En 1884, las grandes potencias coloniales se reunieron en Berlín con el fin de repartirse África y así lograr su dominio. Consagraron la norma de la “ocupación efectiva”, esto es, la potencia que ocupara realmente un territorio tenía derechos de soberanía sobre él. Hay fronteras en el norte de África que fueron trazadas con regla, dibujadas sobre la mesa, para facilitar la adjudicación de territorios entre las 14 potencias colonizadoras europeas reunidas, sin importar los pueblos que vivían ahí.
Se concluía así la división del mundo entre los colonizadores. A partir de ahí, según Lenin, cada uno de ellos sólo podría expandirse a espaldas de otro. Como la tendencia expansiva del capitalismo es permanente, Lenin preveía que la humanidad comenzaba una época de guerras interimperialistas.
La previsión se cumplió de forma rigurosa y dramática. Las dos grandes guerras que coparon la historia de la humanidad en la primera mitad del siglo XX han sido exactamente eso: guerras interimperialistas. Las potencias que se habían adueñado inicialmente de gran parte del mundo formaron dos grandes bloques, uno constituido por los líderes de las mismas, Inglaterra y Francia, y otro integrado por las que llegaron tarde a la repartición del botín, Alemania, Italia y Japón, y que buscaban redistribuir los territorios colonizados.
Inglaterra y Francia, al resolver su cuestión nacional, se instalaron antes que los otros países, lo que les permitió construir una fuerza militar —marítima en su mayoría— y ubicarse en una mejor situación para la conquista y la consolidación de un imperio colonial.
Alemania, Italia y Japón tardaron más en su unificación nacional, por la mayor fuerza de las burguesías regionales, haciendo que llegaran al escenario mundial en inferioridad de condiciones. Tuvieron que valerse de regímenes autoritarios para acelerar su desarrollo económico y recuperar así el retraso respecto a las otras potencias.
La primera guerra mundial, mas allá de las contingencias de su comienzo, fue eso: una gran batalla entre los dos bloques por el reparto del mundo, especialmente de los continentes periféricos (Alemania llegó a proponer a México que le devolvería los territorios que EEUU le había arrebatado con la condición de que se aliara al bloque liderado por ella).
En el trasfondo de las dos grandes guerras estaba la disputa por la hegemonía mundial. La decadencia inglesa veía asomarse a dos potencias emergentes, EEUU y Alemania. Al inicio de la primera guerra, EEUU optó por una política aislacionista, como si la guerra fuera un asunto europeo. Pero conforme Alemania avanzaba triunfante, se desarrolló rápidamente una campaña ideológica interna para movilizar a los norteamericanos a la participación en la guerra.
1917 fue decisivo porque, con la revolución bolchevique, Rusia se apartó de la guerra —siguiendo las indicaciones de Lenin de que se trataba de una guerra interimperialista—, mientras que EEUU ingresaba en ella, haciendo que la balanza se inclinara hacia el bloque anglofrancés.
Con la segunda guerra —realmente el segundo round de la primera, con las mismas características y un intervalo de pocos años— y la segunda derrota del bloque formado por Alemania, Italia y Japón, el camino para la hegemonía imperial norteamericana se allanaba. Guerras interimperialistas, las más crueles de todas las guerras, en el continente considerado como el más civilizado del mundo, para dirimir la disputa hegemónica entre las potencias capitalistas sobre el dominio global. El inicio de la primera, de la que se cumple ahora un siglo, marcó el comienzo también de esa gran debacle europea.
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