Octavio Salazar http://elpais.com/elpais/2017/05/18/mujeres/1495121982_989076.html
Tras leer el artículo sobre la gestación por sustitución publicado hace unos días por el profesor Manuel Atienza, mucho me temo que no ha leído el espléndido libro El cuento de la criada de Margaret Atwood ni tampoco ha visto ningún episodio de la adaptación televisiva que hace unas semanas ha estrenado HBO.
Me atrevo a recomendarle ambas porque en materia de derechos humanos es
muy importante tener la percepción emocional de aquellas situaciones
que viven las personas que ven pisoteada su dignidad. Solo desde esa
“empatía imaginada”, que tan bien explica la historiadora de los
derechos Lynn Hunt,
es posible construir argumentaciones jurídicas que no pierdan de vista
el aliento ético que debe inspirar las reglas de una convivencia
democrática. No cabe duda de que la literatura y sobre todo el cine son
instrumentos básicos para generar esa capacidad de ponernos en la piel
de otro (e incluso de otra).
En el tema que nos ocupa, bastaría analizar un fotograma de la
magnífica serie para entender qué estructura de poder es la que sustenta
lo que algunos de manera eufemística denominan maternidad subrogada. En
él vemos en un primer plano, ocupando prácticamente toda la pantalla,
al comandante, al pater familias que desea reproducir su linaje
teniendo un hijo con sus genes, al patriarca que detenta el poder y la
autoridad tanto en lo público como en lo privado, al señor de la casa
cuyo pene parece valer más que el útero de su criada. Al fondo, muy
desdibujada, sentada el filo de la cama, vemos a su esposa infértil, a
la madre frustrada, a la que coloca en una ceremonia brutal entre sus
piernas a la que parirá para ella. Y apenas intuimos, tras el hombre,
tumbada con las piernas abiertas, a Defred, la criada que es penetrada
por el patriarca, a la que apenas vemos porque como “buena” gestante es
invisible: ha dejado de ser sujeto para ser un objeto al servicio de los
deseos de otros.
La novela de Atwood, que ahora la serie ha convertido en un relato si cabe todavía más terrorífico que el libro, tiene la gran virtud de plantearnos algunos de los interrogantes que están sacudiendo a las mujeres en el siglo XXI, justo cuando la alianza entre patriarcado y capitalismo está provocando que, bajo pretexto de la libertad, se justifiquen prácticas que no hacen sino prorrogar el estatus subordinado de la mitad femenina del planeta.
Esa alianza bien podría llevar, si no logramos ponerle frenos, al régimen teocrático y dictatorial imaginado en la novela, y en el que vemos cómo las mujeres han perdido todos los derechos que tardaron siglos en conquistar. El angustioso relato, que incluso ahora duele más al sentirlo tan cercano a través de la impagable mirada de la enorme Elisabeth Moss, nos aporta las claves no solo éticas sino también jurídicas desde las que, como mínimo, deberíamos cuestionar una práctica que en estos meses algunos incuso han llegado a defender como subversiva y que para otros obviamente es simplemente una vía más de enriquecimiento, es decir, una de las expresiones más brutales de cómo el dinero se convierte en medida de los deseos y de cómo a su vez el paradigma neoliberal permite convertirlos en derechos.
Por todo ello, me resultó tan sorprendente hace unos días leer como
Atienza ponía en duda que pudiese alegarse la dignidad de las mujeres
para cuestionar la legitimidad de unos contratos que las convierten en
siervas, incluso cuando se amparan en un pretendido carácter altruista.
Nuestro Tribunal Constitucional ha reiterado, basándose en la célebre
máxima kantiana de que el individuo no debe ser considerado como un
medio, que la garantía de la dignidad de la persona implica el valor
absoluto de sí misma como sujeto, la negación de su instrumentalización y
la exigencia de las condiciones necesarias para que el libre desarrollo
de su personalidad sea una realidad.
Pero es que, además, un contrato que supone el alquiler no solo del útero, sino de todo un proceso fisiológico como es un embarazo, el cual se desarrolla, incide y se proyecta en todo el ser de la mujer, supone contravenir todas las disposiciones normativas que, tanto a nivel estatal como internacional, excluyen al cuerpo humano del comercio de los hombres. A todo ello habría que añadir que evidentemente, como en muchas ocasiones se subraya por quienes defienden los vientres de alquiler como una especie de prestación de servicios reproductivos, en todos los trabajos el ser humano despliega sus potencialidades a veces en condiciones indignas, pero ninguno de ellos implica todo un proceso físico y emocional como es la gestación de un ser humano. Algo sobre lo que, por cierto, y siguiendo los consejos de Rebecca Solnit, los hombres deberíamos callar y dar la voz a las mujeres que son las únicas que pueden vivirlo.
Incluso cuando se alega la posibilidad de estos contratos siempre que
respondan a un carácter altruista, y por lo tanto apoyándose en la
generosidad de las mujeres, tendríamos que cuestionarnos si ello no está
suponiendo la funcionalización de la maternidad y la consolidación del
ser de nuestras compañeras como individuos que viven por y para otros.
Es decir, como seres que ponen a disposición del poder masculino, y del
mercado en el que se satisfacen los deseos de quienes mandan, su cuerpo,
sus capacidades y, por supuesto, su sexualidad. Ahí está la prostitución como institución patriarcal por excelencia
que no demuestra esa relación jerárquica. No olvidemos, además, que en
este caso no se trataría de ser generoso para salvar vidas, como sucede
en la siempre gratuita donación de órganos, sino para hacer más plena la
vida privada o familiar de otros.
Es decir, justo lo que falta en el razonamiento del catedrático de Filosofía del Derecho es la perspectiva de género sin la cual cualquier aproximación a un tema jurídica y éticamente tan complejo acaba convertida en una simple justificación de la posición de quienes tienen el poder, el dinero y la autoridad. Alegar la autonomía de las mujeres para justificar la renuncia a sus derechos fundamentales es desconocer que, como bien ha explicado Laura Nuño, “el consentimiento requiere de un yo autónomo no mediado por la supervivencia.” O, lo que es lo mismo, implica no tener en cuenta las relaciones de poder que continúan marcando las subjetividades masculina y femenina, así como la relación entre ambas.
Por todo ello, el dilema clave que nos plantea la gestación por sustitución
es si dicho tipo de contratos garantizan la capacidad de las mujeres
para decidir sobre sí mismas o si, por el contrario, inciden en su
sometimiento a condiciones heterónomas. Tendríamos que preguntarnos si
sería posible una regulación de la misma que potenciara al máximo lo
primero y evitara lo segundo. Una pregunta que finalmente nos lleva a
otra mucho más ambiciosa que es la relacionada con el mundo que nos
gustaría construir y bajo qué precio. En este sentido, leer, y ver
ahora, El cuento de la criada, es un buen ejercicio para ir
encontrando respuestas y para, espero, confirmar que el horizonte
debería ser el reconocimiento del valor de cada ser humano por su valor
intrínseco y nunca por su sometimiento a fines instrumentales que lo
convierten en vehículo para satisfacer los intereses y deseos de otros.
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La novela de Atwood, que ahora la serie ha convertido en un relato si cabe todavía más terrorífico que el libro, tiene la gran virtud de plantearnos algunos de los interrogantes que están sacudiendo a las mujeres en el siglo XXI, justo cuando la alianza entre patriarcado y capitalismo está provocando que, bajo pretexto de la libertad, se justifiquen prácticas que no hacen sino prorrogar el estatus subordinado de la mitad femenina del planeta.
Esa alianza bien podría llevar, si no logramos ponerle frenos, al régimen teocrático y dictatorial imaginado en la novela, y en el que vemos cómo las mujeres han perdido todos los derechos que tardaron siglos en conquistar. El angustioso relato, que incluso ahora duele más al sentirlo tan cercano a través de la impagable mirada de la enorme Elisabeth Moss, nos aporta las claves no solo éticas sino también jurídicas desde las que, como mínimo, deberíamos cuestionar una práctica que en estos meses algunos incuso han llegado a defender como subversiva y que para otros obviamente es simplemente una vía más de enriquecimiento, es decir, una de las expresiones más brutales de cómo el dinero se convierte en medida de los deseos y de cómo a su vez el paradigma neoliberal permite convertirlos en derechos.
Pero es que, además, un contrato que supone el alquiler no solo del útero, sino de todo un proceso fisiológico como es un embarazo, el cual se desarrolla, incide y se proyecta en todo el ser de la mujer, supone contravenir todas las disposiciones normativas que, tanto a nivel estatal como internacional, excluyen al cuerpo humano del comercio de los hombres. A todo ello habría que añadir que evidentemente, como en muchas ocasiones se subraya por quienes defienden los vientres de alquiler como una especie de prestación de servicios reproductivos, en todos los trabajos el ser humano despliega sus potencialidades a veces en condiciones indignas, pero ninguno de ellos implica todo un proceso físico y emocional como es la gestación de un ser humano. Algo sobre lo que, por cierto, y siguiendo los consejos de Rebecca Solnit, los hombres deberíamos callar y dar la voz a las mujeres que son las únicas que pueden vivirlo.
Es decir, justo lo que falta en el razonamiento del catedrático de Filosofía del Derecho es la perspectiva de género sin la cual cualquier aproximación a un tema jurídica y éticamente tan complejo acaba convertida en una simple justificación de la posición de quienes tienen el poder, el dinero y la autoridad. Alegar la autonomía de las mujeres para justificar la renuncia a sus derechos fundamentales es desconocer que, como bien ha explicado Laura Nuño, “el consentimiento requiere de un yo autónomo no mediado por la supervivencia.” O, lo que es lo mismo, implica no tener en cuenta las relaciones de poder que continúan marcando las subjetividades masculina y femenina, así como la relación entre ambas.
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