los principios revolucionarios.
La publicación del libro levantó la ira de los gobernantes, que se enfurecieron aún más cuando el escritor recibió el Premio Nobel en 1958,
acontecimiento que propició el éxito de la obra a nivel mundial.
Admirado y leído fuera, Pasternak era en su tierra blanco de ataques en
los medios, de calumnias de todo tipo. Tras ser excluido de la Unión de
Escritores, tras ser amenazado con el exilio, se deprimió y llegó a plantearse el suicidio, pero finalmente optó por enviar un telegrama al comité Nobel rechazando el galardón y una carta a Jrushchov lamentando sus “errores y desvaríos”.
¿Se rindió
finalmente Pasternak, cedió a las presiones, se dejó humillar? Su
renuncia al Nobel nos indica que sí; pero, una interpretación más
detenida, atenta a los deseos más profundos del escritor, nos lleva a
pensar que hizo lo que su corazón le dictaba. No consiguieron echarle de su tierra, ni impedir que siguiera cerca de su familia.
Y lo que es más importante, su obra, con toda su carga de verdad,
siguió circulando. Su acto de insumisión no llegó más allá, pero tuvo un
sentido.
No entendió para nada la toma de postura de Pasternak Aleksandr Solzhenitsyn,
quien cuando aún era un perfecto desconocido, siguió con gran interés
los acontecimientos, la persecución a la que fue sometido el autor del Doctor Zhivago. Él
esperaba, como nos cuenta Todorov, que el poeta aprovechara la tribuna
que le proporcionaba el premio para formular un gran discurso y atacar a
sus detractores (no le dejarían volver, pero contribuiría a cambiar el
discurrir del país, del mundo entero, pensaba) y se sintió hondamente
decepcionado.
La
historia de Solzhenitsyn, como decía antes, es muy diferente, mucho más
guerrera que la de Pasternak. La política, la lucha, la defensa de los
oprimidos, a través de su obra literaria, se convirtieron en las
prioridades de su vida. Siendo soldado en la II Guerra Mundial, sus cartas con un compañero, en las que ambos criticaban a Stalin, fueron interceptadas y provocaron su detención y condena a ocho años en un campo de concentración.
Ahí fue donde el escritor en ciernes encontró sentido a su existencia y
empezó a fraguar una obra encaminada a contar la verdad; a convertirse
en la voz de los millones de víctimas del gulag; a sacar a la luz esa
narración subterránea, silenciada, desgraciadamente real, de los campos.
La denuncia fue, pues, su objetivo, su acto de insumisión. Desde un principio lo tuvo claro. No hay en su trayecto contradicciones, ni dudas, ni claudicaciones.
Su recorrido es lineal, sin altibajos, como un guión perfectamente
delimitado. Desde muy pronto, Solzhenitsyn se dio cuenta de que “existe
una relación implícita entre la violencia, responsable de la existencia
de los campos, y las mentiras que dicen al respecto”,
leemos a Todorov, quien recuerda que el último texto que difundió el
autor antes de ser expulsado de su patria se titulaba, precisamente, No vivir en la mentira, una
especie de manifiesto en el que invitaba a sus conciudadanos, no ya a
rebelarse, sino a abandonar el silencio, a no dar la espalda a la
verdad.
Y seguimos pasando las páginas: “Solzhenitsyn
no cree que la literatura por sí sola pueda derrocar al régimen, pero
sí que debe desempeñar un papel fundamental. Al no traicionar la verdad,
permite hacer comprensible el mundo que nos rodea, y por lo tanto
aportar claridad a las mentes ciegas (…) Solzhenitsyn, que conoce la dureza de los campos, tiene un valor poco frecuente. Al convertirse en portavoz de los masacrados, de los desaparecidos, de los torturados y de los humillados,
actúa con abnegación y se expone a ser severamente castigado. Sacrifica
su interés individual en el altar del bienestar de todos”.
En este capítulo el ensayista nos acerca a las distintas etapas de la actividad literaria del autor de obras como El primer círculo o Archipiélago Gulag, quien
al principio escribía sin esperanza de ver publicadas sus obras,
pensando en las generaciones futuras; llegando incluso, mientras aún
estaba en el campo –hasta 1953– a componer mentalmente sus textos o a
memorizarlos después de haberlos escrito y destruido. Pero en un momento
dado, no pudo soportar más la clandestinidad, empezó a
difundir secretamente sus escritos y, ya en la etapa del deshielo, se
animó enviar el manuscrito de uno de sus relatos, Un día en la vida de Iván Denísovich, a la revista más liberal de la Rusia del momento.
Más adelante, con Jrushchov detenido y la instauración de una nueva etapa de glaciación, llegó la hora de enviar sus obras a Occidente,
y lo hizo a través de microfilms, estableciendo un protocolo muy
detallado, a seguir en el caso de que le sucediera alguna desgracia.
Consciente de que los dirigentes tenían cada vez más en cuenta las
reacciones a sus políticas en el exterior, Solzhenitsyn se lanzó a la
tarea de “escribir una
representación global del sistema soviético de campos de concentración,
una historia y geografía del sistema represivo de su país, bajo el
título de El archipiélago Gulag”.
El tema del mal, la toma de conciencia de que éste “atraviesa el corazón de todo hombre y de toda humanidad”,
la percepción del autor de que tampoco él queda libre de sus
tentáculos, aleja a su obra, como indica Todorov, de posiciones
moralizantes y le otorgan una mayor altura. La postura del escritor es cada vez más beligerante, sobre todo a raíz de la concesión del Premio Nobel en 1970.
Denuncia abiertamente la persecución a la que es sometido por parte de
los dirigentes y les escribe cartas que da a conocer públicamente, actos
que forman parte de lo que él denomina la lucha del “ternero” contra el
“roble”, una manera de ampliar los límites de su libertad, que acaba
con su expulsión del país en 1974.
Consciente
de que los dirigentes tenían cada vez más en cuenta las reacciones a sus
políticas en el exterior, Solzhenitsyn se lanzó a la tarea de “escribir
una representación global del sistema soviético de campos de
concentración, una historia y geografía del sistema represivo de su
país, bajo el título de El archipiélago Gulag”.
Cuando recibió el Nobel, Solzhenitsyn tampoco fue a Estocolmo a pronunciar ese gran discurso que tanto anhelaba
desde la renuncia de Pasternak. En su caso, no asistió porque la
Academia Sueca le dejó claro que no quería escándalos y porque consideró
que su lucha sería más útil quedándose en su país. Años después, su
intencionado, reiterado, enfrentamiento con las autoridades, provocó su
exilio. Fuera de su tierra siguió denunciando las atrocidades cometidas
por el régimen y no dudó en mostrarse crítico con el festival del comercio, del consumismo, de las democracias liberales,
pero su voz, como explica Todorov, se confundió en la marabunta de
voces, en el debate general. Ya era uno más, en libertad, no un
individuo que arriesgaba a diario su vida.
La batalla
de Solzhenitsyn demuestra hasta qué punto la literatura puede servir
como arma. Las heridas que con sus escritos, con su actitud desafiante,
infligió a “los cimientos
ideológicos del régimen y a su legitimidad son profundas y ya no
cicatrizarán. Diez años después de su expulsión, el nuevo hombre fuerte
del país, Mijaíl Gorbachov, empezará a desmantelar el sistema desde arriba…”, seguimos leyendo.
Es muy
interesante el contraste entre los dos escritores, la manera en que se
enfrentaron a las mismas circunstancias. Solzhenitsyn, el hombre de
acción acusa severamente a Pasternak, de carácter más contemplativo,
quien pone por delante de la lucha el cariño de los suyos, la protección
que ha de proporcionarles. Todorov encuentra indiscutible valor en los caminos de resistencia de los dos escritores. Argumenta que “con sus debilidades e imperfecciones, Pasternak, que sabe beber de la fuente de la vida, está más cerca de los hombres corrientes”, mientras que Solzhenitsyn, mucho más eficaz en el plano político, desde el punto de vista histórico, “ha tomado un camino que pocas personas pueden seguir, en el que el individuo se confunde totalmente con la misión que cree que debe llevar a cabo”.
MANDELA Y MALCOLM X, CONTRA LA DISCRIMINACIÓN RACIAL
Muy cerca
de él, en la eficacia de su lucha, en su talante abnegado, en su
capacidad de renunciar a la vida privada en favor de la colectividad, se
encuentra otro personaje, el líder sudafricano Nelson Mandela.
Mucho más cercano en el tiempo, sabemos de su valor, de su carisma y
habilidades diplomáticas para acabar con el apartheid. Pero Tzvetan
Todorov nos acerca a su crecimiento, a su evolución, porque, además de
ser un ensayo que reivindica la rebeldía, Insumisos es
un libro sobre las transformaciones que se experimentan en la vida y
que pueden llevar en una dirección o en otra totalmente opuesta. En
Mandela reconocemos rasgos de Solzhenitsyn, sin duda, pero también de
Germaine Tillion. Como la resistente francesa, él creía en la fuerza de la conversación para resolver los conflictos, práctica que puso en marcha con magníficos resultados.
Todorov
nos lleva a plantearnos en qué consiste realmente la lección de Mandela y
critica el cinismo de los líderes políticos que asistieron a su funeral
en 2013; que alabaron su legado y se adscribieron a su senda, sin pudor
alguno, mientras en sus países respectivos seguían optando por poner en
pie las políticas de la desigualdad, de las intervenciones militares,
de las represiones y las mordazas.
“En el bonito discurso que pronunció en el funeral de Mandela, Barack Obama
decía que todo hombre de Estado debería preguntarse: ¿he aplicado sus
lecciones a mi propia vida? Constataba que la lucha contra el racismo
había conseguido algunas victorias también en Estados Unidos, mientras
que la lucha contra la pobreza y la desigualdad, por la justicia social,
no avanzaba, pero Obama no dijo una palabra sobre los combates que su
país sigue librando con armas o recurriendo a la tortura que nada tienen
que ver con el espíritu de Mandela”, seguimos las reflexiones del pensador, quien pone el foco en los campos de prisioneros de Guantánamo, donde EEUU decide encerrar a sus enemigos, reales o supuestos; en los ataques con drones
a países lejanos; en las escuchas ilegales… Ninguna de esas prácticas
tiene que ver con lo que defendía Mandela. Su virtud moral “no permite tal abismo entre palabras y actos”, nos dice.
Todorov nos
lleva a plantearnos en qué consiste realmente la lección de Mandela y
critica el cinismo de los líderes políticos que asistieron a su funeral
en 2013; que alabaron su legado y se adscribieron a su senda, sin pudor
alguno, mientras en sus países respectivos seguían optando por poner en
pie las políticas de la desigualdad, de las intervenciones militares, de
las represiones y las mordazas.
Observar
de cerca el itinerario de este “insumiso excepcional” para saber en qué
consiste exactamente su lección es lo que hace Todorov. Después de un camino lleno de descubrimientos, de experiencias duras y reveladoras
que le llevan a conocerse mejor y a entender las grandezas y
debilidades de sus semejantes (estuvo encarcelado durante veintisiete
años, seis meses y seis días) Mandela consigue “alzarse por encima de los odios y los miedos, y se sitúa al margen de la eterna espiral de violencia”
que había dominado el enfrentamiento entre los defensores del apartheid
y los luchadores por el fin de la segregación racial. Del mismo modo
que Etty Hillesum y Germaine Tillion, él supo separar a las personas del
sistema (“en la cárcel”, escribió en sus memorias, “mi rabia contra los blancos se apaciguó, pero mi odio al sistema se intensificó”); optó por la benevolencia y puso en práctica, como nos dice el ensayista, “una
actitud nueva para él y rara en los anales del activismo, que consiste
en resistir sin odio y en fraternizar con el antiguo enemigo”.
Merece
mucho la pena leer este capítulo en el que vemos a un hombre que
abandona la rabia de su juventud y aprende, en su larga etapa de
aislamiento, a escuchar, a cultivar la paciencia, a convencer a sus
adversarios a través del diálogo. Imposible mejor mediador. Sin él la
guerra civil en su país habría sido muy posible. “Como en el caso de Tillion su primera lealtad es con la humanidad, no con el grupo del que forma parte. Duda
que sus compañeros le sigan de inmediato en el camino de las
negociaciones, porque sus declaraciones son tan intransigentes como las
del gobierno sudafricano”,
escribe Todorov, quien recuerda que Mandela reveló que en su día decidió
iniciar las negociaciones sin consultar ni pedir opinión a nadie más,
porque corría el riesgo de que las conversaciones fueran rechazadas por
el resto de militantes del Congreso Nacional Africano (ANC), fundado en 1912 para defender los derechos de la mayoría de la raza negra en Sudáfrica.
Damos un
salto en el tiempo y vemos a Nelson Mandela convertido en presidente de
su país el 9 de mayo de 1994. El camino ha estado lleno de obstáculos. Ha habido derramamiento de sangre, traiciones, trampas y una renuncia importante, la de la vida privada, familiar. Nos dice el autor de Insumisos que “virtud moral y habilidad política son inseparables en Mandela”, que “pasa de la moral a la política, y viceversa, con tanta comodidad que ya no sabemos donde está la frontera entre ambas”; que “cada una de ellas es fin y medio a la vez, pensamiento y vida”.
Repasa el filósofo e historiador las etapas y transformaciones en la
vida del líder, reconoce las enseñanzas a las que llega, las lecciones a
las que nos referíamos antes, tan difíciles de encontrar en los
dirigentes políticos actuales.
Nos dice el
autor de Insumisos que “virtud moral y habilidad política son
inseparables en Mandela”, que “pasa de la moral a la política, y
viceversa, con tanta comodidad que ya no sabemos donde está la frontera
entre ambas”; que “cada una de ellas es fin y medio a la vez,
pensamiento y vida.”
Argumenta
que en la base de su actitud de madurez está el respeto al otro, que
tanto cultivó con quienes eran sus vigilantes en la cárcel. Y “una
exigencia consigo mismo que tiene que ver no con el miedo a perder el
prestigio, sino con su propia mirada interior (o la de un dios
omnisciente): mantener la dignidad en toda circunstancia, incluso cuando no hay testigos, y comportarse de acuerdo con las normas que se defienden en público”.
Malcolm X, nacido como Malcolm Little, y cuyo nombre oficial completo era El-Hajj Malik El-Shabazz
En el camino de la insumisión los pasos de Mandela se cruzan con los de otra personalidad carismática, Malcolm X, que en otro gran país, Estados Unidos,
emprenderá también la lucha contra la discriminación racial. Su retrato
es un apéndice dentro del capítulo dedicado a Mandela, un contrapunto.
También son importantes las transformaciones en la vida de quien de niño padeció la violencia del Ku Klux Klan
y fue educado por una familia blanca después de que su padre,
predicador, fuera asesinado y a su madre se le quitara la custodia de
sus hijos.
La delincuencia y la cárcel primero
y después la lucha política, desde el convencimiento de que a la
violencia de los blancos sobre los negros había que responder con más
violencia, llenan la primera etapa de la biografía de Malcolm X, hasta
que el Islam, peregrinación incluida a La Meca, apareció en su camino. “El Islam, que hoy en día muchos europeos perciben como sinónimo de fanatismo , si no de terrorismo, será para él el camino que le llevará a la tolerancia y a la paz. Esta peregrinación ocupa para él el mismo lugar que la cárcel para Mandela, el de una revelación fulgurante y profunda”, escribe Todorov, resaltando que es a través de la humildad, de la fraternidad, como nuestro protagonista “se
convierte en enemigo del racismo, del de los blancos hacia los negros,
muy frecuente, pero también, aunque más raro, del de los negros hacia
los blancos”.
Ambos activistas se convirtieron en “resistentes sin odio”, pero la vida de Malcolm X se truncó demasiado pronto
(fue asesinado en 1965, con apenas 40 años de edad por sus antiguos
hermanos de lucha de la organización Nación del Islam, para él tan
significativa). Ambos han sido cruciales en el camino de la igualdad de
derechos entre blancos y negros, una lucha que aún no ha acabado, como
bien recuerda Todorov, aludiendo a recientes conflictos en Estados Unidos,
a la ola de indignación de la población afroamericana ante el maltrato
que sufre por parte de la policía, ante los distintos crímenes de
jóvenes, a manos de agentes del orden, que han quedado impunes.
A través de
la humildad, de la fraternidad, Malcolm X “se convierte en enemigo del
racismo, del de los blancos hacia los negros, muy frecuente, pero
también, aunque más raro, del de los negros hacia los blancos”, escribe
Todorov.
La
violencia no es parte del pasado, es presente. El camino de la
resistencia no sólo está abierto sino que sigue siendo muy necesario en
todas las partes del mundo, también en Occidente, donde los gobiernos presionan con el miedo y las desigualdades aumentan.
Decir no, mantener la dignidad y la ética fue difícil ayer y lo sigue
siendo hoy, en las sociedades neoliberales. Resistir al exceso de
consumo; resistir ante el poder de quienes más tienen; ante los que
controlan las empresas y los medios; no resignarse ni dar por bueno el
todo vale… La resistencia nos acerca a personajes ejemplares, pero
también se hace presente en el día a día, en los gestos cotidianos, en
nuestros propios gestos…
SNOWDEN Y SHULMAN: EL PRESENTE
En el último tramo de su ensayo, Tzvetan Todorov nos acerca a dos insumisos de hoy: Edward Snowden y David Shulman.
La historia del primero la tenemos muy presente; gracias a él hemos
desenmascarado un poco más al gobierno de los Estados Unidos y hemos
sido un poco más conscientes del peligro que conlleva el mal empleo por parte de los estados de las nuevas tecnologías.
El segundo, prácticamente un desconocido fuera de las fronteras de
Israel, visibiliza a quienes, desde dentro, quieren y luchan por la paz
con el pueblo palestino.
Snowden
nos ha demostrado cómo una nación puede espiar a dirigentes de otros
países; acceder y utilizar los datos privados de sus ciudadanos, tras
obligar a las empresas que trabajan con ellos a facilitarles información
privada. “Varios observadores han señalado la sorprendente similitud entre esta actividad de vigilancia generalizada y las prácticas de los regímenes totalitarios, para los que era fundamental convertir a sus habitantes en hombres vigilados”,
indica Todorov, quien retrata a Snowden como alguien que, por rectitud
moral, por respeto a su conciencia y por patriotismo (no le ha movido
ningún tipo de interés personal) optó por hacer público el delito que
tan bien conocía por haber trabajado en organismos de información como la CIA y la NSA.
Tuvo claro que su camino era la denuncia; tomó precauciones para llevar
a cabo su plan, utilizando a intermediarios cualificados –periodistas–
para que presentaran la noticia ante el mundo y no dudó en desafiar –él,
un solo hombre– “al Estado más poderoso que haya conocido la historia humana”, consciente de que su vida iba a ser a partir de entonces una huida permanente.
Estamos
sin duda ante un héroe de nuestros días, ante una persona que por contar
la verdad está siendo perseguido. Su historia no tiene nada que ver con
la de David Shulman, pero a ambos les une el afán de luchar por lo que
consideran justo. Shulman, profesor en la Universidad Hebrea de Jerusalén, forma parte de un grupo de voluntarios palestinos e israelíes “implicados por la paz para poner fin a la ocupación y defensor de la igualdad de derechos cívicos en Israel”.
Snowden
tuvo claro que su camino era la denuncia; tomó precauciones para llevar a
cabo su plan, utilizando a intermediarios cualificados –periodistas–
para que presentaran la noticia ante el mundo y no dudó en desafiar –él,
un solo hombre– “al Estado más poderoso que haya conocido la historia
humana”, consciente de que su vida iba a ser a partir de entonces una
huida permanente.
Pertenece al bando de los dominantes, no de los dominados,
pero no acepta, como tantos otros, la política de su país con las
poblaciones palestinas. Los medios que emplean los integrantes de este
movimiento, denominado Dark Hope, “no son ni los explosivos, ni las discriminaciones, ni los encarcelamientos”,
señala Todorov, quien nos cuenta que lo que hacen Shulman y sus
compañeros de lucha es trasladarse a los territorios ocupados, a las
zonas donde amenazan con expulsar a los palestinos, confiscar sus
tierras y destruir sus casas. “La
simple presencia de gente que protesta –presencia a menudo
obstaculizada por cordones de militares y de policías que protegen a los
colonos– permite a veces retrasar, incluso suspender, las medidas
antipalestinas. Minúsculas victorias conseguidas sin violencia”, seguimos las palabras del autor.
Lo que
hacen Shulman y sus compañeros de lucha es trasladarse a los territorios
ocupados, a las zonas donde amenazan con expulsar a los palestinos,
confiscar sus tierras y destruir sus casas. “La simple presencia de
gente que protesta –a menudo obstaculizada por cordones de militares y
de policías– permite a veces retrasar, incluso suspender, las medidas
antipalestinas.
“Ninguna lucha justa es en vano”, leo ya al final de este perfil, cuando toca ir cerrando las páginas del libro. Me quedo con la frase y pienso también en los miembros de la PAH, que en España han paralizado e impedido desahucios en las peores circunstancias. Pienso en la utilidad de las movilizaciones,
en la actitud desafiante de tanta gente que ha decidido cambiar la
política en este país, a sabiendas de que toda la artillería del poder
político y económico establecido iba a caer sobre ella. No olvido la
figura del ciberactivista Julian Assange, fundador de WikiLeaks, asilado en la embajada de Ecuador en Londres desde 2012 y tampoco el ejemplo de Berta Cáceres, la activista y ecologista hondureña
recientemente asesinada. Todos ellos merecerían estar en este
recorrido. Todos ellos y muchos más, figuras públicas y, también,
hombres y mujeres anónimos cuyas acciones deberíamos admirar, aplaudir
cada día. Nada que ver con los perfiles mediáticos que nos suelen
ofrecer los medios, con las noticias demasiado frecuentes de fortunas a
salvo en paraísos fiscales, con las historias de riquezas y posesiones
que nutren el papel couché.