mayo 09, 2018

Yo también sufrí BULLYING, de Javier Nix Calderón

Javier Nix Calderón ·  11/2/2018
Leo noticias sobre niños que sufrieron acoso escolar. Leo sobre su sufrimiento, y no me resulta difícil entender lo que sintieron. Los imagino aislados en el patio, jugando solos en la arena, apoyados sobre la verja, ansiando la hora de salida. Los imagino solos. Tan solos como yo me sentí durante dos años de mi vida.
Yo también sufrí bullying. Tenía 12 años y mis padres me cambiaron de colegio. Yo venía de un centro de integración, uno de esos colegios construidos a principios de los 90, que seguían la pedagogía que fracasaría más tarde con la Logse. Conviví con niños con problemas de movilidad, de ceguera, de sordera, de adaptación curricular. Comencé en mi primera escuela con 5 años. Aprendí muy pronto el valor de la paciencia, del cariño. Comprendí a los 8 años que el amor era la única fuerza capaz de mover el mundo. Recuerdo los trabajos en grupo con Sara y Jorge. Ellos no comprendían el mundo como yo lo hacía. Pero los quería. Eran mis amigos. Recuerdo a Álex, un niño de 5 años con un problema cerebral grave, que le hacía imposible entender el funcionamiento de las sumas y las restas, del lenguaje. Yo era su amigo. Jugábamos juntos con la arena, al pilla-pilla, al escondite. Álex era mi amigo. Cuando tenía 6 años, mi padre compró un ordenador. Aún recuerdo el modelo: era un Pentium 286. Funcionaba con el sistema MS-DOS. Aquellos ordenadores podían ser bautizados con el nombre que uno quisiese. Yo le pedí a mi padre que lo llamase Álex. Él me preguntó por qué Álex. Yo le contesté que Álex era muy inteligente. Que hacía formas imposibles con la arena. Que llegaba más alto que nadie en los columpios. Que Álex era más listo que cualquier ordenador. Que siempre sonreía. Que me ganaba al ajedrez. Que conocía los nombres y apellidos de todos mis compañeros. Yo quería ser como Álex. Ese ordenador podía ser como Álex. Quizás así podría entenderle.
Con 12 años, nos mudamos. Tuve que cambiarme de colegio. Era un mundo nuevo al que no supe adaptarme. Mis compañeros jugaban al fútbol siguiendo un estricto sistema de jerarquías. Intenté jugar con ellos. Me derribaron con violencia en el primer balón dividido. Aún lo recuerdo. Nunca había vivido nada igual. Con sangre en los codos, me fui a un extremo del patio. Observé a una mosca atrapada en la tela de una araña. Lloré. Lloré viendo a aquella araña acercándose a su presa. No me da vergüenza decirlo: lloré viendo aquella tela de araña. En lo más profundo de mis 12 años, sabía que yo era la mosca. No tardarían en atraparme.
Los motes llegaron poco tiempo después. Me insultaron hasta el hastío. Tengo una cicatriz en la barbilla, que me hice a los tres años en una rampa de un Caja Madrid. Mis compañeros de clase me insultaban diciendo que era una mancha de chocolate que no me había limpiado del desayuno. Inventaron mil y un insultos para mí. Yo era débil. Demasiado cobarde. Demasiado sensible. No me defendí. Me pegaban en el intercambio entre clase y clase. Me pegaban de verdad. No os imagináis lo hijos de puta que pueden ser los niños: me propinaron puñetazos, patadas, escupitajos. Se tiraban encima de mí. Sentía como el aire escapaba de mi cuerpo. Los profesores siempre llegaban demasiado tarde. Nunca dije nada. Callé, con vergüenza, con ira, con miedo, con asco de mí mismo. ¿Por qué no era capaz de defenderme? ¿Por qué temblaba de rabia cuando espachurraban un escarabajo en el patio pero no movía un dedo por huir de aquel maltrato? Nunca lo sabré.
Traté de escapar del patio varias veces por la valla. Los profesores me descubrieron. No dije la verdad. Dije que estaba harto del colegio. Que no lo soportaba. Pero no era verdad. No era toda la verdad. Algunos de mis compañeros me perseguían hasta mi casa tirándome piedras. Yo corría aterrado, llorando, sintiendo una soledad que no me ha abandonado a mis 32 años. Me recuerdo corriendo a las cinco de la tarde, solo, llegando a mi casa, sin decir nada a nadie. Recuerdo entrar en mi habitación y enterrar la cara en la almohada y llorar en silencio. No quería que nadie conociese mi dolor. Me daba vergüenza.
A los 14 años entré en el instituto y abandoné ese mundo. Me hice fuerte en el graffiti. Me convertí en un loco muy cuerdo. Caminé por el lado salvaje de la vida. Comencé a leer. Entendí que mis antiguos compañeros eran estúpidos. Sus golpes dejaron de dolerme en la memoria. No importaba lo que me hubieran hecho. Yo siempre estaría por delante de ellos. Me convertí en una roca, pero en una roca con una grieta interior muy profunda. Casi nadie puede verla. La cubrí con libros. La cubrí con viajes. La cubrí con vida. La cubrí lo mejor que pude, pero aún sigue dentro de mí.
Hoy, soy profesor de secundaria y enseño Geografía e Historia en el mismo instituto en el que estudié, pero enseño algo más. No estoy allí para enseñar los tipos de agricultura que existen en el mundo ni las fases de la Revolución Francesa. Estoy allí para enseñar respeto por el mundo y los demás, para enseñar amor por la vida y el conocimiento. Tengo tolerancia cero ante la menor falta de respeto hacia cualquier alumno. Hablo con aquellos chicos y chicas aislados, que se sientan en el patio lejos de los demás. Yo fui uno de ellos. Siento la misma grieta que ellos.
Pero sé que esa grieta les hará grandes. Les veo crecer ante mis ojos. He consagrado mi vida al barro de la educación secundaria porque sé que entre el cemento también pueden crecer flores. Yo soy un jardinero del cemento, que sueña con una nueva cosecha de rosas entre las rocas. Los niños que sufren bullying son esas flores. Mi misión es ayudarles a crecer puros, fuertes, decididos, entre la gravilla del mundo. Yo lo logré. Ellos también lo lograrán. Su color iluminará la tierra.
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OTRO ASUNTO en Perroflautas del Mundo:  David Graeber: “En Rojava saben que no te puedes librar del capitalismo si no te libras antes del patriarcado”

 

 

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