Nuria del Viso 28/09/2023
El consumo masivo de tranquilizantes y antidepresivos, la soledad no deseada y los suicidios son algunos de los síntomas que urgen a construir tejidos sociales sólidos para superar esta era turbulenta
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En la puerta de la eternidad, de Vincent van Gogh (1890). / Museo Kröller-Müller
La crisis ecosocial en marcha, asociada al modo de vida de nuestras sociedades, está transformando nuestra existencia tal y como la conocemos. Si no se adoptan ya las medidas necesarias, los impactos se multiplicarán en las próximas décadas, afectando de múltiples formas a nuestras sociedades y al mundo natural. Ya hemos traspasado casi todos los límites seguros del ecosistema terrestre, como recientemente avisaba un informe internacional. Pero los impactos van aún más allá: el tejido social se encuentra bajo fuertes presiones y ya presenta algunas rasgaduras que afectan tanto a los sujetos como al propio cuerpo social. El Informe Ecosocial sobre Calidad de Vida en España que acaba de presentar la fundación FUHEM recoge en su última parte un buen número de datos a este respecto. Después de analizar el modo de vida en España –los principales vectores del sistema de producción-consumo, alimentación, movilidad y vivienda/ciudad– y las tendencias en marcha más destacadas –pobreza, precariedad y desigualdades, desequilibrio territorial e insostenibilidad–, el informe entra a desgranar cómo afecta a la salud y la autonomía de las personas el modo de vida dominante y las tendencias que marca.
En este ejercicio, el informe constata que la “sociedad del rendimiento” y de la eficacia está provocando cansancio y distintos malestares sociales. No sorprende, pues, que el consumo de tranquilizantes y antidepresivos se haya disparado en España en las últimas dos décadas, situando a nuestro país entre los de mayor consumo de estos medicamentos.
En paralelo al despliegue de un modo de vida insostenible para el mundo natural, se viene registrando desde los años setenta del siglo XX la acelerada disolución de los vínculos sociales y el aumento inequívoco del malestar que se expresa de distintas formas. En un contexto de aceleración, donde todo es efímero y provisional, las relaciones se vuelven volátiles, líquidas, en términos de Bauman. Solo en la bolera, el libro de Robert Putnam (Galaxia Gutenberg, 2002), capta a la perfección el colapso del tejido comunitario y asociativo en EEUU en el último cuarto del siglo XX. En España se viene registrando una tendencia similar. Las Encuestas de Empleo del Tiempo muestran que, desde principios de este siglo, se está reduciendo el tiempo dedicado a la vida social, a las asociaciones y al voluntariado. La pandemia, con el aumento de la digitalización, no ha ayudado en este sentido, aunque también se vivió una explosión de solidaridad. Y en este contexto llegaron las redes sociales, que han multiplicado las tendencias de fragmentación en marcha.
La soledad no deseada, principalmente entre jóvenes y personas mayores, alcanza niveles de epidemia. Una soledad que fragiliza la salud y merma la esperanza de vida, como explora Noreena Hertz en su libro El siglo de la soledad (Paidós, 2021). Además, la soledad puede tener un nexo con el estrés, otra de las grandes lacras sociales de nuestro tiempo. Estos malestares sociales se expresan también en forma de suicidios, que en España alcanzan la cifra de once personas diariamente, como recoge el citado informe.
En el plano simbólico, este escenario tiene como telón de fondo el fortalecimiento de la idea de la individualidad sobre la que se asientan nuestros imaginarios, y que permea todos los ámbitos. Siguiendo a Almudena Hernando, más que una idea, se trata de una fantasía. La autora de La fantasía de la individualidad explica de dónde surgió este relato:
“[…] A medida que fue incrementándose el control tecnológico –proceso indisociable de la multiplicación de funciones y la especialización del trabajo–, se fue negando la necesidad [de vínculos con los demás miembros del grupo], hasta que en el siglo XVII se identificó el concepto de persona con el de individuo. En este siglo, una mayoría de hombres del grupo social comenzaron a percibirse a sí mismos como instancias concebibles de forma aislada y separada del grupo al que pertenecían, porque ya no consideraban que la clave de su fuerza y de su seguridad residiera en su pertenencia al grupo, sino en su particular capacidad de razonar (cogito ergo sum). Pero esto, sencillamente, es una fantasía” (Traficantes de Sueños, 2018, pp. 44-45) (...)
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