Los maestros y profesores tienen más influencia de la que suponemos. Un buen profesor te puede cambiar la vida. Y algunos te la pueden fastidiar
bastante (la gente cree que solo los médicos o los arquitectos
incompetentes son peligrosos – y solo a ellos les exige una buena
formación – , pero la mala educación también tiene efectos perniciosos, y
difíciles de curar).
Me preguntaban hace unos días por las
cualidades que definen a un “buen profesor”. Cuando contestamos a esta
pregunta enseguida se nos vienen a la cabeza esos pocos docentes que, en
la escuela, el instituto o la universidad, nos han dejado una huella
indeleble – a veces, casi la única –.
La mayoría de los profesores de los
que tengo buen recuerdo (alguno de ellos, además, marcó mi destino
laboral) tenían estos dos rasgos, especialmente el primero: eran tipos
muy vividos, y tenían un pico de oro.
Que fueran muy vividos no significa
necesariamente que hubieran recorrido el mundo en barco o cosas así; la
intensidad que transmitían provenía más bien de su interior, de tener
una vida más intensa y más pensada – si es que ambas cosas no son lo
mismo – que la de los demás. Estos profes siempre tenían algo
interesante y genuino que contarnos, y la materia que daban – griego,
física, filosofía – era, a veces, no más que el pretexto para hacerlo.
De ellos no me olvidaré jamás ( mientras que de los que se limitaban a
repetir como loros las lecciones – y a hacer exámenes tremebundos para,
al menos, ser buenos en ser malos – no me acuerdo casi de nada).
Lo de tener un “pico de oro” y saber
contar las cosas era también importante, aunque no tanto. He tenido
profesores fascinantes incapaces de mirarte a los ojos, torpes hasta lo
indecible en eso que la pedantería psicologoide llama “inteligencia
interpersonal”, pero que, pese a todo, no podían evitar que les
desbordara todo aquello que llevaban dentro y que llegara a sus
maravillados alumnos. Otros, en cambio, virtuosos en el uso de todo tipo
de “medios” (juegos, actividades, tecnologías...), pero de mediocre
“mensaje”, han pasado también al olvido.
Hay otro elemento, adjunto a lo
anterior, y que nunca he echado a faltar en los buenos profesores: el
respeto a los alumnos, la falta de fiereza, la capacidad para, de un
modo u otro, hacernos cómplices de aquella rara intensidad que llenaba
de sentido sus clases. Estos profesores te trataban como a personas, es
decir, hacían algo tan fácil como pedir tu consentimiento y darte
explicaciones de cada paso que daban en su rol de profesores (¿habrá
mejor muestra de respeto hacia un ser racional – por joven que sea – que
darle razones?). Y cuando te animabas a intervenir te escuchaban como
si fueras a decir la cosa más importante del mundo – a veces, y solo por
eso, empezabas a soñar con que alguna vez la dirías –.
Por demás, no recuerdo que hubiera en
esas clases ningún problema de “disciplina”. Nadie se aburría como para
eso. Las sesiones no eran un simulacro en el que todos – profesores y
alumnos – miraran el reloj de reojo implorando que sonara el timbre. Y
si alguna vez pasaba algo, esto era ocasión para una reflexión o un
diálogo interesante, y no para un burdo espectáculo de gritos y
amenazas. Esos profes, como dice un amigo mío, no eran como domadores de
fieras, sino más bien como jardineros. Se preocupaban de que
creciéramos, no de que nos mantuviéramos callados (y así, curiosamente,
es como más callados – y meditabundos – nos dejaban).
A veces se me ocurre que el asunto de
una buena educación no tiene tanto que ver con leyes ni presupuestos, ni
con que se den estas o aquellas materias – aunque todo esto no deje de
ser muy importante – , como con algo tan aparentemente lógico como que
nuestros maestros y profesores sean los mejores entre los mejores
ciudadanos. Solo cuando nos tomemos tan en serio (o más) la formación de
los docentes como la de, por ejemplo, los ingenieros o los cirujanos, y
les exijamos – y le permitamos desarrollar – a los aspirantes el grado
de competencia, sabiduría y madurez que debe corresponder a un buen
profesor, estaremos en vías de hacer algo, de verdad, por mejorar la
educación.
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