23/8/2024
Las facilidades tecnológicas agravan el problema de la desinformación. Pero hay algo más grave: demasiada gente que quiere creérselo. Y aún peor: demasiada gente que, cuando ya sabe que es falso, sigue haciendo como que se lo cree, dándolo por bueno y compartiéndolo
Tú no te acuerdas porque eres muy joven, pero hubo un tiempo lejano, muy lejano, en que no existían las redes sociales ni Internet, y sin embargo los bulos corrían alegremente. Incluso más alegremente que hoy, con más éxito, sin webs de verificación ni posibilidad de desmentirlos con una simple búsqueda en Internet.
Desde la antigüedad, bulos y fake news han circulado con fuerza, y provocado consecuencias políticas y sociales, violencia incluida. Luchas de poder, querellas religiosas, guerras, revoluciones y contrarrevoluciones eran terreno abonado para manipular a la población con todo tipo de mentiras. Y sin redes sociales, ya digo.
Lo que intentaron los racistas esta semana, acusando a los “moros” del asesinato del niño de Mocejón, es la versión actual de un clásico de la Europa medieval: el “libelo de sangre”. En un pueblo desaparecía un niño, y se acusaba en falso a los judíos de haber secuestrado y asesinado al crío para hacer horrendos rituales con su sangre. Era todo falso, pero los propagadores del libelo lograban su objetivo: miembros de la comunidad judía eran ajusticiados o expulsados, y a veces se desataban disturbios que terminaban en matanzas masivas. Lo mismo ha pasado a lo largo de la historia con el pueblo gitano, víctima preferente de bulos que culminaban también en matanzas y expulsiones.
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