(...) 2020 no ha sido un año fácil. Yo echo de menos sin haber perdido casi nada. Tengo un trabajo con el que me alimento el cuerpo y alma y la gente que quiero resiste, en el sur, en el centro y en el norte. Pero supongo que como a vosotras me pesa este mundo. Me pesan las miles de ausencias ajenas, porque sé lo que duelen. Me pesa que, mientras nos salvamos como individuos, las luchas colectivas se diluyen. Y hay una que está por encima de cualquiera, porque sin ella no existiremos.
Hace unos días terminé El murciélago y el capital. Coronavirus, cambio climático y guerra social, del escritor y periodista Andreas Malm. El activista sueco arranca el ensayo con la pregunta nuclear: ¿por qué los Estados del Norte global actuaron contra el coronavirus pero no contra el cambio climático? La respuesta recorre el libro, pero puede resumirse en una frase: “Resulta improbable que un estado capitalista haga algo así por voluntad propia, jamás... Seguirá tratando los síntomas, que acabarán llegando a un punto crítico”.
Los síntomas críticos de la crisis ecológica y social son esta pandemia, “que aunque diese un salto cuántico, alcanzase las proporciones de peste negra y matara a la mitad de la población de Europa o de cualquier otro continente se detendría a una distancia prudente de ese punto final”. El cambio climático desbocado no se detendrá, “arrasará los cimientos de la vida humana (y también los de un sinfín de especies)”.
Mientras el mundo se sumía en la covid, miles de millones de toneladas de hielo seguían cayendo sobre el océano. Las mayores plagas de langostas de las que se tiene recuerdos asolaban el este de África y el oeste de Asia, matando todo lo verde a su paso. Los bosques de Australia continuaban ardiendo… Si el gradualismo, la creencia en que el calentamiento global obedece las leyes de la causalidad lineal, ya no sirve, ¿a qué estamos esperando para salvar al planeta?
En agosto me escapé dos semanas a Huelva, sin reservas, a la aventura. Cada momento era un regalo después del encierro casi absoluto de Madrid. Uno de aquellos días, en una playa de distancias pandémicas, ocurrió algo. Un grupo de delfines perdió el rumbo y llegó a la orilla. En aquel trozo de arena que nos dejaba la marea alta nos juntamos todas a verlos saltar de cerca. Éramos felices por lo que estábamos viendo, pero, sobre todo, porque lo estábamos compartiendo. Éramos, por fin, nosotros, habíamos dejado de ser uno (...)
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