COPIADO de la pág. de fb de Javier Nix Calderón el 22/12/2016
Vivo en un barrio bien. Ni demasiado cerca ni demasiado lejos de la
almendra central de Madrid, en la parte noble de Chamberí, donde las
calles se ensanchan y comienzan las grandes avenidas. El Paseo de la
Castellana marca la divisa con el barrio de Salamanca y la calle
Raimundo Fernández Villaverde con el de Tetuán. Esos son los vértices en
el plano de Madrid. Pero dentro de mi barrio hay otros vértices, que
dibujan su alma mucho mejor que las calles que lo componen. Los tres
vértices del triángulo ideológico de mi actual barrio son la sede del
Grupo Intereconomía, la antigua sede del colectivo nazi “Hogar Social
Ramiro Ledesma” y la Hermandad de la División Azul. Cuando llegué aquí,
enseguida sentí el profundo hedor a ultraderecha rancia y a españolismo
beligerante. Las calles estaban sembradas de carteles que rezaban “Los
españoles primero”, “José Antonio Primo de Rivera, presente” o “5
millones de inmigrantes, 5 millones de parados, ¿te salen las cuentas?”.
La atmósfera se me antojó zafia y opresiva, y la exhibición de poder
económico que veía a diario comenzó a dar forma en mi interior a un
cierto odio de clase que no ha hecho otra cosa que acrecentarse. Trato
de encajar en un sitio para el que no he nacido. Percibo, sin querer,
los zapatos castellanos sin calcetines de los jóvenes que pasan por mi
lado, sus jerséis de punto a modo de capa, sus peinados imposibles
construidos con kilos de laca, y los rechazo. No soporto la actitud de
pasarela de las mujeres cuando caminan hacia la zona de bares de
Ponzano, ni las conversaciones que escucho sobre las últimas vacaciones
en Roma o el cocktail-bar de moda descubierto gracias a la revista de
tendencias de turno.
La calle Ponzano es el lugar más “in”, “trendy”, “fashion”, “hípster” y “cool” de Madrid. Es tan moderno que salir por sus bares tiene su propio hashtag en Twitter o Instagram: “Ponzaning”. Es por todos sabido que cuando algo mola, cuando algo mola desmesuradamente, hay que usar un anglicismo para referirse a ello. En el kilómetro por el que discurre la calle Ponzano, una muchedumbre de treintañeros y treintañeras bien parecidos, con posibles, se derrama cada tarde en busca del mejor local en el que molar. Entre tapas de nombres impronunciables y gin-tonics más parecidos a macedonias que a bebidas alcohólicas, la emperifollada muchedumbre se agita presa de un furor incontenible. Yo los observo cuando paseo a mi perro, y noto sus miradas al percibir mis zapatillas de estar por casa del Ikea de 1,49 euros. Camino por las aceras mirando las cristaleras de los bares, como si fueran acuarios llenos de peces tropicales inexplicables, dándome cuenta de que yo, y no ellos, soy el pez fuera del agua. Me siento como un asteroide diminuto, perdido sin rumbo por este microcosmos ridículo y decadente. A pesar de las luces de los bares y de los adornos navideños que los pubs de la zona han pagado para promocionar la calle, es el lugar más oscuro del barrio. Más oscuro aún que el toro embistiendo del logotipo de la sede de Intereconomía, e infinitamente más oscuro que mi salón de 10 metros cuadrados en el que nunca da la luz del sol. La única luz de la que disfruto viene de mis estanterías, desde donde Stendhal, Carver, Hemingway o Delibes brillan como pequeñas estrellas. Me siento y observo los lomos de los libros. No conozco luz más verdadera ni mundo más real que el que se esconde entre sus páginas. Ellos practican el “Ponzaning” y molan como si fuese un trabajo, y yo leo como si me fuese la vida en ello. Y así sobrevivo.
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OTRO ASUNTO. Hoy en Perroflautas del Mundo: Cuando la víctima es neonazi, de Alejandro Sánchez Moreno
La calle Ponzano es el lugar más “in”, “trendy”, “fashion”, “hípster” y “cool” de Madrid. Es tan moderno que salir por sus bares tiene su propio hashtag en Twitter o Instagram: “Ponzaning”. Es por todos sabido que cuando algo mola, cuando algo mola desmesuradamente, hay que usar un anglicismo para referirse a ello. En el kilómetro por el que discurre la calle Ponzano, una muchedumbre de treintañeros y treintañeras bien parecidos, con posibles, se derrama cada tarde en busca del mejor local en el que molar. Entre tapas de nombres impronunciables y gin-tonics más parecidos a macedonias que a bebidas alcohólicas, la emperifollada muchedumbre se agita presa de un furor incontenible. Yo los observo cuando paseo a mi perro, y noto sus miradas al percibir mis zapatillas de estar por casa del Ikea de 1,49 euros. Camino por las aceras mirando las cristaleras de los bares, como si fueran acuarios llenos de peces tropicales inexplicables, dándome cuenta de que yo, y no ellos, soy el pez fuera del agua. Me siento como un asteroide diminuto, perdido sin rumbo por este microcosmos ridículo y decadente. A pesar de las luces de los bares y de los adornos navideños que los pubs de la zona han pagado para promocionar la calle, es el lugar más oscuro del barrio. Más oscuro aún que el toro embistiendo del logotipo de la sede de Intereconomía, e infinitamente más oscuro que mi salón de 10 metros cuadrados en el que nunca da la luz del sol. La única luz de la que disfruto viene de mis estanterías, desde donde Stendhal, Carver, Hemingway o Delibes brillan como pequeñas estrellas. Me siento y observo los lomos de los libros. No conozco luz más verdadera ni mundo más real que el que se esconde entre sus páginas. Ellos practican el “Ponzaning” y molan como si fuese un trabajo, y yo leo como si me fuese la vida en ello. Y así sobrevivo.
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OTRO ASUNTO. Hoy en Perroflautas del Mundo: Cuando la víctima es neonazi, de Alejandro Sánchez Moreno
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