Te honrarán una vez muerta: las mujeres olvidadas del 36 14/04/2018 Núria Marrón elperiodico.com
La mayoría de estas mujeres coetáneas de la doctora Amparo Poch -ginecóloga, luchadora antifranquista y pionera en la defensa de las libertades de la mujer-, fueron
desdibujadas, cuando no directamente encarceladas, tras la victoria
franquista. Después de haber desafiado el irrespirable sexismo en su
juventud, fueron engullidas por el exilio o por el silencio local y la
obligada domesticidad. Una nueva historiografía las está rescatando del
olvido.
Ángeles Santos vivió 101 años. Y fue su
extraordinaria longevidad la que posibilitó que aquella jovencísima
pintora que a finales de la década de los 20 había entrado como un
‘tomahawk’ en los círculos pictóricos con una obra arcana y
perturbadora pudiera finalmente disfrutar de un renovado reconocimiento
pasados los 90 años. Ya lo decían las Guerrilla Girls: que una de las ventajas de la mujer artista es que tu carrera siempre puede despegar después de haber cumplido los 80.
Medalla de Oro de Bellas Artes (2004) y Creu de Sant Jordi (2005),
su inspiración febril, desgraciadamente, acabó pronto. Un día salió de
casa, empezó a caminar por los campos y su padre la encerró dos años en
un psiquiátrico del que solo salió cuando cuando Ramón Gómez de la Serna,
con el que se carteaba, denunció el caso en los periódicos. Pintó de
nuevo, pero algo se había roto para siempre. Luego se casó con el
pintor Emili Grau Sala, tuvo un hijo, el también pintor Julián Grau Santos,
y nada volvió a ser igual. Unas telas las regaló. Otras las destruyó o
emborronó. Decía que no le gustaban sus primeros cuadros, desdeñados en
su día por el canon ‘noucentista’. Eran «tétricos», afirmaba, y le
habían hecho sufrir.
Aficionada al teatro –de hecho, en el exilio mexicano se dedicó a
la interpretación y la dramaturgia–, esta discípula ilegítima de la
reportera americana Nellie Bly también construyó
distintos personajes que le sirvieron para infiltrarse en lugares como
una cárcel y un psiquiátrico de mujeres y luego escribir reportajes de
denuncia vividos y profusamente detallados. No, el periodismo gonzo no
lo inventaron ni Günter Wallraff ni Hunter S. Thompson.
Compartía con la pintora Maruja Mallo el gusto
por el vagabundeo, el arte, la tertulia y cualquier cosa que sonara a
diversión o a nuevo. Bailaba el charlestón como si fuera una acrobacia y
fue miembro de las 'sinsombrero', las mujeres de la generación del 27
ninguneadas por sus compañeros y la historiografía que un día dijeron
que ya no se cubrirían más la cabeza, que irían por la vida a pelo. De
hecho, esta chica bien y primera novia de Buñuel, se fue pronto de casa.
«O me dejáis salir, o me tiro por la ventana», dijo cuando su madre la
golpeó con un teléfono al volver de un curso en la universidad. La
poesía, elemento de perturbación familiar, y la sensación de desencaje
se convirtieron en el motor de su primer exilio, el vital, que la llevó a
Argentina. El segundo llegó tras la guerra. De vuelta a España, ella y
su marido, Manuel Altolaguirre, habían editado a los poetas del 27 y, al final del conflicto, Méndez ejerció
de corresponsal de guerra en Barcelona, antes de huir a París en un
coche diplomático belga. Su impecable francés y su viejo abrigo de
pieles la salvaron en la frontera de acabar destinada a un campo de
refugiados.
Imaginen la escena. El 10 de julio de 1936, en un salón del Hotel Nacional de Madrid, Matilde Ucelay, hija de abogado y de una dramaturga íntima de García Lorca,
festeja con colegas, familia y champán su licenciatura en Arquitectura,
la primera que logra un amujer en España y para la que tuvieron que
acondicionarle unos lavabos. Con la victoria del alzamiento, la foto de
aquella despreocupada velada –junto con la acusación de haber reabierto
el clausurado Colegio de Arquitectos– se erigió en la prueba de cargo
de los tres consejos de guerra que la inhabilitaron a perpetuidad para
cualquier cargo público y le prohibieron durante cinco años ejercer la
profesión. A pesar de la represión, Ucelay acabó
trabajando en más de cien proyectos. La mayoría de sus clientes eran
extranjeros y mujeres – «no se fiaban de mí», dijo años después–. Y
aunque en adelante siempre se mantuvo alejada del foco, sus casas de
grandes ventanales desafiaron la obcecación del régimen por enclaustrar a
las mujeres tras los visillos del hogar.
María Teresa Toral, licenciada en Farmacia y Química con sobresaliente y premio extraordinario de carrera, entró en la prisión de mujeres de Las Ventas de
Madrid acusada de haber producido armas durante la guerra. Un lugar,
por cierto, extremo e inmundo. El hacinamiento, las torturas, los
fusilamientos, la enfermedad y el hambre –«los mejores días, el cazo de
agua caliente llevaba lentejas y bichos»– conformaban su ominosa
cotidianidad. Cuando fue excarcelada, Toral abrió una farmacia en Madrid que acabó sirviendo de tapadera de guerrilleros. Apresada de nuevo, en 1945 fue condenada a 30 años de cárcel tras un juicio en el que se le pidió la pena de muerte y al que asistieron la premio Nobel de Química Irène Julot-Curie y
el Comité Internacional de Mujeres Antifascistas. «La Lisa Meitner
española», la apodó la prensa europea. En 1956 se exilió a México, donde
dio clases de Química y Bioquímica en la universidad y, en un vuelco de
guion, descubrió un talento para el grabado que la llevó a exponer en EEUU, Chile e Israel.
A la jurista y política Aurora Arnaiz se le murió su bebé de 6 meses estando encarcelada por falta de asistencia médica. «La dejaron salir para asistir al entierro –escribe la periodista Inmaculada de la Fuente–.
El niño iba en una cajita blanca y solo la madre, detrás, la
acompañaba. Tan triste era la escena que el guardia que la custodiaba le
dio un clavel para que hubiera una flor sobre aquella caja desolada». A
aquellas alturas de 1939, esta hija de un líder sindical de Sestao que
había servido en Madrid para costearse la carrera de Derecho, ya había
vivido unas cuantas vidas: organizó la primera columna de las Juventudes Socialistas en Guadarrama, fue comisaria política y se casó con el gobernador republicano José Cazorla.
Apresados y liberados tras la derrota republicana, él se quedó en
Madrid para organizar la resistencia y ella escapó primero a París y
luego a Santo Domingo y Cuba, donde supo de la ejecución de su marido. Superviviente y granítica, se afincó finalmente en México. Allí tuvo dos hijos con el salmantino Emilio Rodríguez Mato, se doctoró en Derecho Constitucional y ganó el puesto de catedrática.
Lucía Sánchez Saornil (en la foto, con la mítica Emma Goldman) sigue siendo una ilustre desconocida, a pesar de haber ocupado un lugar destacado en la poesía ultraísta y en ese explosivo pararrayos que fue el anarquismo, el lesbianismo y el feminismo.
Huérfana de madre y de familia muy pobre, trabajó de telefonista mientras estudiaba pintura en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Luego se adscribió al movimiento poético del ultraísmo y en la década de los 20 aparcó la poesía por el anarcosindicalismo. Precisamente con la doctora Amparo Poch fundó la organización Mujeres Libres y trabajó en numerosas publicaciones, en las que denunció el patriarcado que latía en la CNT y el autoritarismo que imperaba puertas adentro de casa. En la guerra, participó en el asalto al madrileño Cuartel de la Montaña, dirigió campos colectivizados en Catalunya e hizo de periodista en el frente. Tras la derrota, huyó a pie con su pareja, América Barroso, a Francia. En 1941 volvieron a España, primero a Madrid y luego a Valencia, donde trabajó en unos laboratorios y vendió ropa. «Has jugado y perdiste, eso es la vida», escribió entonces, rodeada de un asfixiante silencio.
Ángeles Santos (1911-2013): el enigma de la pintura
Magda Donato (1898-1966): periodismo gonzo y feminista
Magda Donato. Se llamaba Carmen Eva Nelken, pero tan aplastante le resultaba la figura de su hermana mayor, la política e intelectual Margarita Nelken,
que cuando, con 19 años, empezó a escribir columnas de moda en el
periódico ‘El imparcial’, prefirió firmar con el nombre más pedestre de Magda Donato.
De familia judía, liberal y adinerada, pronto demostró que sus
intereses iban más allá del ‘dress code’ de las ‘flappers’, y escribió
sobre autonomía femenina, clase, trabajo y sufragio, y atizó con sutil
impenitencia tanto a las mujeres que defendían un feminismo moderado
como a los intelectuales que ya por entonces pontificaban a pesar de su
despiste general sobre el tema.
Concha Méndez (1898-1986): la editora 'sinsombrero'
Concha Méndez.
Matilde Ucelay (1912-2008): la primera arquitecta
Matilde Ucelay.
María Teresa Toral (1911-1994): la química encarcelada
Aurora Arnaiz (1913-2009): jurista, política y catedrática
Lucía Sánchez Saornil (1895-1970): la poeta anarquista y lesbiana
Lucía Sánchez Saornil, vestida de hombre, junto a Emma Goldman.
Lucía Sánchez Saornil (en la foto, con la mítica Emma Goldman) sigue siendo una ilustre desconocida, a pesar de haber ocupado un lugar destacado en la poesía ultraísta y en ese explosivo pararrayos que fue el anarquismo, el lesbianismo y el feminismo.
Huérfana de madre y de familia muy pobre, trabajó de telefonista mientras estudiaba pintura en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Luego se adscribió al movimiento poético del ultraísmo y en la década de los 20 aparcó la poesía por el anarcosindicalismo. Precisamente con la doctora Amparo Poch fundó la organización Mujeres Libres y trabajó en numerosas publicaciones, en las que denunció el patriarcado que latía en la CNT y el autoritarismo que imperaba puertas adentro de casa. En la guerra, participó en el asalto al madrileño Cuartel de la Montaña, dirigió campos colectivizados en Catalunya e hizo de periodista en el frente. Tras la derrota, huyó a pie con su pareja, América Barroso, a Francia. En 1941 volvieron a España, primero a Madrid y luego a Valencia, donde trabajó en unos laboratorios y vendió ropa. «Has jugado y perdiste, eso es la vida», escribió entonces, rodeada de un asfixiante silencio.
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